El ángel sacrílego

Miguel Ángel Madrigal, un hombre marcado por el abandono y la exclusión desde su infancia, llega a un remoto pueblo costeño en busca de alimento y una oportunidad para sobrevivir. Lo que comienza como un intento desesperado por encontrar auxilio en la soledad de una iglesia, termina convirtiéndose en un acto que lo condena: el hurto de objetos sagrados. Pero más allá del crimen, el relato nos sumerge en la mente de un hombre que no roba por codicia, sino por hambre —de pan, de fe y de sentido—.

Mientras enfrenta la indiferencia, el abuso y la traición, Miguel Ángel se aferra a la idea de que, quizá, aquel cáliz no era solo un objeto litúrgico, sino la promesa rota de un mundo que nunca lo acogió.

"El ángel sacrílego" es un relato sobre la fe perdida, la dignidad quebrada y el límite entre necesidad y pecado. Una historia donde el verdadero juicio no viene de los hombres, sino del peso de la conciencia.


El ángel Sacrílego

Pablo Rodríguez Prieto

Miguel Ángel Madrigal, un hombre de buena dicción, mediana estatura, piel blanca, ojos claros y abundante barba —que lucía sin afeitar durante varios días—, se veía sofocado. Encerrado en una pequeña celda, no mostró nunca señales de arrepentimiento. Recordaba en todo momento lo que, al parecer, sucedió aquella tarde en la que, sin mala intención alguna, llegó a las puertas de una iglesia en un lejano pueblo, en busca de alimento para su hambriento cuerpo y, por qué no, también para su alma, que ahora sufría. Siempre había padecido la indolencia de una sociedad que lo marginó desde niño.

Miguel Ángel Madrigal, natural de Santa Cruz, 45 años, soltero. Delito del que se le acusaba: hurto de objetos en la iglesia del pueblo de Colán, provincia de Paita, departamento de Piura. Al ser interrogado por sus captores, reconoció su culpa en todo momento y, sin ningún tapujo, detalló cómo ocurrieron los acontecimientos que lo mantenían encerrado por enésima vez en su vida.

Era pasado el mediodía, recordaba. Había llegado al pueblo un día antes, pues le habían dicho que podría conseguir trabajo como pescador. Pero, al parecer, nadie comprendió su necesidad y le dieron la espalda. Al verlo y escucharlo, nadie apostaba que un hombre con esa presencia y ese hablar pudiera realizar faenas de pesca.

El hambre siempre lo acompañaba. Debería estar acostumbrado, sin embargo, esta vez sentía que desfallecía. En esas circunstancias se acercó a las puertas de la iglesia. Al ver que la puerta estaba entreabierta, ingresó con la intención de pedir ayuda material al cura. Tocó primero con delicadeza y luego con insistencia. Nadie respondió. Llamó en voz alta varias veces mientras daba vueltas por el interior del templo. Cansado como estaba, se sentó en una de las bancas y trató de reflexionar sobre la fe, una fe que, a diferencia del hambre, siempre le fue esquiva.

Recordó que, cuando era niño, su abuela —ante la ausencia de su madre— lo llevaba a la iglesia los domingos, y que con un coscorrón lo obligaba a doblar las rodillas. Recordó sus clases de catequesis, la preparación para la primera comunión, de donde fue expulsado por reiteradas faltas hacia sus compañeras. También recordó haber sido echado de la escuela, a la que nunca más regresó. Su rebeldía lo llevó a alejarse de la casa de la abuela y del pueblo que lo vio nacer. Desde entonces había ejercido todos los oficios que uno pudiera imaginar, menos el de pescador, pues —según sus propias palabras— los pobladores de Paita y Colán nunca se lo permitieron.

Sentado como estaba en el interior de la iglesia, se sintió reconfortado. Se levantó y volvió a llamar. Nadie contestó. Se paró frente al altar e imaginó ser un sacerdote que se dirigía a una fervorosa feligresía.

Cansado de esperar la llegada del cura, comenzó a curiosear entre los objetos del lugar. Con mucho respeto, levantó el cáliz donde el sacerdote consagraba el vino en la eucaristía y simuló ese acto, mientras una fuerza extraña se apoderaba de él. Miró el objeto detenidamente: “Es oro”, pensó. “Esto vale mucho dinero”. Sintió que le quemaba las manos y lo soltó. Volvió a llamar con más fuerza. El silencio fue su única respuesta. Caminó por detrás del altar buscando a alguien, y se sintió más solo que nunca.

Volvió a coger el cáliz. Intentó esconderlo entre sus ropas, pero al ver que no cabía, tomó uno de los manteles que cubrían el altar y envolvió no solo el cáliz, sino todo lo que consideró de valor. Salió de la iglesia, primero con cautela, pero al no ver a nadie cerca, corrió para alejarse del lugar.

El pueblo parecía un desierto. El calor era intenso; todos acostumbraban a dormir la siesta a esa hora. Se detuvo un momento para calmar su respiración agitada y pensó que lo que llevaba entre sus manos no le pertenecía a ningún mortal. Se convenció de que no estaba haciendo nada malo. Más bien, entendió que una mano divina le ofrecía una nueva oportunidad para rehacer su vida. Mucho más tranquilo, se alejó del pueblo convencido de que lo esperaba un nuevo comienzo.

Al cabo de dos días, lejos de Colán y tras varias peripecias, encontró un joyero que aceptó hacer negocio con los objetos sustraídos. Lo primero que hizo el artesano fue fundir todo en una sola pieza. Pero, con cada movimiento, el oro parecía reducirse. Más parecía mago que joyero. Finalmente, colocó sobre una balanza unos pocos gramos del preciado metal y, tras unos cálculos poco convincentes, abrió un cajón y puso sobre la mesa algunas monedas de escaso valor.

Sorprendido, Miguel Ángel Madrigal no podía creer lo que veía. Quiso protestar, pero el joyero lo detuvo: el jefe del puesto policial era su compadre, y ya le había informado sobre el robo en la iglesia. Le ofreció dos caminos: coger las monedas y desaparecer, o seguir reclamando, asumiendo las consecuencias del origen de su mercancía. Concluyó diciendo que él también tenía dos opciones: decir que nunca lo había visto o denunciarlo a las autoridades por latrocinio sacrílego, como correspondía a un buen ciudadano.

Muy molesto, Miguel Ángel volteó la mesa. Tras recoger las monedas, tiró al suelo todos los instrumentos y objetos que pudo, y se alejó profiriendo insultos al oportunista joyero.

Al ver que el dinero no le alcanzaba para gran cosa, optó por alejarse aún más, sin saber que, adonde fuera, lo perseguiría su conciencia. Y fue esa misma conciencia la que habló de más un mal día, mientras bebía licor con falsos amigos. Borracho se jactó de lo que él llamaba “una travesura del destino” y se autodenominó “el ángel sacrílego”, sin darse cuenta de que hacía tiempo un detective le seguía los pasos.

Capturado y encarcelado, Miguel Ángel Madrigal permanecía impávido. Encerrado en esa pequeña celda, ahora esperaba su traslado a la lejana Paita para ser juzgado. No temía el juicio humano. En el fondo, sabía que la verdadera condena ya la cargaba consigo desde hacía mucho tiempo. Afuera, las campanas de una iglesia sonaban a lo lejos, como si lo llamaran por última vez. Miguel Ángel Madrigal cerró los ojos. Tal vez esta vez, por fin, alguien respondería su llamada. Al menos, por primera vez, alguien lo recordaría por un nombre.

 

 


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