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Mostrando entradas de 2021

Ella solo quería ver el mar

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Caminando por la playa llegaron, tomados de la mano, a la terraza del bar que les daba la bienvenida. Un lugar privilegiado les invitaba a disfrutar el mar y saborear el dulce placer que la brisa otorga. El largo y antiguo muelle, a un costado de la terraza, dejaba entrever parte de lo que alguna vez fue un centro de operaciones portuarias, ahora acondicionado para visitas de turistas, mostraba su renovada belleza. Una bandada de gaviotas saltaba entre las pequeñas olas que morían lentamente en la arena buscando algo que les pueda alimentar, mientras el sol en el ocaso del día se ocultaba entre nubes y el horizonte teñido de múltiples colores. Se sentaron en una pequeña mesa ayudados por una servicial mujer ya entrada en años que mostraba una mueca como sonrisa. Pidieron dos cervezas y volvieron a cogerse de las manos, él trató de mirarle a los ojos, pero ella los esquivó. Hablaron del tiempo y del viento, nada importante o por lo menos a ella nada le importaba tanto como ver en brum

El ángel sacrílego

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Miguel Ángel Madrigal un hombre de buena dicción, mediana estatura, piel blanca, ojos claros, abundante barba que lucía sin afeitar varios días, se veía sofocado. Encerrado en una pequeña celda, no mostró nunca signo de arrepentimiento. Recordaría en todo momento lo que al parecer pasó, la tarde que sin ninguna mala intención llegó a las puertas de la iglesia de un lejano pueblo en busca de alimento para su hambriento cuerpo y porque no, para su alma que sufría ahora, como siempre sufrió la indolencia de una sociedad que lo marginó desde que era niño. Miguel Ángel Madrigal, natural de Santa Cruz, 45 años, soltero, delito que se le acusa: hurto de objetos en la iglesia del pueblo de Colán, provincia de Paita, departamento de Piura. Al ser interrogado por sus captores, reconoció su culpa en todo momento y sin ningún tapujo detalló como fueron los acontecimientos de aquel suceso que lo mantenía encerrado por enésima vez en su vida. Era pasado el mediodía, recordaba, había arribado al pueb

El último viaje.

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  Ingresé corriendo para ver a mi papá, lo encontré arrodillado en la puerta de nuestro cuarto abrazando fuertemente a Oswaldo. Sintió que llegaba y sin voltearse siquiera, extendió uno de sus brazos y me abrazó. Tenía la mirada perdida, dejó a mi hermano mayor para coger a Miguel que tropezó al llegar a su lado. Con los dos abrazados se levantó y como si volviese de un sueño, con la serenidad que lo caracterizaba, preguntó: - Y muchachos, ¿Cómo están? -. Oswaldo quiso decir algo, pero él se adelantó y nos dijo: - Vengan, quiero que vean lo que traje -. Y con la mayor espontaneidad del mundo nos condujo hasta la cabina del camión, ese camión rojo que siempre espera que regrese con mi papá. Soltó un ligero suspiro y comenzó a contarnos lo que había sucedido en su último viaje. Luego nos habló de lo que significaba la vida, de las vicisitudes y contrariedades, de las sorpresas que nos tiene reservadas, algunas agradables y otras no tanto. Nos pedía que a las cosas las tomemos

Día de los muertos.

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  Deberíamos entender que nosotros éramos invitados en la casa. El tío Bernabé, en el desayuno de todos los domingos, lo repetía. Por lo tanto, en teoría, deberíamos ser atendidos de la mejor manera. La tía era la encargada de hacer nuestra estadía placentera y cada día se esforzaba por alcanzarnos elementos útiles que nos pudieran servir toda la vida. La visita al cementerio fue programada con bastante anticipación, por lo que encargó a una de las vecinas que frecuentemente viajaba a Paiján y Chocope por negocios, para que le trajera un atado de las mejores flores que pudiera encontrar. - ¿Y hasta cuánto está dispuesta a pagar caserita? – preguntó la señora que ya la conocía por ser regatona y tacaña. - ¡Que insolencia! - respondió la tía y se retiró. La neblina cubría el puerto. Las nubes no corrían como en otras oportunidades, éstas estaban quietas. El frío era intenso cuando me desperté. Al tratar de abrir la puerta que daba al patio, la volví a cerrar. Una pared blanca est

Perro pícaro

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  En el patio trasero de la casa vivía Ruso, un perro que al igual que Esmeralda, siempre tenía muy poco que hacer y repetía una rutina diaria aprendida desde cachorro. Por la mañana Ruso ladraba junto a la puerta que daba acceso a la cocina, daba una vuelta completa a la casa y luego repetía el ladrido un poco más fuerte. Sentado debajo del pequeño techo que construyeron sus amos para protegerlo de las lluvias, esperaba que le lleven el desayuno. Esmeralda lo saludaba, con la misma ternura que brindaba a su hijo. Se pasaba la mañana Ruso, durmiendo hasta que le llegaba el almuerzo, momento que Esmeralda conversaba con él y le contaba sus preocupaciones y desdichas, mientras devoraba la comida que siempre era abundante. La mayor ocupación que tenía Esmeralda, era la de limpiar su casa, claro, después de cocinar para que muchas veces comiera sola y lavar la ropa que siempre era abundante a pesar que eran pocos en casa. Muchas veces volvía a lavar la ropa ya lavada, solo porque encontr

Desventura

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  El malestar propio de haber dormido poco, se manifestaba en mi mal humor y la impaciencia que causaba el retraso de nuestro vuelo por mucho más tiempo del que se puede suponer. Nos citaron en el aeropuerto a las seis de la mañana, son las diez y nadie da razón de la demora. - Si estuviera papá ya hubiera reclamado por lo menos veinte veces – le dije a mamá, quien con total indiferencia contestó, - Es cierto, felizmente no está – y continuó sentada como si no pasara nada, estoica ante lo que estaba sucediendo. Anoche fue mi fiesta de promoción y el baile de graduación fue pasada la media noche, dormimos un par de horas y mi madre tan puntual como siempre, me sacó de la cama contra mi voluntad para estar aquí, sin saber siquiera si podremos volar hoy. - Es 24 de diciembre, papá nos espera y no hay forma de postergar el viaje. ¡Ten paciencia y cálmate! - dijo mi madre ante uno de mis reclamos y continuó sosegada, con su bolso sobre las piernas, la espalda recta y la mirada al fr

La huida

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Desde que salimos de la ciudad por la avenida Mansiche, ya habíamos caminado varias horas. Mi padre cargaba a Miguelito el menor de mis hermanos, que iba dormido, y adicionalmente llevaba un bulto grande en la espalda. Rigoberto, mi hermano mayor, no perdía el paso y se mantenía junto a mi padre sin decir nada; sobre su cabeza llevaba un bulto voluminoso, pero de escaso peso. La madrasta caminaba con dificultad, se había doblado un pie al saltar un canal de regadío que tuvimos que sortear en nuestro apresurado caminar. Sobre mi espalda habían amarrado un pequeño bulto y en una mano llevaba una olla llena de trastes y utensilios de cocina.   El cañaveral que atravesábamos era alto y estaba floreando, señal que ya estaba listo para la zafra. Esto era terrible para nosotros, pues al contacto nuestro, las plantas nos bañaban con el polen que nos producía un escozor terrible en nuestros cuerpos. A pesar de su dolor, era la madrastra la que nos alentaba a que no nos detuviéramos, ella me c