Día de los muertos.
Deberíamos entender que nosotros éramos invitados en la casa. El tío Bernabé, en el desayuno de todos los domingos, lo repetía. Por lo tanto, en teoría, deberíamos ser atendidos de la mejor manera. La tía era la encargada de hacer nuestra estadía placentera y cada día se esforzaba por alcanzarnos elementos útiles que nos pudieran servir toda la vida.
La visita al cementerio fue programada
con bastante anticipación, por lo que encargó a una de las vecinas que
frecuentemente viajaba a Paiján y Chocope por negocios, para que le trajera un
atado de las mejores flores que pudiera encontrar.
- ¿Y hasta cuánto está dispuesta a pagar
caserita? – preguntó la señora que ya la conocía por ser regatona y tacaña.
- ¡Que insolencia! - respondió la tía y
se retiró.
Afuera las gallinas comenzaban a
caminar, y pensé una vez más en el gallito dormilón que mi padre siempre hacía
referencia al despertar antes que él. El gallo no cantó esta mañana, estaba
ocupado en otros quehaceres, las gallinas corrían de un lado para otro, mientras
que él golpeaba el piso con las patas y con el ala soltando unos sonidos
graciosos. Algunos pollitos corrían asustados buscando refugio.
Tenía que ir por el pan, el miedo a la
ira de la tía pudo más, así es que decidí salir. Tenía que hacerlo, primero me
acerqué a la ventana que estaba junto a la cama y por una pequeña rendija traté
de ver hacia afuera. Nada, no se veía nada. El frío que sentía era cada vez más
intenso, agravado por el miedo. Salí del cuarto y me dirigí a la cocina, armado
de valor por cumplir con mi deber. Al llegar a la puerta el miedo me detuvo.
Abrí la puerta y me retiré corriendo hacia mis hermanos. La neblina seguía ahí,
me reí solo y traté de ver si había algo más, no se movía nada.
Al salir a la calle, solo se podía ver
dos pasos adelante, trataba de silbar para armarme de valor, pero el bendito
silbido no salía. Soplando, más que silbando caminaba a grandes trancos,
tratando de llegar a la casa donde estaba la señora del pan.
Tal como estaba programado, después de
tomar desayuno fuimos al cementerio por primera vez durante nuestra estadía en
este pueblo. La tía tenía la cabeza cubierta con la mantilla que llevaba puesta
la primera vez que la vi. A la entrada del camposanto una enorme cruz nos dio
la bienvenida y fue allí donde depositó la mayor parte de las flores que
llevaba. Nos hizo arrodillar y nos pidió que rezáramos por el alma de nuestra
madre. Oswaldo no se arrodilló y comenzó a llorar, yo la obedecí presionado por
el peso de su mano sobre mi cabeza, Miguelito se arrodilló junto a mí y también
se puso a llorar por que él quería estar al lado de Oswaldo.
Luego avanzamos entre varias cruces que
había en el suelo. Algunas personas, en cuclillas limpiaban el lugar donde
estaban, arreglaban la cruz que estaba caída y depositaban unas ollas en el
piso.
Eran las diez de la mañana, porque así
lo escuche decir a un señor, y la neblina aún permanecía quieta sobre nosotros.
La tía arrodillada sobre una tumba, arreglaba lo mejor que podía las flores que
había llevado, luego se persignó y murmuraba algo que no pude entender. Cansado
por la espera, me senté en un montículo de tierra que había en el lugar, con la
vista traté de ubicar a Oswaldo, seguía parado frente a la cruz grande de la
entrada y se frotaba los ojos de cuando en cuando. Miguelito estaba junto a él
jugando con una lata que encontró en el lugar.
La mañana avanzaba y también el número
de personas que visitaba el lugar. Me quedé pensando, porque siendo un lugar
tan visitado no lo había notado antes. Sabía que existía el cementerio, pero
nunca nos habíamos acercado a él. Tampoco nunca había visto tanta gente reunida
aquí. Un grupo de personas llegó al lugar con un violín que sonaba lúgubre y
desentonado, era frotado por un señor que tenía la boca llena de un bolo verde
que masticaba dejando escapar un hilillo de líquido verdoso al que recogía
absorbiéndolo con sonoros movimientos de sus labios. Los que lo acompañaban
bebían un líquido transparente, de la misma botella que pasaba de mano en mano
luego de dar un sorbo cada uno. Los quedé mirando bastante tiempo, hasta que la
mano de mi tía cogió una mis orejas y de un tirón me hizo caminar.
- Estás sordo muchacho - gritaba
tratando de hacer escuchar su voz sobre el sonido del violín.
A la salida del camposanto, nos reunimos
con mis primos que habían llegado al lugar, cada uno de ellos tenía en la mano
un alfeñique que su mamá les había comprado, mis hermanos también comían la
dulce golosina. Pude ver que Raúl, José y Néstor comían uno entero, mientras
que Oswaldo y Miguel solo la mitad. Y solo una mitad, me tocó a mí también.
El lugar era una feria, muchos
vendedores de golosinas y de comida se acomodaban en el lugar y la cantidad de
gente aumentaba conforme avanzaba la mañana. Algunas niñas ofrecían flores
multicolores a los que recién llegaban, corriendo y empujándose entre ellas.
La neblina permaneció sobre el pueblo
hasta cerca del mediodía. El almuerzo de feriado fue servido en la mesa grande
y el tío no olvidó su monólogo de costumbre. Esta vez hablaba sobre la
inmortalidad.
- Los grandes hombres son recordados más
allá de la muerte, por sus obras, por sus gestos o por sus actos; lo que marca
la diferencia con los demás mortales. Son éstos los que fijan el rumbo de la
humanidad, ya que su paso por este mundo deja un sendero, un señuelo, para que
los que los sigamos, tratemos de alcanzarlos por nuestro propio bien. Los
líderes, los verdaderos líderes hacen su pininos en estos menesteres.
- Pero, pero ¿dónde están? - se preguntaba
mientras se frotaba la cabeza alisando sus cabellos con las dos manos. -
Nuestra sociedad sufre de ello, todos pretenden serlo y se desvanecen
enfrentándose en luchas in fraternas - tragó saliva y bajó el volumen de su voz
mientras seguía hablando por un rato más y luego calló, quedó pensando en sus
propias palabras, reclinando el rostro sobre sus manos, con los codos apoyados
sobre la mesa, parecía triste. Soltó un suspiro y se levantó.
Por la tarde los tíos y mis primos se
sentaron en la terraza que tenía la casa en la parte delantera. A los huérfanos
no nos invitaron, pero de a pocos nos fuimos acercando para escuchar lo que
conversaban. Raúl contaba una historia de almas que recorrían las calles por
las noches, la tía afirmaba con la cabeza lo que su hijo decía.
El tío contó la historia de doña Leonor,
una señora que era vecina de ellos y que tuvo un trágico final.
- Era la festividad de la patrona del
pueblo - comenzó su relato el tío -. La fiesta estaba amena y se había
prolongado hasta muy tarde. Todos los asistentes estaban ebrios. Doña Leonor
bailaba con todos los invitados menos con el marido; actitud que enojó al
vecino por lo que se dedicó a beber abundante aguardiente, - continuó tras un
breve silencio -. Los que estaban allí contaron que en un momento que nadie
recuerda, doña Leonor se retiró de la fiesta cerca de la diez de la noche. El
marido que estaba con una borrachera avanzada la siguió como pudo, hasta que al
tratar de abrir la puerta de su casa ésta se hallaba abierta, al entrar tropezó
con un hombre que estaba tirado en el piso; lo pateó varias veces sin reconocer
quien era, como quiera que el sujeto no se movía, se dirigió a su dormitorio
donde su señora dormía profundamente, atravesada sobre la cama. Fue entonces,
que le sobrevinieron tremendos celos. En ese estado semiconsciente y embrutecido
por el alcohol, salió a buscar en la huerta una barreta de metal que usaba para
remover la tierra. Primero atacó a su mujer, quien ante el primer golpe
reaccionó dando gritos desesperados, al tercer o cuarto golpe se calló para
siempre. Luego fue a buscar al desdichado que dormía en la sala plácidamente,
quien, por las patadas como por los gritos, se había levantado sin entender que
es lo que estaba pasando. Recibió un solo golpe y se desmayó. El agresor
creyéndolo muerto, salió del lugar para seguir bebiendo. Sus ocasionales
acompañantes le preguntaron qué pasó en su casa y por los gritos que habían
escuchado. Dio cualquier explicación.
Al regresar a su casa, para ver cómo
estaba su compañera, notó que el hombre que había golpeado ya no estaba. Se supo
luego que, ebrio como estaba caminaba cogiéndose de las paredes para no caerse,
la casualidad quiso que al pasar por la casa de doña Leonor la puerta estuviese
sin asegurar y el infeliz cayó dentro; no pudiéndose levantar se quedó dormido.
Al ir a ver a su mujer la encontró tirada en el piso sobre un enorme charco de
sangre. Cobardemente, en vez de auxiliarla salió de ahí y huyó del pueblo. El
escándalo al día siguiente fue grande, la familia de la señora juraba que
buscarían al asesino hasta en el propio infierno, la policía se movilizó para
encontrar al autor de tan horrendo crimen, pero nadie supo nada de él –. Tosió
el tío para ver la reacción de su audiencia y continuó -, desde entonces el
alma de la señora Leonor recorre las calles del pueblo llorando y llamando a su
marido. Quienes la vieron dicen que tiene un hueco en la frente de donde sigue emanando
sangre, la que limpia de cuando en cuando con el borde de su falda -. Tras las
últimas palabras el tío calló.
Al terminar de escuchar su relato, quedamos
todos en silencio. Quise retirarme, pero la noche ya cubría el pueblo y sentí
miedo. Llegué a la conclusión que yo también había visto a doña Leonor por las
mañanas cuando salía a traer el pan y la leche. Recordé que siempre me cruzaba
con personas que caminaban en silencio frotándose los ojos, como saber cuál era
doña Leonor y si en vez de frotarse los ojos lo que hacían era limpiar la
sangre que corría por su cara. Me estremecí y me pegué aún más al grupo.
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