El ángel sacrílego
Miguel Ángel Madrigal un hombre de buena dicción, mediana
estatura, piel blanca, ojos claros, abundante barba que lucía sin afeitar
varios días, se veía sofocado. Encerrado en una pequeña celda, no mostró nunca
signo de arrepentimiento. Recordaría en todo momento lo que al parecer pasó, la
tarde que sin ninguna mala intención llegó a las puertas de la iglesia de un
lejano pueblo en busca de alimento para su hambriento cuerpo y porque no, para
su alma que sufría ahora, como siempre sufrió la indolencia de una sociedad que
lo marginó desde que era niño.
Miguel Ángel Madrigal, natural de Santa Cruz, 45 años,
soltero, delito que se le acusa: hurto de objetos en la iglesia del pueblo de
Colán, provincia de Paita, departamento de Piura. Al ser interrogado por sus
captores, reconoció su culpa en todo momento y sin ningún tapujo detalló como
fueron los acontecimientos de aquel suceso que lo mantenía encerrado por
enésima vez en su vida.
Era pasado el mediodía, recordaba, había arribado al pueblo
un día antes pues le habían dicho que podría conseguir trabajo de pescador por
estos lares, pero al parecer nadie comprendió su necesidad y le dieron la
espalda. Al verlo y escucharlo conversar, nadie apostaba que un hombre con esa
presencia y esa sabiduría podría realizar faenas de pesca.
Cansado de esperar la llegada del cura, comenzó a curiosear
entre los objetos del lugar. Con mucho respeto levantó el cáliz donde el
sacerdote consagraba el vino en la eucaristía y simuló ese acto mientras que de
él se apoderaba una fuerza extraña que lo llevó a repensar en lo que tenía en
la mano. Es oro, pensó, esto vale mucho dinero. Sintió que le quemaban las
manos y lo soltó. Volvió a llamar con más fuerzas y el silencio le contestó.
Caminó por detrás del altar, queriendo encontrar a alguien y se sintió más sólo
que nunca en toda su vida. Volvió a coger el cáliz y trató de esconderlo entre
sus ropas y al ver que no cabía, tomó uno de los manteles que cubrían el altar
y en él envolvió no solo el objeto que tenía entre las manos, sino todo lo que
consideró de valor y salió de la iglesia, primero con mucha precaución, pero al
no encontrar a nadie cerca corrió para alejarse del lugar.
El pueblo parecía fantasma, el calor era intenso, todos
acostumbraban hacer siesta a estas horas. Se detuvo un momento para normalizar
su agitada respiración y pensó que lo que llevaba entre sus manos no le
pertenecía a ningún mortal, por lo que se convenció que lo que estaba haciendo
no estaba mal. Mas bien entendió que una mano divina le estaba dando una nueva
oportunidad para rehacer su vida. Mucho más tranquilo se alejó del pueblo,
convencido que una nueva vida le esperaba tras este hecho.
Al cabo de dos días, lejos de Colán y tras varias
peripecias, encontró un joyero que aceptó hacer negocio con los objetos
sustraídos de la iglesia. Lo primero que hizo fue fundir los objetos en una
sola pieza, pero tras cada movimiento que hacía el hábil artesano, el oro se
iba reduciendo. Finalmente puso sobre una balanza unos pocos gramos del
preciado metal y luego de cálculos matemáticos poco convincentes, abrió un
cajón y puso sobre la mesa de trabajo algunas monedas de poco valor.
Sorprendido, Miguel Ángel Madrigal no podía creer lo que estaba sucediendo,
quiso reclamar, pero el comerciante le dijo que el jefe del puesto policial era
su compadre y él ya le había informado del suceso en aquella iglesia lejana,
por lo que le quedaban dos caminos: el primero coger las monedas y largarse
lejos y la segunda opción era seguir con sus reclamos a sabiendas del origen de
su mercancía. Concluyó diciendo que también a él le quedaban dos caminos: el
primero decir que nunca lo vio y el segundo denunciarlo a las autoridades por
latrocinio sacrílego como correspondía a un buen ciudadano como él. Muy
molesto, volteó la mesa, tras coger las monedas tiró al suelo todos los
instrumentos y objetos que pudo y se alejó profiriendo imprecaciones al
oportunista joyero.
Al ver que el dinero obtenido no le alcanzaría para gran cosa, optó por alejarse aún más, sin saber que a donde quiera que fuera le perseguiría su conciencia. Y fue su conciencia la que habló por demás, un mal día que libaba licor con desconocidos “amigos” donde llegó a jactarse de lo que él dio por llamar “una travesura del destino” y autodenominarse “el ángel sacrílego”, sin darse cuenta que hacía tiempo un detective le venía siguiendo los pasos. Capturado y encarcelado, Miguel Ángel Madrigal permanecía impávido, esperaba ser trasladado a la lejana Paita para ser juzgado.
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