La huida


Desde que salimos de la ciudad por la avenida Mansiche, ya habíamos caminado varias horas. Mi padre cargaba a Miguelito el menor de mis hermanos, que iba dormido, y adicionalmente llevaba un bulto grande en la espalda. Rigoberto, mi hermano mayor, no perdía el paso y se mantenía junto a mi padre sin decir nada; sobre su cabeza llevaba un bulto voluminoso, pero de escaso peso. La madrasta caminaba con dificultad, se había doblado un pie al saltar un canal de regadío que tuvimos que sortear en nuestro apresurado caminar. Sobre mi espalda habían amarrado un pequeño bulto y en una mano llevaba una olla llena de trastes y utensilios de cocina.

 El cañaveral que atravesábamos era alto y estaba floreando, señal que ya estaba listo para la zafra. Esto era terrible para nosotros, pues al contacto nuestro, las plantas nos bañaban con el polen que nos producía un escozor terrible en nuestros cuerpos. A pesar de su dolor, era la madrastra la que nos alentaba a que no nos detuviéramos, ella me cogía de la mano y me llevaba casi a rastras al verme llorar por el cansancio y por la picazón que sentía en todo el cuerpo.

 El anuncio de que en la primera acequia nos detendríamos, me alentó a soportar un poco más el sufrimiento de este momento. Atrás quedaba la ciudad y los terribles hechos que estaban ocurriendo. No lo podía entender muy bien, pero mi padre dijo que era necesario alejarse, lo más lejos posible para salvar nuestras vidas. Recordé el camión de mi padre, elegante, aunque muchas veces sucio que, en la parte superior, orgulloso lucía nuestros nombres; también lamenté, cuando ingenuamente tratamos de impedir que unos hombres uniformados, se lo llevaran del frontis de nuestra casa. A mi mente llegó el bombardeo que hicieron los aviones al pasar muy cerca de nosotros, los incendios que se produjeron y el llanto de niños y mujeres que despavoridos huían del lugar. Luego, vehículos militares abrían paso a camiones repletos de hombres que gritaban por su libertad.

 A mi padre llegaron a buscarlo varias veces, hombres desconocidos y con fusiles en el hombro. Nosotros estando solos no sabíamos que estaba ocurriendo, la madrastra salía a conversar con ellos, el trato que le daban era agresivo, despectivo y lleno de insultos. Ella, con su acostumbrada paciencia, sonreía ante la agresión y procuraba ser amable. Mi padre era no habido y lo buscaban con una lista. Perseguido como se encontraba, aparecía algunas veces muy avanzada la noche y volvía a desaparecer en pocos minutos. La noche anterior antes de partir había estado con la madrasta y con ella decidieron esta huida.

 Salimos pasada la medianoche, cargando sobre nuestros hombros, bultos con lo más indispensable. La ciudad estaba bajo el toque de queda, nadie debía salir de su casa bajo orden de arresto, lo que hacía aún más peligroso nuestro escape. En cada esquina mi padre avanzaba solo y al no ver mayor peligro nos hacía una señal para avanzar. En la avenida España a la altura del jirón San Martín, raudamente paso un camión militar, por lo que tuvimos que tirarnos al suelo para no ser vistos. La semi penumbra producida por la luz mortecina del débil alumbrado público jugó a nuestro favor. Avanzamos con sobresaltos, pero sin mayores inconvenientes para de salir de la ciudad hacia la hacienda “El Cortijo”, que fue donde la madrasta se dobló el pie.

 Aquí estábamos, en medio de una noche oscura caminando casi a tientas. No podíamos avanzar por el camino, corríamos el riesgo de ser descubiertos. Mi padre entonces maldijo el hecho que no hubiera ni una sola estrella para guiarse. La noche era oscura, como pocas veces se ve, oscura como nuestro futuro en esta alocada marcha. Andábamos perdidos, creía yo, dando vueltas en el mismo paraje. Nuestra intención era llegar a “Chan-chan”, de allí dirigirnos a Huanchaco y luego quien sabe, más allá.

 Después de caminar tanto, las fuerzas nos abandonaban. El sueño nos agobiaba y el peso de nuestros bultos era cada vez más difícil de sobrellevar. El cañaveral que nos había bañado con sus flores urticantes por fin desapareció. Sentados entre el arenal y las últimas plantas, desnudos tratábamos de aliviar la molestia causada por la flor de caña. Mi padre rascaba la espalda de Miguelito que desesperado lloraba y se retorcía. Rigoberto había tirado el bulto que llevaba, muy lejos de él y sacudía su desordenada cabellera. La madrastra cambiaba el trapo hecho jirones que envolvía su pie dislocado e hinchado, una lágrima vi correr por su mejilla, pero no se lamentó ni se quejó nunca. Al verme parado junta a ella me atrajo a su pecho, acarició mi espalda y sacudió mis cabellos. Reclinado como estaba, sentí el tamaño de su vientre, grande, abultado, gigante, no pude evitar acariciarla y llena de una felicidad inesperada sonrió.  Recordé a mi madre, la extrañé una vez más, ya no estaba con nosotros. Abracé aún más fuerte a esta mujer que maternalmente me llenaba de cariño.          

 - Vamos, nos gana la hora, debemos avanzar antes de que amanezca - escuché decir a mi padre. Era lo que menos deseaba oír en estos momentos y continuamos nuestra vagarosa marcha.

 Avanzar en el desierto que teníamos delante nuestro, al principio fue agradable, la arena suave y tibia era un deleite para nuestros cansados pies. No había plantas que choquen sobre nuestros rostros y a pesar de la oscuridad podíamos ver algunos pasos delante de nosotros. Sin embargo, al cabo de unos minutos el cansancio pudo más, sentía que mis pies se enterraban en la arena dificultándome avanzar. Caminamos en silencio acompañados por el llanto de mi hermano menor, quien ganado por el cansancio se quedó dormido en los brazos de mi papá.

 De pronto vimos aparecer una luz muy brillante que se movía a lo lejos. Mi padre ordenó que nos detuviéramos y nos quedáramos sentados. En un principio pensó que era un vehículo que pasaba por el camino, pero luego de analizar bien aquella luz, se sorprendió al ver que avanzaba en una forma bastante rara. Se levantaba del piso para luego volver al sitio en que estaba. Más sorprendido aún quedó al ver que la luz cambiaba de color y de intensidad. Finalmente dijo que no estaba en el camino sino más bien junto al mar. Así como apareció, también desapareció, dejando en nosotros un hálito de misterio.

 Avanzábamos lentamente, como contando nuestros pasos. La oscuridad era muy intensa, nuestra visibilidad era escasa, por lo que no nos preocupábamos por mirar hacia adelante. De pronto del medio de la nada surgió una muralla, una enorme pared de adobes. El encuentro llenó de felicidad a mi papá, pues indicaba que estábamos en buen camino. El conocía el lugar y rápidamente ordenó que camináramos hacía la izquierda.

 - ¡Ya estamos cerca! -  dijo mi padre con emoción, instándonos a renovar nuestras fuerzas y perseverar en nuestro propósito. - ¡Ya estamos cerca! -  reiteró.

 Caminábamos con más facilidad, ya que nuestros pies no se hundían en la arena, sin embargo, ahora éramos lastimados por restos de cerámica rota que se encontraba dispersa por todo el lugar. Mi papá nos dijo que estábamos en Chan Chan, caminando sobre lo que en algún momento fue una ciudad antigua, ahora abandonada y saqueada por buscadores de fortuna. Llegamos al final de la gran pared y al rodearla nos encontramos con pequeños montículos de barro de diversas y variadas formas, unas más grandes que otras, pero todas alineadas ordenadamente. Un ligero resplandor iluminaba el recinto, no distinguíamos de donde brotaba la luz, pero nos permitía ver a regular distancia. Me llamó la atención la forma en que se encontraba el terreno, lleno de agujeros, parecía haber sido bombardeada.

 - Es el trabajo de los huaqueros - escuché decir.

 Una larga avenida nos mostraba restos de paredes anchas a medio derruir, al fondo encontramos una explanada llana, lisa y limpia, rodeada de pequeñas hornacinas. Me hubiera gustado quedarme a descansar aquí, pero mi padre nos apuró.

- No podemos quedarnos aquí, nos puede hacer daño si nos quedáramos dormidos - nos dijo papá, ordenándonos a continuar. No pude entender muy bien aquellas palabras y avanzamos en silencio, casi corriendo de vuelta a la oscuridad.

 El terreno estaba cubierto de guijarros cortantes por donde se viese, tan perfectamente esparcidos que daba la impresión de que ser una mesa gigantesca, por lo que decidió mi padre que era mejor caminar por la playa junto al mar, aunque esto significaba mayor inversión de tiempo. Hicimos un alto al llegar a las primeras olas, quienes nos recibieron de manera apacible. El mar estaba calmo y la noche era iluminada por una media luna que apareció a estas horas y se esforzaba por sobresalir ante unas nubes que discretamente transitaban delante de ella. Con las manos mi padre escarbó un agujero en la arena permitiendo que se llene con agua, luego de dejar a Miguelito sentado junto a los bultos que habíamos puesto a regular distancia para que no se mojasen. Mi hermano lloraba fuertemente, por lo que mi papá tuvo que apurar la tarea y volver para traerlo. Cuando lo hizo, la madrasta, Rigoberto y yo habíamos remojado nuestras cabezas y teníamos los pies metidos en el hoyo hecho por papá. Era una delicia sentir el refrescante y helado líquido en nuestros maltratados cuerpos a pesar del frío que sentíamos a esa hora de la avanzada noche. Hubiera querido quedarme, el sueño doblegaba nuestras fuerzas. La orden de papá fue que debíamos continuar hasta Huanchaco.

 - ¡Ya falta poco! - dijo risueño mientras cargaba a Miguel en los brazos y aseguraba el bulto que llevaba amarrado en la espalda.

 Unas plantas que emergían de unas pozas, llamaron mi atención, papá sugirió que no nos acercásemos, pues era muy peligroso. Explicó que eran sembríos de totora, plantas que usaban los pobladores de la aldea cercana para la elaboración de embarcaciones para la pesca.  De las pozas manaba agua dulce, por lo que las plantas se desarrollaban hermosas. Sin embargo, por las noches muchos animales se acercaban al lugar para beber, por lo que era muy peligroso asomarse por allí.

 Ya cerca al pueblo de Huanchaco, decidió mi padre hacer un alto en nuestra apresurada caminata. El día comenzaba a clarear, nuestras fuerzas estaban agotadas, el frío calaba nuestros semidesnudos cuerpos, nuestros estómagos pedían a gritos algo que digerir, mientras que nuestras gargantas resecas no podían emitir sonido entendible alguno. Había cerca, un totoral junto a una loma de arena que debía protegernos de la brisa fría que venía del mar y a la vez del sol que amenazaba ser más cálido de lo que quisiéramos. Nos refugiamos a una prudente distancia, por recomendación de quien era nuestro guía en estos menesteres que todos ignorábamos.

 - Las totoras crecen en sitios húmedos, en pozas acuíferas que brotan del suelo, pero que además de alimentar a las plantas también sirven de cobijo para alimañas y pequeñas serpientes - nos había dicho mi padre al acomodar los bultos.

 La madrasta, instaló en un abrir y cerrar de ojos una pequeña cocina, con ramas y hojas secas encendió un fogón sobre el que puso una olla con agua que mi padre recogió de la poza. Traíamos, entre las muchas cosas que cargamos toda la noche sobre nuestras espaldas, pocillos y platos de fierro enlozado, cucharas y algunos trozos de pan que nos repartieron apenas comenzó a hervir el agua. Masticábamos el pan seco cuando nos alcanzaron un pocillo repleto de chufla, que no era sino mazamorra de harina de maíz con un poco de azúcar.

 El desierto era amplio, a la distancia se veían muchos cerros de entre los cuales los primeros rayos del sol comenzaban a brillar. Uno de ellos separado de los demás tenía la forma de una enorme campana. Eran en realidad muchas las pozas, aisladas cada cual por un terreno que en partes era arena fina y otras repletos de cascajo, de pequeñas piedras filudas, quebradas quien sabe porque mano misteriosa y esparcidas en forma homogénea. El lugar era una pampa desértica, el viento fresco que provenía del mar soplaba moderada pero persistentemente.

 Qué bien recibieron nuestros cuerpos el desayuno caliente, que agradable resultaba el descanso merecido y esperado tras la marcha que tuvimos durante toda la noche. Tras la huida, no podíamos caminar durante el día, podíamos ser detectados y lo que menos quería mi padre es que alguien nos viera, que alguien diga que por aquí pasaron o cerca de aquí alguien supiera de nosotros. Deberíamos ser invisibles, nuestras vidas estaban en juego, nos perseguía un ejército completo, nos perseguían los odios y las revanchas políticas contra las ideas de mi padre.

 Luego de merodear por el lugar, mirar a todos los lados y convencido que estábamos seguros, mi padre se acomodó cerca de nosotros y casi instantáneamente se quedó profundamente dormido. Todos hicimos lo mismo, cada uno soñó esa mañana a su manera con la huida, la incertidumbre, o con la libertad. Cuando desperté pude ver a Rigoberto mi hermano mayor y a Miguelito el menor, dormidos profundamente, la madrasta apareció de entre el totoral. Pregunté por mi padre, mientras que a mi olfato llegaba un agradable olor a guiso, la madrasta se acercó a mí con una pequeña fuente de agua para asearme y me dijo que pronto volvería. Después de saciar mi apetito, me acosté nuevamente. Desperté con la caricia de mi padre sobre mis hirsutos cabellos.

 Descansamos todo el día, escondidos entre las plantas de totora, alimentándonos con lo poco que logramos traer en nuestra apresurada huida y bebiendo el agua de las pozas, donde crecían las plantas que nos cobijaban. Habíamos recuperado fuerzas, todos estábamos con mejor ánimo. Al atardecer, mi padre nos pidió que siguiéramos en el mismo sitio que nos cuidáramos de no ser vistos, él se iría a visitar Huanchaco, la caleta cercana, donde luego me enteraría vivía su madre: mi abuela.

Mi padre había nacido en esa caleta y paso ahí su infancia y gran parte de su juventud, corriendo por la playa y desafiando el mar. Montado sobre un caballito de totora, como ancestralmente los huanchaqueros lo hacen, aprendió nadar, correr olas y pescar. Las jornadas arduas las realizaba con mucho ahínco, competía por destacarse como el mejor pescador y el más veloz nadador.

Se alejó de nosotros sigilosamente y antes de desaparecer cubrió el rincón donde nos ocultábamos con hojas y ramas secas. Miguelito lloraba sin explicación alguna. La señora Josefa, nuestra madrastra, intentaba calmarlo dándole cariño, pero el pequeño no entendía razones y seguía llorando. Rigoberto al ver que mi padre se alejaba se escabulló entre las plantas y logró salir del escondite. Con señas me llamó para que lo siguiera. Al ver que podía salir sin ser visto le seguí, pero al dar solo unos pasos escuchamos el ruido de varios vehículos en la distancia. Logré reunirme con mi hermano justo cuando nuestro padre por las espaldas nos cogió haciendo señas para ocultarnos. Con paciencia y mucha tolerancia, nos explicó que era peligroso lo que hacíamos. Hablaba pausado, en su rostro se percibía un color amarillo que antes no había visto. Nos conminó a obedecer, por lo menos en estos momentos, nos rogaba hacerlo. Volvió a explicar que nuestras vidas estaban en peligro. Nos miramos con asombró y preocupación, sin poder entender a cabalidad el asunto.

Un traqueteo lejano me recordó lo que escuchamos la noche anterior en la ciudad. Gritos desgarradores llegaron a nosotros traídos por el viento desde la distancia. Los traqueteos se repetían intercalados con los gritos. Mi padre nos abrazó fuerte y lloró. Lágrimas cristalinas rodaron por sus mejillas. Mantuvo levantado el rostro y dejó que su dolor fluyera sin soltarnos. Así estuvimos por un buen rato, no sabría decir cuánto. Al escuchar que los camiones se alejaban y los gritos cesaron, nos soltó. Tenemos el viento a nuestro favor dijo mi padre, podemos escuchar lo que ellos hacen sin que ellos nos puedan detectar. Nos pidió que regresáramos al escondite y se despidió con una palmada en el hombro de cada uno.

Al llegar donde la señora Josefa, ésta había vendado su abotagado pie lesionado sobre un emplasto de barro que cubría gran parte de la pierna. Mantenía a Miguelito sobre sus faldas y éste mordisqueaba un pan duro. Nos sentamos cerca de ella y pude ver sobre su rostro también una lágrima. Pregunté inocentemente si le dolía su pie, con un movimiento de cabeza lo negó, secó sus ojos y nos acercó una bolsa que contenía panes como los que tenía nuestro hermano menor, Rigoberto cogió uno y se recostó a mordisquearlo, yo no lo acepté. Sentí pena, por las lágrimas de mi padre y las lágrimas que la señora Josefa también derramaba quedamente.

Hacía frio, la bruma marina y una brisa húmeda invadían el lugar, lo que obligó a que nos juntáramos aún más. Rigoberto pronto se quedó dormido, mientras que Miguelito con mejor ánimo jugaba saltando sobre nuestros bultos que se encontraban tirados en el suelo. Yo trataba de hacer conversación con la señora Josefa que se mantenía quieta, petrificada, mirando su pie, consiguiendo solo respuestas evasivas que terminaron desanimándome a seguir preguntando sobre lo que no lograba entender de nuestra huida. Le comenté sobre los gritos desgarradores y el traqueteo que escuchamos, solo movió la cabeza afirmativamente y de sus ojos volvieron a rodar lágrimas. Entendí que el peligro era inminente, rondaba sobre nuestras cabezas, se percibía en el ambiente y me estremecí de miedo.  Me paré y logré ver más allá de los humedales que nos cobijaban, el extenso desierto se perdía en medio de la neblina reinante y frente a nosotros el mar, calmo, sereno.

Comenzaba a oscurecer cuando mi padre hizo su aparición sorpresivamente, ninguno lo había escuchado, caminaba sigiloso. Vi en su rostro el mismo miedo que mostró cuando por la tarde se despidió. De inmediato comenzó a organizar el reinicio de nuestro viaje. Se sorprendió al ver la pierna de la señora Josefa, soltó el bulto que estaba por levantar y se arrodilló para examinarla. Luego de un breve intercambio de palabras, quitaron el barro ya seco, mientras ajustaban la venda que lo cubría.

Comenzamos a caminar lentamente. Los bultos habían sido distribuidos de manera distinta y mi padre llevaba al parecer, menos peso que la noche anterior, los alimentos que consumimos todo el día él los había cargado durante la noche. Trepamos una colina escarpada y logramos llegar a una explana muy grande que se encontraba sobre el pequeño poblado que poco a poco comenzaba a desaparecer en medio de la noche, algunos aislados mecheros indicaban la presencia de personas en medio de la bahía que ahora se podía apreciar en toda su magnitud iluminada por los últimos rayos de sol que se perdía en el océano.

Mi padre dejando en el suelo el bulto que llevaba, nos pidió que nos detuviéramos mientras se alejaba para volver al rato con otro bulto, que sin ser muy grande evidenciaba mucho peso. Mientras avanzábamos nos dijo que había conseguido un poco de sal y azúcar para nuestro consumo, además de anzuelos y una pequeña red que nos serviría para proveernos alimento del mar. Caminábamos lentamente cerca del borde de un acantilado que sin poder verlo lo sentíamos al escuchar las olas del mar reventando contra sus paredes. La oscuridad nos terminó de cubrir, la noche era tan oscura como la anterior. Al cabo de poco tiempo nuestro camino comenzó a descender hasta llegar a la orilla donde nuevamente encontramos las pozas de totora. Nos detuvimos en un espacio que mi padre consideró seguro e instalamos un improvisado campamento para pasar la noche.

A partir de aquí ya no teníamos prisa alguna, éramos libres, si así lo podríamos considerar, en medio de nuestra incertidumbre. Mensuramos nuestros pasos a nuestra voluntad. Después de varios días de lenta caminata, luego de nuestra violenta y apresurada huida de la ciudad, atravesando varios pequeños humedales, llegamos a un hermoso lugar, lleno de vegetación y con una extensa laguna en la que revoloteaban miles de aves.

Mi padre nos dijo que a este lugar lo llamaban “El Charco”, y señaló que éste sería nuestra estancia por algunos días. Llegamos al promediar el medio día, el cielo estaba ligeramente nublado, por lo que el clima era agradable, no sentíamos frío ni calor. Buscó el sitio más seguro al pie de unos arbustos que nos daban sombra y al que llegaba una fresca brisa marina y un agradable olor a hierbas. Ahí dejamos nuestros bultos. Anonadados mirábamos lo que nos rodeaba, nuestros ojos se deleitaban con las aves que no temían nuestra presencia. Mi hermano mayor con la indiferencia que lo caracterizaba, se alejó del grupo para observar quien sabe que, dejando la tarea de instalarnos a la señora Josefa. Mi padre de inmediato comenzó a husmear el sector, lo vi trepar algunas ramas oteando los alrededores, asegurándose que no hubiera presencia humana cercana. Miguelito, entretenido mordisqueaba una caña que mi padre le había dado, extrayendo con sus pequeños dientes el dulce sabor de la planta.

En el trayecto ya nos habíamos acostumbrado a pernoctar en la intemperie, por lo que causó curiosidad ver que mi padre se esforzará en cargar ramas, troncos y hojas que en pocas horas convirtió en nuestra casa. Me pareció increíble ver como una mesa y algunas camas se habían improvisado tan rápidamente.

Por donde viéramos había abundante vida, esto era el paraíso. Clima benigno, agua abundante, aves, insectos, peces, pequeños mamíferos, roedores, plantas y más plantas. Llamaba la atención en los alrededores, la abundancia de nidos repletos de huevos. Esto nos garantizaba alimento. Pero, ojo mucho ojo nos dijeron, había que aprender a diferenciar los que eran buenos para comer. Lo primero que nos enseñó papá, era que en esos nidos había patos y gallaretas. Se parecían, pero no eran iguales y los huevos se confundían aún más. Las gallaretas tenían la costumbre de dejar sus huevos en los nidos de los patos para que estos los empollen y era curioso ver luego, a las patas salir de sus nidos con una mezcla de crías. Las crías de los patos eran generalmente amarillas o negras, mientras que las pequeñas gallaretas tenían el plumaje salpicado de colores grises que se confundían con las ramas secas y las sombras. Los huevos de los patos tenían un sabor muy agradable, mientras que los huevos de las gallaretas sabían horriblemente mal.

El mar estaba a pocos metros de la laguna, por lo que el aire traía hasta nosotros no solo la brisa marina, sino también el delicado sonido de las olas que suavemente acariciaban la orilla. Aprendimos a caminar sigilosamente por el lugar para no alterar el habitad de nuestras compañeras circunstanciales. Nuestras visitas al mar eran para desatar nuestras habilidades en competencias que nuestro padre promovía. Éramos excelentes corredores y prometedores nadadores.

- Nadie gana, nadie pierde, todos corren, todos nadan – nos alentaba mi padre.

Los días pasaban velozmente, mi padre por las noches o antes del amanecer salía de pesca. En el desayuno, el almuerzo y la cena se servían los mejores pescados, sabían deliciosos a pesar que la madrastra se lamentaba de no tener los condimentos adecuados. Una parte de la pesca era llevada por la tía Josefa a un pueblo cercano llamado Santiago de Cao donde generalmente cambiaba por otros productos. La veíamos de regreso llegar cargando verduras, sal, aceite o azúcar. Los pescados que no podría cargar para intercambiarlos, con una paciencia de ángel los partía por la mitad, les esparcía sal y luego los exponía al sol. Cuando reunía regular cantidad de pescado seco, nos pedía ayuda y lo trasladábamos al pueblo, ahí lo dejábamos en la casa de una familia de la que supo ganarse su amistad y confianza. Este viaje nos demandaba un par de horas de bastante esfuerzo y varios descansos, luego regresábamos trayendo cosas usadas que para nosotros resultaba novedad. Un día de los tantos que íbamos al pueblo los tres hermanos y la tía Josefa regresamos con “ropa nueva”. Sin embargo, a mi padre no le agradaba esta relación amical.

- Puede traernos problemas - dijo cuando regresamos casi irreconocibles.

Una mañana despertamos alertados por el aletear de aves sobre el techo de nuestra vivienda, nos llamó bastante la atención que las garzas y patillos que siempre estaban en la laguna, esta vez se alejaran del agua y buscaran refugio en las partes altas. Los patos con sus crías que hacía unos días habían salido de los nidos, se mantuvieron a prudente distancia y el camino del pueblo fue invadido por cientos de madres que alejaban a las crías de los totorales.

- Algo distinto y muy hermoso ocurrirá - sentenció mi padre.

Y así fue, hacia el mediodía comenzaron a llegar bandadas de aves distintas a las que ya conocíamos, primero fueron tal vez cientos, al atardecer eran miles de plumíferos que cubrían todos los espacios existentes, la bulla era ensordecedora, cada una de las aves luchaba por buscar un lugar para pasar la noche luego de darse un refrescante chapuzón en las frescas aguas de nuestra laguna. Así comenzábamos a sentir ese espacio, como nuestro. Por unos días estuvieron con nosotros esas extrañas visitantes, no sé cuántos, luego comenzó el éxodo. Tal como llegaron partieron, en grupos, en bandadas, dejando el lugar en silencio. Todo volvió a la normalidad, los patos regresaron a acomodar sus nidos, las garzas bajaron de los árboles y nuestro techo fue liberado, pero quedó lleno de pestilentes residuos.

A la entrada del pueblo, había huertas protegidas por muros de adobe que eran de nuestro tamaño, construidos básicamente para proteger los sembríos de burros y cerdos que andaban sueltos por el lugar. La tía, encontró en el camino unas plantas de higo que consideró una bendición del cielo, pidió permiso para recoger las hojas que guardó en una de sus bolsas y a partir de entonces nos recomendaba no olvidar traerlas. Al llegar a casa, las hojas eran hervidas y en ella agregaba maíz molido que se convertía en una deliciosa mazamorra. Sin usar azúcar, se convertía en el manjar más delicioso que habíamos probado. Con los frutos, que eran abundantes, mi padre preparaba un postre, que a mí personalmente no me gustaba, por el color, olor y sabor pero que había que comerlo porque era muy alimenticio, según argumentaba.

Un buen día llegaron hasta nuestra humilde morada, los amigos de la tía, que muy amablemente querían conocer a nuestro padre el pescador, como lo catalogaban. Él se encontraba arreglando sus redes para la próxima faena. Se mostró muy cortés y alegre con la visita, les brindó toda clase de atenciones dentro de las limitaciones que teníamos. No dejó de llamarme la atención su preocupación, algo le molestaba y era evidente. Al despedirse los acompañó, gran parte del camino de vuelta al pueblo y les obsequio algunos objetos que guardaba entre sus pocas pertenencias.

Ese fue nuestro último día en el Charco. Por la noche en vez de salir de pesca, mi padre se dedicó a ordenar en bultos nuestras pertenencias, que ahora eran más que cuando llegamos. Pregunté qué pasaba, no obtuve respuesta. La madrasta ayudaba diligentemente y en silencio en este menester. Antes del amanecer, partimos sin saber por qué. Nuestra huida continuaba, así lo entendí.

Luego de nuestra pronta partida del Charco, caminamos toda la mañana junto al mar a paso lento, sin ningún apuro, tratando de no dejar huellas, esperando que las olas las borre, descansando varias veces. El sol hacia esfuerzos por dejarse ver a través de un grupo de nubes que se empeñaban en protegernos. Quedé sorprendido al ver tras unas dunas varios bultos que contenían parte de nuestras pertenencias, mi padre durante la noche había traído hasta aquí. Este fue nuestro lugar de descanso para almorzar y hacer una pequeña siesta.

Mi padre nos dijo que al anochecer llegaríamos a un lugar más bonito que aquel que nos cobijó los días anteriores. En ese lugar, dijo, desemboca el río Chicama al mar y está cubierto de vegetación que cobija muchas aves; además nos describió, que en las aguas dulces del rio había camarones y algunos peces con sabor distinto. Así mismo el río sería nuestra despensa de agua para nuestro aseo y alimentación. Intentaríamos sembrar algo para nuestro consumo y también tendríamos cerca a Magdalena de Cao, otro pueblo pequeño, donde podríamos intercambiar nuestros productos.

El mar estaba agitado, enormes olas reventaban antes de llegar a la orilla y producían un ruido estruendoso. Al hacer un alto mi padre habló: “El mar, hijos, se muestra a veces agitado, movido, alterado, furioso, pero no hay que temerle, solamente hay que respetarlo, respetarlo – repitió - como se debe respetar a la naturaleza en general. El aire, el agua, las plantas, la arena, los cerros, el viento, los animales y los humanos, todos somos parte de algo único, de algo maravilloso. Todos vivimos en un solo lugar, todos ocupamos el mismo espacio, todos nos necesitamos mutuamente, todos debemos ser tolerantes y debemos respetarnos. Ante la furia de la naturaleza, debemos aprender a ser cautos, prudentes, debemos saber cuál es nuestro sitio y dejar que cada uno ocupe su espacio. No podemos forzar cambios violentos, por el contrario, debemos saber retirarnos cuando se dé el momento. Hay muchos lugares maravillosos donde se puede vivir y ser feliz. Este mar que hoy ruge, mañana emitirá dulces melodías. Ya lo verán”.

El sol escondido entre las nubes que todo el día lo acompañaron, ahora intentaba sumergirse al mar, el día acababa y recibimos la orden de detenernos, habíamos llegado. Junto a nosotros un acantilado pequeño se levantaba, lo subimos con cierta dificultad. Desde la parte superior se podía ver gran parte del hermoso valle, plano y lleno de verdor, detrás de nosotros un poco distante, se levantaba lo que a primera vista era solo un cerro, que luego de verlo con detenimiento, supimos que era una construcción antigua, similar a las que vimos en nuestro paso por Chanchan, hecha toda de barro: era la Huaca “El Brujo”.  Nos apresuramos en desempacar lo más necesario para armar nuestro campamento, una cena frugal cerró el día y cansados por el trajín nos quedamos dormidos a la intemperie.

El amanecer fue fastuoso, al frente a diferencia del día anterior, el mar estaba calmo. Detrás de nosotros, aparecía el sol entre cerros que tomaban un color dorado con los nacientes rayos. Un montículo de arena nos protegía del viento. La huaca en medio del desierto se mostraba majestuosa. Bandadas de aves pasaban sobre cielo despejado, con rumbo al sur. El río marcaba su curso en medio de abundante vegetación. Mi padre apareció cargando los bultos que habíamos dejado en medio del camino el día anterior. La tía Josefa ya había instalado una improvisada cocina en la que preparaba el desayuno. Mis hermanos aún dormían.

Luego del desayuno mi padre nos pidió que lo acompañáramos a visitar los alrededores. Trepados sobre una duna observábamos la huaca. “Hay lugares hijos – comenzó diciendo - que debemos saber respetar, ser prudentes con nuestras visitas y saber qué es lo que vamos a buscar. Esta huaca, fue construida hace muchos años por hombres como nosotros, que llegaron hasta acá y descubrieron posiblemente lo que nosotros también encontramos a nuestra llegada; buen clima, abundante agua, mucho alimento. Esto los llevó a trabajar con ahínco y construir este monumento para muchos fines, que fueron desde ser centro de adoración a sus dioses, hasta ser tumba de sus líderes. Estos entierros, se dieron en forma fastuosa, con todos sus adornos y accesorios de uso diario, que generalmente eran de metales preciosos como oro y plata. Pero la madre naturaleza también se encargó de sacarlos de acá, posiblemente un aluvión arrasó con el centro poblado y cubrió de lodo sus sembríos, casas y templos. Hoy solo queda esto, ruinas”.

“Sin embargo- continuó su parlamento - la codicia conduce a algunos hombres a este lugar y depredan la huaca en busca de riquezas materiales, sin importarles el daño que hacen y que se hacen ellos mismos. Llegan armados de herramientas para destapar las tumbas y robar los objetos que les parecen útiles. En este proceso van depredando muchos objetos que cuentan nuestra historia, la historia de la humanidad. Son generalmente hombres malvados de los que hay que tener mucho cuidado. Muchos de ellos mueren en este proceso ya sea por enfermedades que adquieren al destapar las tumbas y otras veces en pleitos que tienen entre ellos. Son llamados huaqueros y considero que no pueden ser nuestros amigos, pero hay que tener mucho cuidado en no tenerlos de enemigos”. Mi padre quería estar seguro que todos deberíamos estar alerta sobre los peligros que teníamos cerca.

Mi padre trabajó con esmero en la construcción de nuestra casa y en pocos días fue tomando forma. Este era nuestro hogar y fuimos muy felices mientras estuvimos aquí. Encontramos muchos elementos para jugar: piedrecillas, conchas, restos de embarcaciones naufragadas o arrojadas al mar que éste varaba en la desembocadura del río. Con estos materiales construíamos casas, carros, caminos y pasábamos muchas horas entretenidos dando rienda suelta a nuestra imaginación. En un principio nos divertía correr tras los “carreteros” una especie familia de los cangrejos que se enterraban en la arena y aparecían por un sitio distinto. Eran tantos y tantos sus agujeros que era imposible atraparlos. Ellos nos observaban con sus diminutos y saltones ojos a la espera de que los persiguiésemos, pero de a pocos ellos se alejaron de nuestro territorio y nosotros dejamos de molestarlos.

Una mañana encontré a mi padre tratando de enderezar una barra de metal que había extraído de unos escombros que había traidor el mar. Lo aporreaba con una piedra y de a pocos fue tomando forma de una barreta. Me explicó que trataría de acercarse a la huaca y tratar de conocer a los “huaqueros” de cerca.

 - Es mejor saber quiénes son, antes que ellos traten de averiguar quiénes somos - me dijo.

Luego de varias visitas logró hacer amistad con uno de ellos que llegó hasta nuestra casa, donde dejó guardada sus herramientas. En ocasiones posteriores nos regalaba pequeños objetos que extraía de la huaca y nosotros lo usábamos como juguetes.

Había noches que eran tan claras, iluminadas por la luna, que parecían de día; otras en cambio eran tan oscuras que no veíamos nada, como la que nos tocó el día de nuestra partida de la ciudad. En una de estas noches tenebrosas sucedió un fenómeno bastante raro, estábamos sentados en la puerta de nuestra casa, cuando vimos descender lentamente de lo alto, frente a nosotros en la zona que daba al mar, una luz brillante de múltiples colores. Cuando llegó a la orilla se detuvo por un momento, luego siguió avanzando hacia la huaca, tras realizar varios movimientos sobre ella, de pronto desapareció para volver a aparecer sobre nosotros a una enorme altura. Vimos que hizo un zigzag y desapareció. A partir de ahí, fue común ver que en las noches oscuras aparecían estas luces, pero nunca tan visibles como la primera vez. El amigo huaquero contó que ellos visitaban la huaca solamente en las noches que había luna, por temor a encontrarse con estas extrañas apariciones.

Sucedió también en una de esas noches sin luna, que la tía Josefa dio a luz un bebé. Todo el día estuvo sintiéndose mal, por lo que el amigo huaquero decidió quedarse a pedido de mi papá, sabiendo que conocía de partos y parturientas. El trámite fue rápido, nos sacaron del dormitorio, escuchamos un grito de la tía y ya, ya había nacido el nuevo habitante. A la mañana siguiente recién lo pudimos ver, no dejamos de sentir celos cuando nuestro padre nos explicó que era nuestro hermano. La llegada del nuevo habitante, como solía llamarlo mi padre, cambió nuestra ya establecida rutina de vida. Estábamos acostumbrados al llanto de Miguelito nuestro hermano menor, pero lo que traía este bebé superaba todo lo imaginable. Llanto por la mañana, media mañana, por la tarde, la media tarde, por la noche y toda la noche también. Pero el tiempo pasaba rápido y rápido nos acostumbramos. Pronto el bebé dejó la cama y gateando comenzó a jugar. Era un juguete más para nosotros, muchas veces lo olvidábamos y lo dejábamos lejos de nuestra morada. Cuando su mamá, nuestra madrasta preguntaba por él, corríamos a buscarlo si es que él primero no nos hacia recordar con llanto que lo habíamos olvidado.

Mi padre se dedicaba a la pesca y tal como había planeado en un principio, tenía una pequeña huerta junto al río. La tía Josefa, que era como comenzamos a llamar a nuestra madrasta, comercializaba en Magdalena de Cao, el fruto que se obtenía del trabajo conjunto, donde nosotros no éramos extraños. Una tarde al regresar del pueblo, nos explicó que deberíamos asistir a la escuela. Mi hermano mayor mostró alegría, mientras que yo un poco de temor. El frío se hacía cada vez más intenso, el clima estaba cambiando y de pronto me vi por primera vez en la escuela. Caminábamos por más de una hora, a paso ligero cuando no teníamos algún bulto de la tía para llevar al pueblo. El retorno era diferente, lo hacíamos jugando, sin apuros. Nos habíamos acostumbrado a vivir libres, sin límites, sin barreras, sin horarios. Los días que no íbamos a la escuela, mi padre nos enseñaba a navegar sobre los caballitos de totora y a usar los aparejos de pesca; a entrenarnos para la vida, decía él.

Sin embargo, la naturaleza que nos cobijó con cariño, también nos tenía guardada una ingrata sorpresa. Un día mi padre se refirió al hecho que pronto tendríamos que partir de la zona del brujo. Nada es eterno y nada dura para siempre fueron sus palabras. Sucedió una noche fría, extremada fría tal vez, llovió como nunca había llovido jamás. Era una tormenta con rayos y truenos, muy anómala para una zona que mi padre conocía muy bien. Estaba sorprendido e intuía que algo sucedería. Luego de la tormenta desaparecieron los peces y por más esfuerzo que hiciera no lograba pescar nada. Preocupado por el suceso, luego de varios días de infructuosas labores y previendo que esto traería consecuencias desagradables en nuestro sustento, nos habló sobre una posible partida del lugar.

Nos llevamos una gran sorpresa una mañana de esas, donde un mar embravecido arrojaba a la orilla miles y miles de toneladas de peces de todas las especies, pero predominantemente una a la que mi padre llamaba pescadilla. Durante todo el día sucedió el fenómeno que no tenía explicación alguna. Muchos de los espacios que usábamos para jugar se vieron invadidos por peces que aleteando morían con la boca abierta. La tía Josefa escogió los mejores y los preparó con mucho afán y esmero. Sin embargo, era tanta la abundancia que se formaron cerros de peces en la orilla de varios kilómetros de largo. Al día siguiente llegaron hasta playa una bandada de cóndores y otras aves, que sacaron provecho de los peces arrojados en la arena.

 - La abundancia trae escasez - sabiamente mi padre sentenció.

Al segundo día, el olor fétido de los peces muertos atrajo perros y otros animales carroñeros a la zona, haciendo peligrar nuestra seguridad física y alterando irremediablemente nuestra tranquilidad. Era imposible seguir viviendo en esas condiciones, no quedó más remedio que partir y lo hicimos apresuradamente y esta vez para siempre. Atrás quedaban un año con nueve meses y veinticinco días de la huida, mi padre los había contado. La persecución política había cesado, se habían firmado acuerdos vergonzosos y mi padre lamentaba que todo esfuerzo fue en vano, todo volvía a la normalidad, a la normalidad llena de ignominia, gracias a la mentecatez, cobardía y corrupción de líderes y gobernantes de turno.  Volvimos a la ciudad, sí, pero volvimos llenos de ricas e inolvidables experiencias. Así es la vida pues.

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