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El Gringo

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Recuerdo, cierro los ojos y vuelvo a vivir. Llegan a mí, la fragancia que trae el viento, el olor a hierba fresca recién cortada, el calor de la tarde, la risa de mis amigos, los colores del atardecer, el color de nuestras casas y el color de mi cometa. Estábamos en Agosto y por esta época todos los años llegaban los hijos del gringo Eglinton, un hombre delgado y de eterna sonrisa que vivía con su esposa y la mayor parte del año acompañado de dos enormes perros muy flacos como el dueño, excepto en esta época cuando sus dos hijos llegaban desde Inglaterra a visitarlos. ¿Dónde queda Inglaterra? Pregunté una vez en casa y me dijeron, muy cerca de España…ummm y ¿dónde queda España?, donde nació el abuelo, escuche decir. Después de almuerzo, el calor era intenso, los mayores hacían la siesta, por lo que era la mejor hora para nosotros. Todo estaba permitido, nuestras casas nunca se cerraban y todos entrabamos y salíamos a la que quisiéramos. Sentado en el suelo el “gringo”, que era

El dentista del pueblo

La mañana fresca agradaba a don Justo, porque le permitía trabajar tranquilamente. Estaba sentado frente a un artilugio a pedal que unido por correas y sogas delgadas articulaban una cadena de brazos que terminaban en una pulidora manual. No dejaba de pedalear aun cuando no pulía el pequeño diente de oro que en unos minutos debería de colocar a uno de sus clientes. Tras él una mesa desordenada, llena de piezas dentales a medio terminar y de instrumentos desperdigados sin ningún orden aparente. Trabajaba con ahínco, mientras escuchaba una llorona melodía de un “sanjuanito” en una emisora de radio. Constantemente observaba la pieza trabajada para dejarla con mínimas imperfecciones. El improvisado taller de trabajo estaba ubicado en la segunda planta de su domicilio y constaba de dos ambientes. La primera una salita de recibo con cuatro sillas que al usarlas dejaban al ocupante frente a una pequeña ventana que permitía ver la calle y por encima de las casas vecinas tenía una vista pano

Ilusión

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Los gitanos llegaron cerca del mediodía al pueblo. Muchos curiosos se arremolinaron para ver lo que hacían. El calor era muy intenso, el sol brillaba esplendorosamente, hacía mucho tiempo que no llovía, una nube de polvo se levantaba cuando de un camión destartalado caían bultos amarrados de formas tan raras como los rostros de estos personajes. Logré contarlos. Eran seis hombres que con el torso desnudo y sudando a mares trabajaban infatigablemente. Ocho mujeres con faldas enormes que arrastraban el suelo y de colores chillones, cuidaban de cinco niños y una, si solo una niña, pero no una niña cualquiera. Era la niña más linda del mundo.  Corría de un lado para otro mostrando su espectacular cabello dorado y sus hermosos ojos color miel, saltaba con un pie y luego con el otro, subía a un bulto y de allí pasaba al siguiente. Hipnotizado seguía sus movimientos, hasta que los varones lograron armar una carpa con rayas multicolores como sus vestidos y en ella entraron las mujeres y los

La Lupuna

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La soledad ataca a todos, si, a todos los mortales. Nadie se escapa de sus garras. Pero chiquita, no te preocupes, soledad no se combate con soledad - para eso estoy yo - dijo el Antón a la Bechi, en tono meloso y con aire de conquistador. Ella sonrió y quitó la mano que el galán tenía cogida. Tenían varias semanas viéndose a escondidas, casi siempre a altas horas de la noche, pues a ella la vigilaban constantemente durante el día para impedirla que se encuentre con este amigo que le llenaba los ojos. Los padres de ambos no aprobaban esa relación por distintos motivos. Ella tenía dieciséis años recién cumplidos y consideraban que era muy niña para andar en amores y sobre todo con una persona diez años mayor que ella. Él era  el menor de los hijos de una familia de comerciantes emprendedores que manejaban una fábrica de ladrillos, un grifo de venta de combustibles, una orquesta de músicos muy requeridos en las fiestas sociales y una granja con ganado lechero; era el engreído de s

De madrugada

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La partida del bus estaba atrasada, por razones que nunca nos dieron. Antes de abordar, rodeados de familiares de los viajeros, vendedores de golosinas, bultos, maletines y mochilas, cada uno trataba de entender la razón de la demora. Finalmente por una de las puertas de embarque anunciaron nuestro viaje. Con identificación en  mano, la larga cola de fastidiados pasajeros fue ubicándose cada uno en su asiento. En la segunda fila de asientos un señor subido de peso llevaba una camisa blanca muy llamativa, que durante la espera conversaba con varias personas, en la mano llevaba un manojo de tarjetas que repartía a diestra y siniestra. Al tocarme pasar cerca de él, me entregó una de las consabidas  tarjetas, la tomé y avancé en busca de mi asiento. Al ubicarme, miré la tarjetita y pude entender que ofrecía seguros, con cierta indiferencia la guardé, pero en mi retina quedó la imagen que contenía e involuntariamente la volví a ver, mercadotecnia pensé y la volví a guardar. Junto a mí,