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La huida III

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Decidió mi padre que era mejor caminar por la playa, junto al mar, aunque esto significase mayor inversión de tiempo. El terreno estaba cubierto de guijarros cortantes por donde se viese, tan perfectamente esparcidos que daba la impresión de que ser una mesa gigantesca. Hicimos un alto al llegar junto a las primeras olas, que apacibles nos recibieron, el mar estaba calmo y la noche era iluminada por una media luna que se esforzaba por sobresalir ante unas nubes que discretamente transitaban delante de ella. Con las manos mi padre escarbó la arena permitiendo que se llenase con agua, luego de dejar a Miguelito sentado junto a los bultos que habíamos puesto a regular distancia para que no se mojasen;  mi hermano lloraba fuertemente, por lo que mi papá tuvo que apurar la tarea y volver para traerlo. Cuando lo hizo, la madrasta, Oswaldo y yo habíamos remojado nuestras cabezas y teníamos los pies metidos en el hoyo hecho por papá. Era una delicia sentir el refrescante y helado líqui

Quien sabe...

Cuando llegue el momento de partir, será en Domingo de fiesta, con mucha alegría en el corazón, que de tanto reír, descansará. Tras de mí, mis sueños también me seguirán, comenzando el lento vuelo hacia lo largamente esperado. El partir es necesario para poder vivir, la inmortalidad soñada comienza verse al final. Comenzaré el vuelo desde el mar, esparciendo por todo el mundo, mi gozo y la esperanza de un mundo mejor. Cuando llegue el momento de partir, estarán reunidos junto a mí, en la alegría de un domingo especial un domingo de fiesta y celebración.

Amazonas

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Muy temprano por la mañana, Yumbato tomaba su canoa, alistaba su remo y esperaba que llegaran los primeros porongos repletos de leche que conduciría a la ciudad para comercializarlos. Esperaba también como todos los días la llegada de Carmen y Mañuco, los hijos de Don Manuel que se alistaban para asistir a la escuela, ellos viajarían junto a la preciada carga hasta el muelle, al otro lado del rio. Carmen tenía ocho años y Mañuco siete, acostumbrados a esta rutina sabían que tenían que mantenerse sentaditos y quietos, cogiéndose con ambas manos de la frágil embarcación. En una bolsa de tela impermeabilizada que llevaban colgada del cuello, colocaban sus cuadernos para que no se mojasen con las gotas de agua que salpicaban hasta ellos, sus cabellos casi rubios y bien peinados, parecían flotar con la fresca brisa matinal, mientras el fiel Yumbato comenzaba a remar sin parar, de un extremo a otro el ancho río. El viaje duraba más de  media hora y al pobre hombre le costaba mucho esfuerzo

Parapente

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En el centro de Lima un cálido sol abrigaba la mañana desde muy temprano, pero al llegar a Miraflores una fría y húmeda brisa nos recibió al descender del vehículo. Nos reuníamos catorce personas para salir de Lima hacia el sur, para vivir la experiencia de volar en parapente. Una hora después hacíamos la primera parada en una estación de servicios para abastecer combustible a los vehículos, comprar bebidas y algunas galletas. Media hora después instalados al pie de unos cerros, en una especie de base de operaciones, cuatro personas del grupo se movilizaban con precisión profesional, desempacando y trasportando el equipo hacia un lugar aún más alto en una cuatrimoto que remolcamos en nuestro trayecto. Al desempacar pudimos ver las telas multicolores que servirían de alas para volar. La emoción embargaba al grupo y nadie se atrevía a comentar más allá de que todos coincidíamos en que era nuestra primera vez en esta experiencia. Nos pidieron que escogiéramos cascos protectores que

Lechero

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Caminábamos por las mañanas, muy temprano cuando comenzaba a clarear el día, junto a una cerca larga, para llegar al lugar donde el abuelo ordeñaba a las vacas que las había ordenado y amarrado junto a una larga canoa llena de cáscaras de plátano que ellas comían mientras permitían se les extraiga el blanco líquido. Al llegar al lugar y antes de poder siquiera saludar, era recibido por un chorro de leche caliente, que a propósito era arrojado directamente de la ubre por la manos expertas de mi abuelo, que sentado en una banquita pequeña ordeñaba y ya tenía llena varios baldes con el fruto de su trabajo. El diálogo era breve, debía yo recoger estos baldes para llevarlos a la casa, donde mi abuela ya me esperaba con las botellas limpias, escurriéndolas en una barbacoa de madera ubicada en la ventana de la cocina; una taza de humeante mazamorra de granos tostados al que llamaba “upe” esperaba por mí mientras ella vertía la leche en los envases que luego colocaría en una pequeña alforja,

Aprendiendo

Aprendimos a vivir libres, a pesar de la presión que ejercían sobre nosotros. Oswaldo hacía que cada castigo fuera un juego. Nos enseñaba a tener valor y ser fuertes ante las adversidades que nos tocaba vivir. Los mejores momentos eran cuando nos alejábamos de la casa o cuando llegaba la noche y nos quedábamos profundamente dormidos por el cansancio y la ilusión de alejarnos lo más lejos posible de nuestros “protectores” al día siguiente. La señora que me entregaba el pan por las mañanas, me daba adicional-mente dos panes que los colocaba en cada uno de los bolsillos de mis pantalones. Al llegar a casa lo primero que hacía era esconderlos en algún lugar para poder comerlos más tarde, a media mañana, en compañía de mis hermanos. Trágico fue el día en que me olvidé esconderlos y la tía los descubrió en mi poder. Armó tremendo escándalo, me cogió de las orejas y a rastras me llevó al corral, allí cogió una varita delgada de cuero enroscado y seco, con la que me castigó despiadada-ment