La huida

Tras una huida forzada en plena noche, una familia encabezada por un padre perseguido por motivos políticos atraviesa un paisaje hostil, entre playas desiertas, humedales y desiertos costeros. Con pasos medidos, en silencio y sin mirar atrás, los protagonistas —tres hermanos, su madrastra y el padre— emprenden un viaje de supervivencia y aprendizaje en medio de la naturaleza agreste, refugiándose entre totorales, lagunas y campamentos improvisados.

A lo largo de casi dos años de exilio, el narrador (un niño) va descubriendo el mundo, los miedos y las esperanzas de su familia, mientras la cotidianidad se entrelaza con lo extraordinario: encuentros con huaqueros, luces inexplicables en el cielo, tormentas inusuales y abundancias que anuncian el fin. La llegada de un nuevo hermano, los juegos con los animales del entorno y la vida sin calendarios van dejando una marca indeleble en todos.

Pero la naturaleza, que alguna vez los acogió como un paraíso, también les muestra su lado más feroz, obligándolos a partir una vez más. La persecución ha cesado, pero la huida no fue en vano: los recuerdos de libertad, lucha y resistencia se convierten en el verdadero legado de esta travesía.



La huida

Pablo Rodríguez Prieto

Desde que salimos de la ciudad por la avenida Mansiche, ya habíamos caminado varias horas. Mi padre cargaba a Miguelito, el menor de mis hermanos, que iba dormido, y, además, llevaba un bulto grande en la espalda. Rigoberto, mi hermano mayor, no perdía el paso y se mantenía junto a mi padre sin decir nada; sobre su cabeza llevaba un bulto voluminoso, aunque de escaso peso. La madrastra caminaba con dificultad: se había doblado un pie al saltar un canal de regadío que tuvimos que sortear en nuestro apresurado andar. Sobre mi espalda habían amarrado un pequeño bulto, y en una mano llevaba una olla llena de trastes y utensilios de cocina.

El cañaveral que atravesábamos era alto y estaba floreando, señal de que ya estaba listo para la zafra. Esto era terrible para nosotros, pues al contacto, las plantas nos bañaban con un polen que nos producía un escozor insoportable. A pesar de su dolor, era la madrastra quien nos alentaba a no detenernos. Me cogía de la mano y me llevaba casi a rastras al verme llorar por el cansancio y la picazón que sentía en todo el cuerpo.

El anuncio de que nos detendríamos en la primera acequia me dio fuerzas para soportar un poco más el sufrimiento. Atrás quedaban la ciudad y los terribles hechos que estaban ocurriendo. No los entendía del todo, pero mi padre dijo que era necesario alejarnos lo más posible para salvar nuestras vidas. Recordé el camión de mi padre, elegante, aunque muchas veces sucio, que en la parte superior lucía orgulloso nuestros nombres. También lamenté cuando, ingenuamente, tratamos de impedir que unos hombres uniformados se lo llevaran del frontis de nuestra casa. A mi mente llegó el bombardeo de los aviones al pasar muy cerca de nosotros, los incendios que se produjeron y el llanto de niños y mujeres que, despavoridos, huían del lugar. Luego, vehículos militares abrían paso a camiones repletos de hombres que gritaban por su libertad.

A mi padre llegaron a buscarlo varias veces hombres desconocidos, con fusiles al hombro. Estando solos, no sabíamos qué estaba ocurriendo. La madrastra salía a conversar con ellos, y el trato que le daban era agresivo, despectivo, lleno de insultos. Ella, con su acostumbrada paciencia, sonreía ante la agresión y procuraba ser amable. Mi padre estaba "no habido" y lo buscaban con una lista. Perseguido como se encontraba, aparecía a veces muy avanzada la noche y volvía a desaparecer en pocos minutos. La noche anterior, antes de partir, había estado con la madrastra, y juntos decidieron esta huida.

Salimos pasada la medianoche, cargando sobre nuestros hombros bultos con lo más indispensable. La ciudad estaba bajo toque de queda; nadie debía salir de su casa bajo orden de arresto, lo que hacía aún más peligroso nuestro escape. En cada esquina mi padre avanzaba solo, y, al no ver mayor peligro, nos hacía una señal para continuar. En la avenida España, a la altura del jirón San Martín, pasó raudamente un camión militar, por lo que tuvimos que tirarnos al suelo para no ser vistos. La semi penumbra producida por la luz mortecina del débil alumbrado público jugó a nuestro favor. Avanzamos con sobresaltos, pero sin mayores inconvenientes, hasta salir de la ciudad hacia la hacienda El Cortijo, donde la madrastra se dobló el pie.

Allí estábamos, en medio de una noche oscura, caminando casi a tientas. No podíamos avanzar por el camino, pues corríamos el riesgo de ser descubiertos. Mi padre maldijo el hecho de que no hubiera ni una sola estrella para guiarse. La noche era oscura como pocas veces, oscura como nuestro futuro en esta alocada marcha. Andábamos perdidos, creía yo, dando vueltas en el mismo paraje. Nuestra intención era llegar a Chan Chan, de allí dirigirnos a Huanchaco y luego, quién sabe, más allá.

Después de caminar tanto, las fuerzas nos abandonaban. El sueño nos agobiaba y el peso de nuestros bultos era cada vez más difícil de sobrellevar. El cañaveral que nos había bañado con sus flores urticantes por fin desapareció. Sentados entre el arenal y las últimas plantas, desnudos, tratábamos de aliviar la molestia causada por la flor de caña. Mi padre rascaba la espalda de Miguelito, que desesperado lloraba y se retorcía. Rigoberto había tirado el bulto que llevaba lejos de él y sacudía su desordenada cabellera. La madrastra cambiaba el trapo hecho jirones que envolvía su pie dislocado e hinchado; una lágrima vi correr por su mejilla, pero no se lamentó ni se quejó. Al verme parado junto a ella, me atrajo a su pecho, acarició mi espalda y sacudió mis cabellos. Reclinado como estaba, sentí el tamaño de su vientre: grande, abultado, gigante. No pude evitar acariciarla, y ella, llena de una felicidad inesperada, sonrió. Recordé a mi madre. La extrañé una vez más. Ya no estaba con nosotros. Abracé aún más fuerte a esta mujer que maternalmente me llenaba de cariño.

—Vamos, nos gana la hora. Debemos avanzar antes de que amanezca —escuché decir a mi padre.

Era lo que menos deseaba oír en ese momento, pero continuamos nuestra vagarosa marcha.

Avanzar en el desierto que teníamos delante fue al principio agradable. La arena suave y tibia era un deleite para nuestros cansados pies. No había plantas que chocaran con nuestros rostros y, a pesar de la oscuridad, podíamos ver algunos pasos delante de nosotros. Sin embargo, al cabo de unos minutos, el cansancio pudo más: sentía que mis pies se enterraban en la arena, dificultándome avanzar. Caminamos en silencio, acompañados por el llanto de mi hermano menor, quien, vencido por el cansancio, se quedó dormido en los brazos de mi padre.

De pronto vimos aparecer una luz muy brillante que se movía a lo lejos. Mi padre ordenó que nos detuviéramos y nos quedáramos sentados. Al principio pensó que era un vehículo, pero luego, al observar mejor aquella luz, notó que se desplazaba de una forma bastante rara: se levantaba del suelo para luego volver al mismo sitio. Más sorprendente aún fue ver cómo la luz cambiaba de color e intensidad. Finalmente, dijo que no estaba en el camino, sino más bien junto al mar. Así como apareció, también desapareció, dejándonos un hálito de misterio.

Avanzábamos lentamente, como contando nuestros pasos. La oscuridad era muy intensa, la visibilidad escasa, por lo que no nos preocupábamos por mirar hacia adelante. De pronto, de la nada, surgió una muralla, una enorme pared de adobes. El encuentro llenó de felicidad a mi padre, pues indicaba que íbamos por buen camino. Él conocía el lugar y rápidamente ordenó que camináramos hacia la izquierda.

—¡Ya estamos cerca! —dijo con emoción, instándonos a renovar nuestras fuerzas y perseverar en nuestro propósito—. ¡Ya estamos cerca! —repitió.

Caminábamos con más facilidad, ya que nuestros pies no se hundían en la arena. Sin embargo, ahora éramos lastimados por restos de cerámica rota dispersos por todo el lugar. Mi padre nos dijo que estábamos en Chan Chan, caminando sobre lo que en algún momento fue una ciudad antigua, ahora abandonada y saqueada por buscadores de fortuna. Llegamos al final de la gran pared y, al rodearla, nos encontramos con pequeños montículos de barro de diversas formas, unas más grandes que otras, pero todas alineadas ordenadamente. Un ligero resplandor iluminaba el recinto; no distinguíamos de dónde brotaba la luz, pero nos permitía ver a regular distancia. Me llamó la atención la forma del terreno, lleno de agujeros. Parecía haber sido bombardeado.

—Es el trabajo de los huaqueros —escuché decir.

Una larga avenida mostraba restos de paredes anchas, a medio derruir. Al fondo encontramos una explanada llana, lisa y limpia, rodeada de pequeñas hornacinas. Me hubiera gustado quedarme a descansar allí, pero mi padre nos apuró.

—No podemos quedarnos aquí, nos puede hacer daño si nos quedáramos dormidos —nos dijo papá, ordenándonos continuar.

No pude entender muy bien aquellas palabras, y avanzamos en silencio, casi corriendo de vuelta a la oscuridad.

El terreno estaba cubierto de guijarros cortantes por donde se viera, tan perfectamente esparcidos que daba la impresión de ser una mesa gigantesca. Por eso, mi padre decidió que era mejor caminar por la playa junto al mar, aunque esto significara invertir más tiempo. Hicimos un alto al llegar a las primeras olas, que nos recibieron de manera apacible. El mar estaba calmo, y la noche era iluminada por una media luna que había aparecido a esas horas, esforzándose por sobresalir entre las nubes que discretamente la cruzaban.

Con las manos, mi padre escarbó un agujero en la arena, permitiendo que se llenara con agua. Luego dejó a Miguelito sentado junto a los bultos, que habíamos colocado a cierta distancia para evitar que se mojaran. Mi hermano lloraba con fuerza, por lo que papá tuvo que apurar la tarea y regresar por él. Cuando volvió, la madrastra, Rigoberto y yo ya habíamos remojado nuestras cabezas y teníamos los pies metidos en el hoyo hecho por papá. Era una delicia sentir el refrescante y helado líquido en nuestros maltratados cuerpos, a pesar del frío que hacía en esa avanzada hora de la noche. Hubiera querido quedarme, pero el sueño nos doblegaba. La orden de papá fue que debíamos continuar hasta Huanchaco.

—¡Ya falta poco! —dijo risueño mientras cargaba a Miguel en brazos y aseguraba el bulto amarrado en su espalda.

Unas plantas que emergían de unas pozas llamaron mi atención. Papá sugirió que no nos acercáramos, pues era peligroso. Explicó que eran sembríos de totora, plantas que los pobladores de la aldea cercana usaban para elaborar embarcaciones de pesca. De las pozas manaba agua dulce, por lo que las plantas se desarrollaban hermosas. Sin embargo, muchas alimañas y animales acudían por las noches a beber, lo que lo hacía un lugar arriesgado.

Ya cerca del pueblo de Huanchaco, mi padre decidió hacer un alto en nuestra apresurada caminata. El día comenzaba a clarear, nuestras fuerzas estaban agotadas, el frío calaba nuestros cuerpos semidesnudos, nuestros estómagos pedían a gritos algo que digerir, y nuestras gargantas resecas apenas podían emitir sonidos comprensibles. Cerca había un totoral, junto a una loma de arena que debía protegernos de la brisa fría del mar y, más tarde, del sol que amenazaba con ser más intenso de lo deseado. Nos refugiamos a una prudente distancia, por recomendación de nuestro guía, en estos menesteres que todos ignorábamos.

—Las totoras crecen en sitios húmedos, en pozas acuíferas que brotan del suelo, pero que, además de alimentar a las plantas, también sirven de cobijo para alimañas y pequeñas serpientes —nos había dicho mi padre mientras acomodaba los bultos.

La madrastra instaló, en un abrir y cerrar de ojos, una pequeña cocina. Con ramas y hojas secas encendió un fogón sobre el que puso una olla con agua que mi padre recogió de la poza. Entre las muchas cosas que cargamos durante la noche, traíamos pocillos y platos de fierro enlozado, cucharas y algunos trozos de pan que nos repartieron apenas el agua comenzó a hervir. Masticábamos el pan seco cuando nos alcanzaron un pocillo repleto de chufla, una mazamorra de harina de maíz con un poco de azúcar.

El desierto era amplio; a la distancia se veían muchos cerros, entre los cuales los primeros rayos del sol comenzaban a brillar. Uno, separado de los demás, tenía la forma de una enorme campana. Había muchas pozas, aisladas unas de otras, rodeadas de terreno cubierto en partes por arena fina y en otras por cascajo y pequeñas piedras filudas, quebradas quién sabe por qué mano misteriosa, esparcidas de forma homogénea. El lugar era una pampa desértica, y el viento fresco del mar soplaba con persistencia.

Qué bien recibieron nuestros cuerpos el desayuno caliente; qué agradable resultaba ese merecido descanso tras la marcha de toda la noche. Tras la huida, no podíamos caminar durante el día. Podíamos ser detectados, y lo que menos quería mi padre era que alguien nos viera, que alguien dijera que por allí pasamos, o que se supiera de nosotros. Deberíamos ser invisibles: nuestras vidas estaban en juego. Nos perseguía un ejército completo, nos perseguían los odios y las revanchas políticas contra las ideas de mi padre.

Luego de merodear por el lugar, mirar a todos lados y convencerse de que estábamos seguros, mi padre se acomodó cerca de nosotros y, casi instantáneamente, se quedó profundamente dormido. Todos hicimos lo mismo. Cada uno soñó esa mañana a su manera: con la huida, la incertidumbre o la libertad. Cuando desperté, vi a Rigoberto, mi hermano mayor, y a Miguelito, el menor, dormidos profundamente. La madrastra apareció de entre el totoral. Pregunté por mi padre mientras un agradable olor a guiso llegaba a mi olfato. Ella se acercó con una pequeña fuente de agua para que me aseara y me dijo que pronto volvería. Después de saciar mi apetito, me acosté nuevamente. Desperté con la caricia de mi padre sobre mis hirsutos cabellos.

Descansamos todo el día, escondidos entre las plantas de totora, alimentándonos con lo poco que trajimos en nuestra apresurada huida y bebiendo el agua de las pozas, donde crecían las plantas que nos cobijaban. Habíamos recuperado fuerzas. Todos estábamos de mejor ánimo. Al atardecer, mi padre nos pidió que siguiéramos en el mismo sitio y que nos cuidáramos de no ser vistos. Él se iría a visitar Huanchaco, la caleta cercana, donde —luego me enteraría— vivía su madre: mi abuela.

Mi padre había nacido en esa caleta y pasó allí su infancia y gran parte de su juventud, corriendo por la playa y desafiando el mar. Montado sobre un caballito de totora, como ancestralmente lo hacían los huanchaqueros, aprendió a nadar, correr olas y pescar. Realizaba arduas jornadas con mucho ahínco, compitiendo por destacarse como el mejor pescador y el más veloz nadador.

Se alejó de nosotros sigilosamente, y antes de desaparecer, cubrió el rincón donde nos ocultábamos con hojas y ramas secas. Miguelito lloraba sin explicación. La señora Josefa, nuestra madrastra, intentaba calmarlo con cariño, pero el pequeño no entendía razones y seguía llorando. Rigoberto, al ver que mi padre se alejaba, se escabulló entre las plantas y logró salir del escondite. Con señas me llamó para que lo siguiera. Al ver que podía salir sin ser visto, lo seguí. Pero al dar solo unos pasos, escuchamos el ruido de varios vehículos en la distancia. Logré reunirme con mi hermano justo cuando nuestro padre, por la espalda, nos cogió haciendo señas para ocultarnos.

Con paciencia y mucha tolerancia, nos explicó que lo que hacíamos era peligroso. Hablaba pausado, y en su rostro se percibía un color amarillento que antes no había visto. Nos conminó a obedecer, al menos en esos momentos, y nos rogó hacerlo. Volvió a explicar que nuestras vidas estaban en peligro. Nos miramos con asombro y preocupación, sin poder entender del todo la situación.

Un traqueteo lejano me recordó lo que escuchamos la noche anterior en la ciudad. Gritos desgarradores llegaron a nosotros, traídos por el viento desde la distancia. Los traqueteos se repetían, intercalados con los gritos. Mi padre nos abrazó fuerte y lloró. Lágrimas cristalinas rodaron por sus mejillas. Mantuvo levantado el rostro y dejó que su dolor fluyera sin soltarnos.

Así estuvimos un buen rato. No sabría decir cuánto. Cuando escuchamos que los camiones se alejaban y los gritos cesaron, nos soltó.

—Tenemos el viento a nuestro favor —dijo mi padre—. Podemos escuchar lo que ellos hacen sin que ellos nos detecten.

Nos pidió que regresáramos al escondite y se despidió con una palmada en el hombro de cada uno.

Al llegar donde la señora Josefa, esta había vendado su abotagado pie lesionado sobre un emplasto de barro que cubría gran parte de la pierna. Mantenía a Miguelito sobre sus faldas, y este mordisqueaba un pan duro. Nos sentamos cerca de ella y pude ver, sobre su rostro, también una lágrima. Pregunté inocentemente si le dolía el pie; con un movimiento de cabeza lo negó, secó sus ojos y nos acercó una bolsa que contenía panes como el que tenía nuestro hermano menor. Rigoberto cogió uno y se recostó para mordisquearlo. Yo no lo acepté. Sentí pena por las lágrimas de mi padre y por las que la señora Josefa también derramaba en silencio.

Hacía frío. La bruma marina y una brisa húmeda invadían el lugar, lo que obligó a que nos juntáramos aún más. Rigoberto pronto se quedó dormido, mientras Miguelito, con mejor ánimo, jugaba saltando sobre nuestros bultos tirados en el suelo. Yo trataba de conversar con la señora Josefa, que se mantenía quieta, petrificada, mirando su pie. Solo obtenía respuestas evasivas que terminaron por desanimarme a seguir preguntando sobre lo que no lograba entender de nuestra huida.

Le comenté sobre los gritos desgarradores y el traqueteo que habíamos escuchado; ella solo movió la cabeza afirmativamente, y de sus ojos volvieron a rodar lágrimas. Entendí que el peligro era inminente, rondaba sobre nuestras cabezas, se percibía en el ambiente... y me estremecí de miedo.

Me paré y logré ver más allá de los humedales que nos cobijaban. El extenso desierto se perdía en medio de la neblina reinante, y frente a nosotros el mar, calmo, sereno.

Comenzaba a oscurecer cuando mi padre hizo su aparición sorpresivamente; ninguno lo había escuchado, caminaba sigiloso. Vi en su rostro el mismo miedo que mostró cuando, por la tarde, se despidió. De inmediato comenzó a organizar el reinicio de nuestro viaje. Se sorprendió al ver la pierna de la señora Josefa, soltó el bulto que estaba por levantar y se arrodilló para examinarla. Luego de un breve intercambio de palabras, retiraron el barro ya seco mientras ajustaban la venda.

Comenzamos a caminar lentamente. Los bultos habían sido distribuidos de manera distinta, y mi padre llevaba, al parecer, menos peso que la noche anterior. Los alimentos que consumimos durante el día, él los había cargado la noche anterior. Trepamos una colina escarpada y logramos llegar a una gran explanada que se encontraba sobre el pequeño poblado, el cual comenzaba a desaparecer entre la noche. Algunos aislados mecheros indicaban la presencia de personas en medio de la bahía, que ahora se podía apreciar en toda su magnitud, iluminada por los últimos rayos de sol que se perdían en el océano.

Mi padre, dejando en el suelo el bulto que llevaba, nos pidió que nos detuviéramos mientras se alejaba. Al rato volvió con otro bulto que, sin ser muy grande, evidenciaba mucho peso. Mientras avanzábamos, nos dijo que había conseguido un poco de sal y azúcar para nuestro consumo, además de anzuelos y una pequeña red que nos serviría para proveernos de alimento del mar.

Caminábamos lentamente cerca del borde de un acantilado que, sin poder verlo, se sentía por el estruendo de las olas rompiendo contra las paredes rocosas. La oscuridad nos envolvió por completo; la noche era tan densa como la anterior. Al poco tiempo, nuestro camino comenzó a descender hasta llegar a la orilla, donde nuevamente encontramos pozas de totora. Nos detuvimos en un espacio que mi padre consideró seguro e instalamos un improvisado campamento para pasar la noche.

A partir de aquí ya no teníamos prisa alguna. Éramos libres, si así podía considerarse, en medio de nuestra incertidumbre. Mensurábamos nuestros pasos a nuestra voluntad. Después de varios días de lenta caminata, tras nuestra violenta y apresurada huida de la ciudad, atravesando varios pequeños humedales, llegamos a un hermoso lugar lleno de vegetación, con una extensa laguna en la que revoloteaban miles de aves.

Mi padre nos dijo que a ese lugar lo llamaban “El Charco” y señaló que sería nuestra estancia por algunos días. Llegamos al promediar el mediodía. El cielo estaba ligeramente nublado, el clima era agradable, no sentíamos ni frío ni calor. Buscó el sitio más seguro, al pie de unos arbustos que nos daban sombra, al que llegaba una fresca brisa marina y un agradable olor a hierbas. Allí dejamos nuestros bultos.

Anonadados, mirábamos lo que nos rodeaba. Nuestros ojos se deleitaban con las aves que no temían nuestra presencia. Mi hermano mayor, con la indiferencia que lo caracterizaba, se alejó del grupo para observar quién sabe qué, dejando la tarea de instalarnos a la señora Josefa. Mi padre de inmediato comenzó a explorar el sector. Lo vi trepar algunas ramas, oteando los alrededores, asegurándose de que no hubiera presencia humana cercana. Miguelito, entretenido, mordisqueaba una caña que mi padre le había dado, extrayendo con sus pequeños dientes el dulce sabor de la planta.

En el trayecto ya nos habíamos acostumbrado a pernoctar a la intemperie, por lo que causó curiosidad ver que mi padre se esforzara en cargar ramas, troncos y hojas, que en pocas horas convirtió en nuestra casa. Me pareció increíble ver cómo una mesa y algunas camas se habían improvisado tan rápidamente.

Por donde viéramos había abundante vida. Aquello era el paraíso: clima benigno, agua abundante, aves, insectos, peces, pequeños mamíferos, roedores, plantas y más plantas. Llamaba la atención la abundancia de nidos repletos de huevos. Esto nos garantizaba alimento. Pero, ojo —mucho ojo—, nos dijeron: había que aprender a diferenciar los que eran comestibles.

Lo primero que nos enseñó papá fue que en esos nidos había patos y gallaretas. Se parecían, pero no eran iguales, y sus huevos se confundían aún más. Las gallaretas solían dejar sus huevos en los nidos de los patos para que estos los empollaran, y era curioso ver luego a las patas salir de sus nidos con una mezcla de crías. Las crías de los patos eran generalmente amarillas o negras, mientras que las de las gallaretas tenían el plumaje salpicado de grises que se confundían con las ramas secas y las sombras. Los huevos de los patos tenían un sabor muy agradable; en cambio, los de las gallaretas sabían terriblemente mal.

El mar estaba a pocos metros de la laguna, por lo que el aire traía hasta nosotros no solo la brisa marina, sino también el delicado sonido de las olas acariciando suavemente la orilla. Aprendimos a caminar sigilosamente por el lugar para no alterar el hábitat de nuestras compañeras circunstanciales. Nuestras visitas al mar eran para desatar nuestras habilidades en competencias que nuestro padre promovía.

—Nadie gana, nadie pierde. Todos corren, todos nadan —nos alentaba.

Los días pasaban velozmente. Mi padre, por las noches o antes del amanecer, salía a pescar. En el desayuno, almuerzo y cena se servían los mejores pescados, sabrosos a pesar de que la madrastra se lamentaba de no tener los condimentos adecuados.

Una parte de la pesca era llevada por la tía Josefa a un pueblo cercano llamado Santiago de Cao, donde solía intercambiarla por otros productos. La veíamos regresar cargada de verduras, sal, aceite o azúcar. Los pescados que no podía cargar para intercambiar, con una paciencia de ángel los partía por la mitad, les esparcía sal y luego los exponía al sol. Cuando reunía una buena cantidad de pescado seco, nos pedía ayuda y lo trasladábamos al pueblo. Allí lo dejábamos en casa de una familia cuya amistad y confianza ella había ganado. Ese viaje nos demandaba un par de horas de bastante esfuerzo y varios descansos, pero regresábamos con cosas usadas que para nosotros eran una novedad.

Uno de esos días, al regresar del pueblo los tres hermanos y la tía Josefa, volvimos con “ropa nueva”. Sin embargo, a mi padre no le agradaba esa relación amical.

—Puede traernos problemas —dijo, al vernos casi irreconocibles.

Una mañana despertamos alertados por el aleteo de aves sobre el techo de nuestra vivienda. Nos llamó bastante la atención que las garzas y patillos, que siempre estaban en la laguna, esta vez se alejaran del agua y buscaran refugio en las partes altas. Los patos, con sus crías que hacía pocos días habían salido de los nidos, se mantuvieron a prudente distancia, y el camino hacia el pueblo fue invadido por cientos de madres que alejaban a sus crías de los totorales.

—Algo distinto y muy hermoso ocurrirá —sentenció mi padre.

Y así fue. Hacia el mediodía comenzaron a llegar bandadas de aves distintas a las que ya conocíamos. Primero fueron tal vez cientos; al atardecer, eran miles de plumíferos que cubrían todos los espacios disponibles. La bulla era ensordecedora: cada una de las aves luchaba por encontrar un lugar para pasar la noche, luego de darse un refrescante chapuzón en las aguas frescas de nuestra laguna. Así comenzábamos a sentir ese espacio como nuestro.

Durante algunos días convivimos con esas extrañas visitantes. No sabría decir cuántos. Luego, comenzó el éxodo. Tal como llegaron, se fueron: en grupos, en bandadas, dejando el lugar en silencio. Todo volvió a la normalidad. Los patos regresaron a acomodar sus nidos, las garzas bajaron de los árboles y nuestro techo fue liberado, aunque quedó cubierto de pestilentes residuos.

A la entrada del pueblo había huertas protegidas por muros de adobe del tamaño de un niño. Estaban construidos para proteger los sembríos de burros y cerdos que vagaban libremente por la zona. La tía encontró en el camino unas plantas de higo que consideró una bendición del cielo. Pidió permiso para recoger sus hojas, que guardó en una de sus bolsas, y desde entonces nos recomendaba no olvidarlas. Al llegar a casa, las hojas eran hervidas y en ellas se agregaba maíz molido, convirtiéndose en una deliciosa mazamorra. Sin necesidad de azúcar, era el manjar más delicioso que habíamos probado.

Con los frutos, que eran abundantes, mi padre preparaba un postre que, personalmente, no me gustaba por su color, olor y sabor. Sin embargo, había que comerlo, pues —según él— era muy nutritivo.

Un buen día llegaron hasta nuestra humilde morada los amigos de la tía, que querían conocer a nuestro padre, el pescador, como lo llamaban. Él se encontraba arreglando sus redes para la próxima faena. Se mostró muy cortés y alegre con la visita, les brindó toda clase de atenciones dentro de nuestras limitaciones. Pero noté que algo lo incomodaba. Era evidente su preocupación. Al despedirse, los acompañó gran parte del camino de vuelta al pueblo y les obsequió algunos objetos que guardaba entre sus pocas pertenencias.

Ese fue nuestro último día en El Charco. Por la noche, en vez de salir a pescar, mi padre se dedicó a organizar nuestras pertenencias en bultos —que ahora eran más que cuando llegamos—. Pregunté qué pasaba, pero no obtuve respuesta. La madrastra ayudaba diligente y silenciosamente en esta tarea. Antes del amanecer, partimos sin saber por qué. Nuestra huida continuaba; así lo entendí.

Tras dejar El Charco, caminamos toda la mañana junto al mar, a paso lento, sin apuro, tratando de no dejar huellas, confiando en que las olas las borraran. Descansamos varias veces. El sol hacía esfuerzos por dejarse ver a través de un grupo de nubes que se empeñaban en protegernos. Me sorprendí al ver, tras unas dunas, varios bultos que contenían parte de nuestras cosas. Mi padre, durante la noche, los había traído hasta aquí. Este fue nuestro lugar de descanso para almorzar y tomar una pequeña siesta.

Mi padre nos dijo que al anochecer llegaríamos a un lugar más bonito que aquel que nos había cobijado días atrás. En ese sitio, explicó, el río Chicama desemboca en el mar. Está cubierto de vegetación y abundan las aves. También nos habló de los camarones y peces de sabor distinto que habitan las aguas dulces del río, que además sería nuestra fuente de agua para el aseo y la alimentación. Intentaríamos sembrar algo para nuestro consumo, y tendríamos cerca el pueblo de Magdalena de Cao, donde podríamos intercambiar nuestros productos.

El mar estaba agitado. Enormes olas rompían antes de llegar a la orilla y producían un ruido estruendoso. Durante una pausa, mi padre nos habló:

—El mar, hijos, se muestra a veces agitado, movido, alterado, furioso. Pero no hay que temerle, solo hay que respetarlo —repitió—. Como se debe respetar a la naturaleza en general. El aire, el agua, las plantas, la arena, los cerros, el viento, los animales y los humanos: todos somos parte de algo único, de algo maravilloso. Todos vivimos en un solo lugar, todos ocupamos el mismo espacio, todos nos necesitamos mutuamente. Todos debemos ser tolerantes y respetarnos. Ante la furia de la naturaleza, debemos ser cautos, prudentes. Debemos saber cuál es nuestro sitio y dejar que cada uno ocupe su lugar. No podemos forzar cambios violentos. Por el contrario, debemos saber retirarnos cuando llegue el momento. Hay muchos lugares maravillosos donde se puede vivir y ser feliz. Este mar que hoy ruge mañana emitirá dulces melodías. Ya lo verán.

El sol, escondido entre las nubes que lo acompañaron todo el día, intentaba ahora sumergirse en el mar. El día acababa. Recibimos la orden de detenernos. Habíamos llegado.

Junto a nosotros, un acantilado pequeño se levantaba. Lo subimos con cierta dificultad. Desde la cima se podía ver gran parte del hermoso valle, plano y lleno de verdor. Detrás de nosotros, a cierta distancia, se alzaba lo que a primera vista parecía solo un cerro, pero al observarlo con detenimiento comprendimos que era una construcción antigua, similar a las que vimos en nuestro paso por Chan Chan: era la huaca “El Brujo”.

Nos apresuramos en desempacar lo más necesario para armar el campamento. Una cena frugal cerró el día y, cansados por el trajín, nos quedamos dormidos a la intemperie.

El amanecer fue fastuoso. A diferencia del día anterior, el mar estaba calmo. Detrás de nosotros, el sol aparecía entre cerros que tomaban un color dorado bajo sus primeros rayos. Un montículo de arena nos protegía del viento. La huaca, en medio del desierto, se mostraba majestuosa. Bandadas de aves pasaban sobre el cielo despejado, rumbo al sur. El río marcaba su curso entre abundante vegetación.

Mi padre apareció cargando los bultos que habíamos dejado en el camino el día anterior. La tía Josefa ya había instalado una improvisada cocina en la que preparaba el desayuno. Mis hermanos aún dormían.

Después de desayunar, mi padre nos pidió que lo acompañáramos a explorar los alrededores. Trepados sobre una duna observábamos la huaca.

—Hay lugares, hijos —comenzó— que debemos saber respetar. Ser prudentes con nuestras visitas y saber qué vamos a buscar. Esta huaca fue construida hace muchos años por hombres como nosotros, que posiblemente encontraron aquí lo mismo que nosotros al llegar: buen clima, abundante agua, mucho alimento. Eso los llevó a trabajar con ahínco y construir este monumento, que sirvió para muchos fines: desde ser centro de adoración hasta ser tumba de sus líderes. Los entierros eran fastuosos, con todos sus adornos y accesorios de uso diario, muchas veces de oro y plata. Pero la madre naturaleza también se encargó de sacarlos de aquí. Un aluvión, tal vez, arrasó con el centro poblado y cubrió de lodo sus sembríos, casas y templos. Hoy solo quedan ruinas.

—Sin embargo —continuó—, la codicia conduce a algunos hombres hasta este lugar. Depredan la huaca en busca de riquezas, sin importar el daño que causan, ni el que se hacen a sí mismos. Vienen con herramientas a destapar tumbas y robar objetos. En el proceso destruyen piezas que cuentan nuestra historia, la historia de la humanidad. Son llamados “huaqueros”. No pueden ser nuestros amigos, pero debemos tener mucho cuidado de no hacerlos nuestros enemigos.

Mi padre quería asegurarse de que todos estuviéramos alertas ante los peligros que nos rodeaban.

Trabajó con esmero en la construcción de nuestra casa y en pocos días tomó forma. Ese fue nuestro hogar, y fuimos muy felices mientras estuvimos allí. Encontramos muchos elementos para jugar: piedrecillas, conchas, restos de embarcaciones naufragadas o arrastradas por el mar. Con esos materiales construíamos casas, carros, caminos, y pasábamos horas dando rienda suelta a la imaginación.

Al principio nos divertía correr tras los “carreteros”, una especie emparentada con los cangrejos, que se enterraban en la arena y aparecían por otro sitio. Eran tantos sus agujeros que era imposible atraparlos. Nos observaban con sus diminutos ojos saltones, a la espera de que los persiguiéramos. Pero con el tiempo, ellos se alejaron y nosotros dejamos de molestarlos.

Una mañana encontré a mi padre tratando de enderezar una barra de metal que había rescatado de unos escombros arrastrados por el mar. La golpeaba con una piedra hasta convertirla en una barreta. Me explicó que intentaría acercarse a la huaca y conocer a los huaqueros de cerca.

—Es mejor saber quiénes son antes de que ellos averigüen quiénes somos nosotros —me dijo.

Tras varias visitas, logró hacerse amigo de uno de ellos, que llegó hasta nuestra casa y dejó allí sus herramientas. En ocasiones, nos regalaba pequeños objetos extraídos de la huaca, que usábamos como juguetes.

Había noches tan claras, iluminadas por la luna, que parecían de día. Otras, en cambio, eran tan oscuras que no veíamos nada, como aquella en que partimos de la ciudad. En una de esas noches tenebrosas ocurrió un fenómeno extraño. Estábamos sentados en la puerta de nuestra casa cuando vimos descender lentamente, desde lo alto y frente a nosotros, en dirección al mar, una luz brillante de múltiples colores. Al llegar a la orilla se detuvo por un momento, luego avanzó hacia la huaca. Tras realizar varios movimientos sobre ella, desapareció repentinamente, solo para volver a aparecer sobre nosotros, a gran altura. Hizo un zigzag y desapareció.

Desde entonces, fue común ver luces en las noches oscuras, aunque ninguna tan clara como aquella primera vez. El amigo huaquero contó que ellos solo visitaban la huaca cuando había luna, por temor a encontrarse con esas extrañas apariciones.

Sucedió también en una de esas noches sin luna que la tía Josefa dio a luz un bebé. Todo el día se había sentido mal, por lo que el amigo huaquero decidió quedarse a pedido de mi papá, sabiendo que conocía sobre partos y parturientas. El trámite fue rápido. Nos sacaron del dormitorio, escuchamos un solo grito de la tía y, de inmediato, ya había nacido el nuevo habitante.

A la mañana siguiente recién lo pudimos ver. No dejamos de sentir celos cuando nuestro padre nos explicó que era nuestro hermano. La llegada del nuevo habitante —como solía llamarlo nuestro padre— cambió nuestra ya establecida rutina de vida. Estábamos acostumbrados al llanto de Miguelito, nuestro hermano menor, pero lo que traía este bebé superaba todo lo imaginable: llanto por la mañana, media mañana, por la tarde, a media tarde, por la noche y durante toda la noche también. Pero el tiempo pasaba rápido, y rápido nos acostumbramos. Pronto el bebé dejó la cama y, gateando, comenzó a jugar. Era un juguete más para nosotros. Muchas veces lo olvidábamos y lo dejábamos lejos de nuestra morada. Cuando su madre —nuestra madrastra— preguntaba por él, corríamos a buscarlo... si es que él primero no nos hacía recordar con su llanto que lo habíamos olvidado.

Mi padre se dedicaba a la pesca y, tal como había planeado en un principio, tenía una pequeña huerta junto al río. La tía Josefa —como comenzamos a llamar a nuestra madrastra— comercializaba en Magdalena de Cao el fruto de ese trabajo conjunto, donde nosotros no éramos ajenos.

Una tarde, al regresar del pueblo, nos explicó que deberíamos asistir a la escuela. Mi hermano mayor mostró alegría; yo, en cambio, sentí algo de temor. El frío se hacía cada vez más intenso, el clima estaba cambiando, y de pronto me vi por primera vez en una escuela. Caminábamos más de una hora a paso ligero, cuando no llevábamos algún bulto para la tía. El retorno era diferente: lo hacíamos jugando, sin apuros. Nos habíamos acostumbrado a vivir libres, sin límites, sin barreras, sin horarios. Los días que no íbamos a la escuela, mi padre nos enseñaba a navegar en los caballitos de totora y a usar los aparejos de pesca. “Entrenarse para la vida”, decía él.

Sin embargo, la naturaleza que nos cobijó con tanto cariño también nos tenía guardada una ingrata sorpresa. Un día, mi padre nos advirtió que pronto tendríamos que partir de la zona del Brujo.

—Nada es eterno, y nada dura para siempre —dijo.

Sucedió en una noche fría, tal vez la más fría que hayamos vivido. Llovió como nunca. Una tormenta con rayos y truenos azotó la zona, algo muy anómalo para un lugar que mi padre conocía bien. Estaba sorprendido e intuía que algo sucedería.

Luego de la tormenta, los peces desaparecieron. Por más esfuerzo que hiciera, no lograba pescar nada. Preocupado por la situación y tras varios días de faenas infructuosas, nos habló sobre una posible partida. Temía las consecuencias de la escasez de alimento.

Nos llevamos una gran sorpresa una mañana, cuando un mar embravecido arrojó a la orilla miles y miles de toneladas de peces de todas las especies, pero predominantemente una a la que mi padre llamaba “pescadilla”. Durante todo el día se dio este fenómeno, que no tenía explicación alguna. Muchos de los espacios que usábamos para jugar se vieron invadidos por peces que, aleteando, morían con la boca abierta.

La tía Josefa escogió los mejores y los preparó con mucho afán y esmero. Sin embargo, era tanta la abundancia que se formaron verdaderos cerros de peces en la orilla, a lo largo de varios kilómetros. Al día siguiente, una bandada de cóndores y otras aves llegó hasta la playa para aprovechar los peces arrojados por el mar.

—La abundancia trae escasez —sentenció sabiamente mi padre.

Al segundo día, el olor fétido de los peces muertos atrajo perros y otros animales carroñeros a la zona, lo que ponía en peligro nuestra seguridad y alteraba irremediablemente nuestra tranquilidad. Era imposible seguir viviendo en esas condiciones. No quedó más remedio que partir. Y lo hicimos apresuradamente. Esta vez, para siempre.

Atrás quedaban un año, nueve meses y veinticinco días de huida. Mi padre los había contado. La persecución política había cesado, se habían firmado acuerdos vergonzosos, y mi padre lamentaba que todo esfuerzo hubiera sido en vano. Todo volvía a la “normalidad”, a esa normalidad llena de ignominia, gracias —según él— a la mentecatez, cobardía y corrupción de los líderes y gobernantes de turno.

Volvimos a la ciudad, sí. Pero volvimos llenos de ricas e inolvidables experiencias.

Así es la vida, pues.

 


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