La huida
- No podemos quedarnos aquí, nos puede hacer daño si nos quedáramos dormidos
- nos dijo papá, ordenándonos a continuar. No pude entender muy bien aquellas
palabras y avanzamos en silencio, casi corriendo de vuelta a la oscuridad.
- Las totoras crecen en sitios húmedos, en pozas acuíferas que brotan del suelo, pero que además de alimentar a las plantas también sirven de cobijo para alimañas y pequeñas serpientes - nos había dicho mi padre al acomodar los bultos.
Mi padre había nacido en esa caleta y
paso ahí su infancia y gran parte de su juventud, corriendo por la playa y
desafiando el mar. Montado sobre un caballito de totora, como ancestralmente
los huanchaqueros lo hacen, aprendió nadar, correr olas y pescar. Las jornadas
arduas las realizaba con mucho ahínco, competía por destacarse como el mejor
pescador y el más veloz nadador.
Se alejó de nosotros sigilosamente y antes
de desaparecer cubrió el rincón donde nos ocultábamos con hojas y ramas secas.
Miguelito lloraba sin explicación alguna. La señora Josefa, nuestra madrastra, intentaba
calmarlo dándole cariño, pero el pequeño no entendía razones y seguía llorando.
Rigoberto al ver que mi padre se alejaba se escabulló entre las plantas y logró
salir del escondite. Con señas me llamó para que lo siguiera. Al ver que podía
salir sin ser visto le seguí, pero al dar solo unos pasos escuchamos el ruido
de varios vehículos en la distancia. Logré reunirme con mi hermano justo cuando
nuestro padre por las espaldas nos cogió haciendo señas para ocultarnos. Con
paciencia y mucha tolerancia, nos explicó que era peligroso lo que hacíamos.
Hablaba pausado, en su rostro se percibía un color amarillo que antes no había
visto. Nos conminó a obedecer, por lo menos en estos momentos, nos rogaba hacerlo.
Volvió a explicar que nuestras vidas estaban en peligro. Nos miramos con
asombró y preocupación, sin poder entender a cabalidad el asunto.
Un traqueteo lejano me recordó lo que
escuchamos la noche anterior en la ciudad. Gritos desgarradores llegaron a
nosotros traídos por el viento desde la distancia. Los traqueteos se repetían
intercalados con los gritos. Mi padre nos abrazó fuerte y lloró. Lágrimas
cristalinas rodaron por sus mejillas. Mantuvo levantado el rostro y dejó que su
dolor fluyera sin soltarnos. Así estuvimos por un buen rato, no sabría decir
cuánto. Al escuchar que los camiones se alejaban y los gritos cesaron, nos
soltó. Tenemos el viento a nuestro favor dijo mi padre, podemos escuchar lo que
ellos hacen sin que ellos nos puedan detectar. Nos pidió que regresáramos al
escondite y se despidió con una palmada en el hombro de cada uno.
Al llegar donde la señora Josefa, ésta
había vendado su abotagado pie lesionado sobre un emplasto de barro que cubría
gran parte de la pierna. Mantenía a Miguelito sobre sus faldas y éste
mordisqueaba un pan duro. Nos sentamos cerca de ella y pude ver sobre su rostro
también una lágrima. Pregunté inocentemente si le dolía su pie, con un
movimiento de cabeza lo negó, secó sus ojos y nos acercó una bolsa que contenía
panes como los que tenía nuestro hermano menor, Rigoberto cogió uno y se
recostó a mordisquearlo, yo no lo acepté. Sentí pena, por las lágrimas de mi
padre y las lágrimas que la señora Josefa también derramaba quedamente.
Hacía frio, la bruma marina y una brisa
húmeda invadían el lugar, lo que obligó a que nos juntáramos aún más. Rigoberto
pronto se quedó dormido, mientras que Miguelito con mejor ánimo jugaba saltando
sobre nuestros bultos que se encontraban tirados en el suelo. Yo trataba de
hacer conversación con la señora Josefa que se mantenía quieta, petrificada,
mirando su pie, consiguiendo solo respuestas evasivas que terminaron
desanimándome a seguir preguntando sobre lo que no lograba entender de nuestra
huida. Le comenté sobre los gritos desgarradores y el traqueteo que escuchamos,
solo movió la cabeza afirmativamente y de sus ojos volvieron a rodar lágrimas.
Entendí que el peligro era inminente, rondaba sobre nuestras cabezas, se
percibía en el ambiente y me estremecí de miedo. Me paré y logré ver más allá de los humedales
que nos cobijaban, el extenso desierto se perdía en medio de la neblina
reinante y frente a nosotros el mar, calmo, sereno.
Comenzaba a oscurecer cuando mi padre hizo
su aparición sorpresivamente, ninguno lo había escuchado, caminaba sigiloso. Vi
en su rostro el mismo miedo que mostró cuando por la tarde se despidió. De
inmediato comenzó a organizar el reinicio de nuestro viaje. Se sorprendió al
ver la pierna de la señora Josefa, soltó el bulto que estaba por levantar y se
arrodilló para examinarla. Luego de un breve intercambio de palabras, quitaron
el barro ya seco, mientras ajustaban la venda que lo cubría.
Comenzamos a caminar lentamente. Los
bultos habían sido distribuidos de manera distinta y mi padre llevaba al
parecer, menos peso que la noche anterior, los alimentos que consumimos todo el
día él los había cargado durante la noche. Trepamos una colina escarpada y
logramos llegar a una explana muy grande que se encontraba sobre el pequeño
poblado que poco a poco comenzaba a desaparecer en medio de la noche, algunos
aislados mecheros indicaban la presencia de personas en medio de la bahía que
ahora se podía apreciar en toda su magnitud iluminada por los últimos rayos de
sol que se perdía en el océano.
Mi padre dejando en el suelo el bulto
que llevaba, nos pidió que nos detuviéramos mientras se alejaba para volver al
rato con otro bulto, que sin ser muy grande evidenciaba mucho peso. Mientras
avanzábamos nos dijo que había conseguido un poco de sal y azúcar para nuestro
consumo, además de anzuelos y una pequeña red que nos serviría para proveernos
alimento del mar. Caminábamos lentamente cerca del borde de un acantilado que
sin poder verlo lo sentíamos al escuchar las olas del mar reventando contra sus
paredes. La oscuridad nos terminó de cubrir, la noche era tan oscura como la
anterior. Al cabo de poco tiempo nuestro camino comenzó a descender hasta
llegar a la orilla donde nuevamente encontramos las pozas de totora. Nos detuvimos
en un espacio que mi padre consideró seguro e instalamos un improvisado
campamento para pasar la noche.
A partir de aquí ya no teníamos prisa
alguna, éramos libres, si así lo podríamos considerar, en medio de nuestra
incertidumbre. Mensuramos nuestros pasos a nuestra voluntad. Después de varios
días de lenta caminata, luego de nuestra violenta y apresurada huida de la
ciudad, atravesando varios pequeños humedales, llegamos a un hermoso lugar,
lleno de vegetación y con una extensa laguna en la que revoloteaban miles de
aves.
Mi padre nos dijo que a este lugar lo
llamaban “El Charco”, y señaló que éste sería nuestra estancia por algunos
días. Llegamos al promediar el medio día, el cielo estaba ligeramente nublado,
por lo que el clima era agradable, no sentíamos frío ni calor. Buscó el sitio
más seguro al pie de unos arbustos que nos daban sombra y al que llegaba una
fresca brisa marina y un agradable olor a hierbas. Ahí dejamos nuestros bultos.
Anonadados mirábamos lo que nos rodeaba, nuestros ojos se deleitaban con las
aves que no temían nuestra presencia. Mi hermano mayor con la indiferencia que
lo caracterizaba, se alejó del grupo para observar quien sabe que, dejando la
tarea de instalarnos a la señora Josefa. Mi padre de inmediato comenzó a
husmear el sector, lo vi trepar algunas ramas oteando los alrededores,
asegurándose que no hubiera presencia humana cercana. Miguelito, entretenido
mordisqueaba una caña que mi padre le había dado, extrayendo con sus pequeños
dientes el dulce sabor de la planta.
En el trayecto ya nos habíamos
acostumbrado a pernoctar en la intemperie, por lo que causó curiosidad ver que
mi padre se esforzará en cargar ramas, troncos y hojas que en pocas horas convirtió
en nuestra casa. Me pareció increíble ver como una mesa y algunas camas se
habían improvisado tan rápidamente.
Por donde viéramos había abundante vida,
esto era el paraíso. Clima benigno, agua abundante, aves, insectos, peces,
pequeños mamíferos, roedores, plantas y más plantas. Llamaba la atención en los
alrededores, la abundancia de nidos repletos de huevos. Esto nos garantizaba
alimento. Pero, ojo mucho ojo nos dijeron, había que aprender a diferenciar los
que eran buenos para comer. Lo primero que nos enseñó papá, era que en esos
nidos había patos y gallaretas. Se parecían, pero no eran iguales y los huevos
se confundían aún más. Las gallaretas tenían la costumbre de dejar sus huevos
en los nidos de los patos para que estos los empollen y era curioso ver luego, a
las patas salir de sus nidos con una mezcla de crías. Las crías de los patos
eran generalmente amarillas o negras, mientras que las pequeñas gallaretas
tenían el plumaje salpicado de colores grises que se confundían con las ramas
secas y las sombras. Los huevos de los patos tenían un sabor muy agradable,
mientras que los huevos de las gallaretas sabían horriblemente mal.
El mar estaba a pocos metros de la
laguna, por lo que el aire traía hasta nosotros no solo la brisa marina, sino
también el delicado sonido de las olas que suavemente acariciaban la orilla.
Aprendimos a caminar sigilosamente por el lugar para no alterar el habitad de
nuestras compañeras circunstanciales. Nuestras visitas al mar eran para desatar
nuestras habilidades en competencias que nuestro padre promovía. Éramos
excelentes corredores y prometedores nadadores.
- Nadie gana, nadie pierde, todos
corren, todos nadan – nos alentaba mi padre.
Los días pasaban velozmente, mi padre
por las noches o antes del amanecer salía de pesca. En el desayuno, el almuerzo
y la cena se servían los mejores pescados, sabían deliciosos a pesar que la
madrastra se lamentaba de no tener los condimentos adecuados. Una parte de la
pesca era llevada por la tía Josefa a un pueblo cercano llamado Santiago de Cao
donde generalmente cambiaba por otros productos. La veíamos de regreso llegar
cargando verduras, sal, aceite o azúcar. Los pescados que no podría cargar para
intercambiarlos, con una paciencia de ángel los partía por la mitad, les
esparcía sal y luego los exponía al sol. Cuando reunía regular cantidad de
pescado seco, nos pedía ayuda y lo trasladábamos al pueblo, ahí lo dejábamos en
la casa de una familia de la que supo ganarse su amistad y confianza. Este
viaje nos demandaba un par de horas de bastante esfuerzo y varios descansos,
luego regresábamos trayendo cosas usadas que para nosotros resultaba novedad.
Un día de los tantos que íbamos al pueblo los tres hermanos y la tía Josefa
regresamos con “ropa nueva”. Sin embargo, a mi padre no le agradaba esta
relación amical.
- Puede traernos problemas - dijo cuando
regresamos casi irreconocibles.
Una mañana despertamos alertados por el
aletear de aves sobre el techo de nuestra vivienda, nos llamó bastante la
atención que las garzas y patillos que siempre estaban en la laguna, esta vez
se alejaran del agua y buscaran refugio en las partes altas. Los patos con sus
crías que hacía unos días habían salido de los nidos, se mantuvieron a prudente
distancia y el camino del pueblo fue invadido por cientos de madres que
alejaban a las crías de los totorales.
- Algo distinto y muy hermoso ocurrirá -
sentenció mi padre.
Y así fue, hacia el mediodía comenzaron
a llegar bandadas de aves distintas a las que ya conocíamos, primero fueron tal
vez cientos, al atardecer eran miles de plumíferos que cubrían todos los
espacios existentes, la bulla era ensordecedora, cada una de las aves luchaba
por buscar un lugar para pasar la noche luego de darse un refrescante chapuzón
en las frescas aguas de nuestra laguna. Así comenzábamos a sentir ese espacio,
como nuestro. Por unos días estuvieron con nosotros esas extrañas visitantes,
no sé cuántos, luego comenzó el éxodo. Tal como llegaron partieron, en grupos,
en bandadas, dejando el lugar en silencio. Todo volvió a la normalidad, los
patos regresaron a acomodar sus nidos, las garzas bajaron de los árboles y
nuestro techo fue liberado, pero quedó lleno de pestilentes residuos.
A la entrada del pueblo, había huertas
protegidas por muros de adobe que eran de nuestro tamaño, construidos
básicamente para proteger los sembríos de burros y cerdos que andaban sueltos
por el lugar. La tía, encontró en el camino unas plantas de higo que consideró
una bendición del cielo, pidió permiso para recoger las hojas que guardó en una
de sus bolsas y a partir de entonces nos recomendaba no olvidar traerlas. Al
llegar a casa, las hojas eran hervidas y en ella agregaba maíz molido que se
convertía en una deliciosa mazamorra. Sin usar azúcar, se convertía en el
manjar más delicioso que habíamos probado. Con los frutos, que eran abundantes,
mi padre preparaba un postre, que a mí personalmente no me gustaba, por el
color, olor y sabor pero que había que comerlo porque era muy alimenticio,
según argumentaba.
Un buen día llegaron hasta nuestra
humilde morada, los amigos de la tía, que muy amablemente querían conocer a
nuestro padre el pescador, como lo catalogaban. Él se encontraba arreglando sus
redes para la próxima faena. Se mostró muy cortés y alegre con la visita, les
brindó toda clase de atenciones dentro de las limitaciones que teníamos. No
dejó de llamarme la atención su preocupación, algo le molestaba y era evidente.
Al despedirse los acompañó, gran parte del camino de vuelta al pueblo y les
obsequio algunos objetos que guardaba entre sus pocas pertenencias.
Ese fue nuestro último día en el Charco.
Por la noche en vez de salir de pesca, mi padre se dedicó a ordenar en bultos
nuestras pertenencias, que ahora eran más que cuando llegamos. Pregunté qué
pasaba, no obtuve respuesta. La madrasta ayudaba diligentemente y en silencio
en este menester. Antes del amanecer, partimos sin saber por qué. Nuestra huida
continuaba, así lo entendí.
Luego de nuestra pronta partida del
Charco, caminamos toda la mañana junto al mar a paso lento, sin ningún apuro,
tratando de no dejar huellas, esperando que las olas las borre, descansando
varias veces. El sol hacia esfuerzos por dejarse ver a través de un grupo de
nubes que se empeñaban en protegernos. Quedé sorprendido al ver tras unas dunas
varios bultos que contenían parte de nuestras pertenencias, mi padre durante la
noche había traído hasta aquí. Este fue nuestro lugar de descanso para almorzar
y hacer una pequeña siesta.
Mi padre nos dijo que al anochecer
llegaríamos a un lugar más bonito que aquel que nos cobijó los días anteriores.
En ese lugar, dijo, desemboca el río Chicama al mar y está cubierto de
vegetación que cobija muchas aves; además nos describió, que en las aguas
dulces del rio había camarones y algunos peces con sabor distinto. Así mismo el
río sería nuestra despensa de agua para nuestro aseo y alimentación.
Intentaríamos sembrar algo para nuestro consumo y también tendríamos cerca a
Magdalena de Cao, otro pueblo pequeño, donde podríamos intercambiar nuestros
productos.
El mar estaba agitado, enormes olas
reventaban antes de llegar a la orilla y producían un ruido estruendoso. Al
hacer un alto mi padre habló: “El mar, hijos, se muestra a veces agitado,
movido, alterado, furioso, pero no hay que temerle, solamente hay que
respetarlo, respetarlo – repitió - como se debe respetar a la naturaleza en
general. El aire, el agua, las plantas, la arena, los cerros, el viento, los
animales y los humanos, todos somos parte de algo único, de algo maravilloso.
Todos vivimos en un solo lugar, todos ocupamos el mismo espacio, todos nos
necesitamos mutuamente, todos debemos ser tolerantes y debemos respetarnos.
Ante la furia de la naturaleza, debemos aprender a ser cautos, prudentes,
debemos saber cuál es nuestro sitio y dejar que cada uno ocupe su espacio. No
podemos forzar cambios violentos, por el contrario, debemos saber retirarnos
cuando se dé el momento. Hay muchos lugares maravillosos donde se puede vivir y
ser feliz. Este mar que hoy ruge, mañana emitirá dulces melodías. Ya lo verán”.
El sol escondido entre las nubes que
todo el día lo acompañaron, ahora intentaba sumergirse al mar, el día acababa y
recibimos la orden de detenernos, habíamos llegado. Junto a nosotros un
acantilado pequeño se levantaba, lo subimos con cierta dificultad. Desde la
parte superior se podía ver gran parte del hermoso valle, plano y lleno de
verdor, detrás de nosotros un poco distante, se levantaba lo que a primera
vista era solo un cerro, que luego de verlo con detenimiento, supimos que era
una construcción antigua, similar a las que vimos en nuestro paso por Chanchan,
hecha toda de barro: era la Huaca “El Brujo”. Nos apresuramos en desempacar lo más necesario
para armar nuestro campamento, una cena frugal cerró el día y cansados por el
trajín nos quedamos dormidos a la intemperie.
El amanecer fue fastuoso, al frente a
diferencia del día anterior, el mar estaba calmo. Detrás de nosotros, aparecía
el sol entre cerros que tomaban un color dorado con los nacientes rayos. Un
montículo de arena nos protegía del viento. La huaca en medio del desierto se
mostraba majestuosa. Bandadas de aves pasaban sobre cielo despejado, con rumbo
al sur. El río marcaba su curso en medio de abundante vegetación. Mi padre
apareció cargando los bultos que habíamos dejado en medio del camino el día
anterior. La tía Josefa ya había instalado una improvisada cocina en la que
preparaba el desayuno. Mis hermanos aún dormían.
Luego del desayuno mi padre nos pidió
que lo acompañáramos a visitar los alrededores. Trepados sobre una duna
observábamos la huaca. “Hay lugares hijos – comenzó diciendo - que debemos
saber respetar, ser prudentes con nuestras visitas y saber qué es lo que vamos
a buscar. Esta huaca, fue construida hace muchos años por hombres como
nosotros, que llegaron hasta acá y descubrieron posiblemente lo que nosotros
también encontramos a nuestra llegada; buen clima, abundante agua, mucho
alimento. Esto los llevó a trabajar con ahínco y construir este monumento para
muchos fines, que fueron desde ser centro de adoración a sus dioses, hasta ser
tumba de sus líderes. Estos entierros, se dieron en forma fastuosa, con todos
sus adornos y accesorios de uso diario, que generalmente eran de metales
preciosos como oro y plata. Pero la madre naturaleza también se encargó de
sacarlos de acá, posiblemente un aluvión arrasó con el centro poblado y cubrió
de lodo sus sembríos, casas y templos. Hoy solo queda esto, ruinas”.
“Sin embargo- continuó su parlamento -
la codicia conduce a algunos hombres a este lugar y depredan la huaca en busca
de riquezas materiales, sin importarles el daño que hacen y que se hacen ellos
mismos. Llegan armados de herramientas para destapar las tumbas y robar los
objetos que les parecen útiles. En este proceso van depredando muchos objetos
que cuentan nuestra historia, la historia de la humanidad. Son generalmente
hombres malvados de los que hay que tener mucho cuidado. Muchos de ellos mueren
en este proceso ya sea por enfermedades que adquieren al destapar las tumbas y
otras veces en pleitos que tienen entre ellos. Son llamados huaqueros y
considero que no pueden ser nuestros amigos, pero hay que tener mucho cuidado
en no tenerlos de enemigos”. Mi padre quería estar seguro que todos deberíamos
estar alerta sobre los peligros que teníamos cerca.
Mi padre trabajó con esmero en la
construcción de nuestra casa y en pocos días fue tomando forma. Este era nuestro
hogar y fuimos muy felices mientras estuvimos aquí. Encontramos muchos
elementos para jugar: piedrecillas, conchas, restos de embarcaciones
naufragadas o arrojadas al mar que éste varaba en la desembocadura del río. Con
estos materiales construíamos casas, carros, caminos y pasábamos muchas horas
entretenidos dando rienda suelta a nuestra imaginación. En un principio nos
divertía correr tras los “carreteros” una especie familia de los cangrejos que
se enterraban en la arena y aparecían por un sitio distinto. Eran tantos y
tantos sus agujeros que era imposible atraparlos. Ellos nos observaban con sus
diminutos y saltones ojos a la espera de que los persiguiésemos, pero de a
pocos ellos se alejaron de nuestro territorio y nosotros dejamos de molestarlos.
Una mañana encontré a mi padre tratando
de enderezar una barra de metal que había extraído de unos escombros que había
traidor el mar. Lo aporreaba con una piedra y de a pocos fue tomando forma de
una barreta. Me explicó que trataría de acercarse a la huaca y tratar de
conocer a los “huaqueros” de cerca.
-
Es mejor saber quiénes son, antes que ellos traten de averiguar quiénes somos -
me dijo.
Luego de varias visitas logró hacer
amistad con uno de ellos que llegó hasta nuestra casa, donde dejó guardada sus
herramientas. En ocasiones posteriores nos regalaba pequeños objetos que
extraía de la huaca y nosotros lo usábamos como juguetes.
Había noches que eran tan claras,
iluminadas por la luna, que parecían de día; otras en cambio eran tan oscuras
que no veíamos nada, como la que nos tocó el día de nuestra partida de la
ciudad. En una de estas noches tenebrosas sucedió un fenómeno bastante raro,
estábamos sentados en la puerta de nuestra casa, cuando vimos descender
lentamente de lo alto, frente a nosotros en la zona que daba al mar, una luz
brillante de múltiples colores. Cuando llegó a la orilla se detuvo por un
momento, luego siguió avanzando hacia la huaca, tras realizar varios
movimientos sobre ella, de pronto desapareció para volver a aparecer sobre
nosotros a una enorme altura. Vimos que hizo un zigzag y desapareció. A partir
de ahí, fue común ver que en las noches oscuras aparecían estas luces, pero
nunca tan visibles como la primera vez. El amigo huaquero contó que ellos
visitaban la huaca solamente en las noches que había luna, por temor a
encontrarse con estas extrañas apariciones.
Sucedió también en una de esas noches sin
luna, que la tía Josefa dio a luz un bebé. Todo el día estuvo sintiéndose mal,
por lo que el amigo huaquero decidió quedarse a pedido de mi papá, sabiendo que
conocía de partos y parturientas. El trámite fue rápido, nos sacaron del
dormitorio, escuchamos un grito de la tía y ya, ya había nacido el nuevo
habitante. A la mañana siguiente recién lo pudimos ver, no dejamos de sentir
celos cuando nuestro padre nos explicó que era nuestro hermano. La llegada del
nuevo habitante, como solía llamarlo mi padre, cambió nuestra ya establecida
rutina de vida. Estábamos acostumbrados al llanto de Miguelito nuestro hermano
menor, pero lo que traía este bebé superaba todo lo imaginable. Llanto por la
mañana, media mañana, por la tarde, la media tarde, por la noche y toda la
noche también. Pero el tiempo pasaba rápido y rápido nos acostumbramos. Pronto
el bebé dejó la cama y gateando comenzó a jugar. Era un juguete más para
nosotros, muchas veces lo olvidábamos y lo dejábamos lejos de nuestra morada.
Cuando su mamá, nuestra madrasta preguntaba por él, corríamos a buscarlo si es
que él primero no nos hacia recordar con llanto que lo habíamos olvidado.
Mi padre se dedicaba a la pesca y tal
como había planeado en un principio, tenía una pequeña huerta junto al río. La tía
Josefa, que era como comenzamos a llamar a nuestra madrasta, comercializaba en Magdalena
de Cao, el fruto que se obtenía del trabajo conjunto, donde nosotros no éramos
extraños. Una tarde al regresar del pueblo, nos explicó que deberíamos asistir
a la escuela. Mi hermano mayor mostró alegría, mientras que yo un poco de
temor. El frío se hacía cada vez más intenso, el clima estaba cambiando y de
pronto me vi por primera vez en la escuela. Caminábamos por más de una hora, a
paso ligero cuando no teníamos algún bulto de la tía para llevar al pueblo. El
retorno era diferente, lo hacíamos jugando, sin apuros. Nos habíamos
acostumbrado a vivir libres, sin límites, sin barreras, sin horarios. Los días
que no íbamos a la escuela, mi padre nos enseñaba a navegar sobre los
caballitos de totora y a usar los aparejos de pesca; a entrenarnos para la
vida, decía él.
Sin embargo, la naturaleza que nos
cobijó con cariño, también nos tenía guardada una ingrata sorpresa. Un día mi
padre se refirió al hecho que pronto tendríamos que partir de la zona del
brujo. Nada es eterno y nada dura para siempre fueron sus palabras. Sucedió una
noche fría, extremada fría tal vez, llovió como nunca había llovido jamás. Era
una tormenta con rayos y truenos, muy anómala para una zona que mi padre
conocía muy bien. Estaba sorprendido e intuía que algo sucedería. Luego de la
tormenta desaparecieron los peces y por más esfuerzo que hiciera no lograba
pescar nada. Preocupado por el suceso, luego de varios días de infructuosas
labores y previendo que esto traería consecuencias desagradables en nuestro
sustento, nos habló sobre una posible partida del lugar.
Nos llevamos una gran sorpresa una
mañana de esas, donde un mar embravecido arrojaba a la orilla miles y miles de
toneladas de peces de todas las especies, pero predominantemente una a la que
mi padre llamaba pescadilla. Durante todo el día sucedió el fenómeno que no tenía
explicación alguna. Muchos de los espacios que usábamos para jugar se vieron invadidos
por peces que aleteando morían con la boca abierta. La tía Josefa escogió los
mejores y los preparó con mucho afán y esmero. Sin embargo, era tanta la
abundancia que se formaron cerros de peces en la orilla de varios kilómetros de
largo. Al día siguiente llegaron hasta playa una bandada de cóndores y otras
aves, que sacaron provecho de los peces arrojados en la arena.
-
La abundancia trae escasez - sabiamente mi padre sentenció.
Al segundo día, el olor fétido de los
peces muertos atrajo perros y otros animales carroñeros a la zona, haciendo
peligrar nuestra seguridad física y alterando irremediablemente nuestra
tranquilidad. Era imposible seguir viviendo en esas condiciones, no quedó más
remedio que partir y lo hicimos apresuradamente y esta vez para siempre. Atrás
quedaban un año con nueve meses y veinticinco días de la huida, mi padre los
había contado. La persecución política había cesado, se habían firmado acuerdos
vergonzosos y mi padre lamentaba que todo esfuerzo fue en vano, todo volvía a
la normalidad, a la normalidad llena de ignominia, gracias a la mentecatez,
cobardía y corrupción de líderes y gobernantes de turno. Volvimos a la ciudad, sí, pero volvimos
llenos de ricas e inolvidables experiencias. Así es la vida pues.
Comentarios