En un pueblo cubierto de neblina, un niño huérfano revive con sus hermanos una experiencia marcada por el duelo, los rituales familiares y los silencios que deja la ausencia de una madre. Entre desayunos solemnes, visitas al cementerio, leyendas de aparecidos y el miedo infantil a lo desconocido, la rutina se entrelaza con lo sobrenatural. A través de la mirada inocente y sensible del narrador, emergen recuerdos, temores y pequeñas revelaciones que dan forma a una historia sobre la memoria, la pérdida y los vínculos que resisten incluso después de la muerte.
La voz de un
niño nos guía por una historia donde la muerte convive con lo cotidiano, y
donde lo sobrenatural se insinúa como parte natural del dolor y el amor que
persisten.
Día de los muertos
Pablo Rodríguez prieto
Deberíamos
entender que nosotros éramos invitados en la casa. El tío Bernabé, en el
desayuno de todos los domingos, lo repetía. Por lo tanto, en teoría, deberíamos
ser atendidos de la mejor manera. La tía era la encargada de hacer nuestra
estadía placentera, y cada día se esforzaba por alcanzarnos elementos útiles
que nos pudieran servir toda la vida.
La visita al
cementerio fue programada con bastante anticipación, por lo que encargó a una
de las vecinas —que frecuentemente viajaba a Paiján y Chocope por negocios— que
le trajera un atado de las mejores flores que pudiera encontrar.
—¿Y hasta cuánto
está dispuesta a pagar, caserita? —preguntó la señora, que ya la conocía por
ser regatona y tacaña.
—¡Qué
insolencia! —respondió la tía, y se retiró.
La neblina
cubría el puerto. Las nubes no corrían como en otras oportunidades; estas
estaban quietas. El frío era intenso cuando me desperté. Al tratar de abrir la
puerta que daba al patio, la volví a cerrar: una pared blanca estaba frente a
mí. Me asusté y corrí a despertar a mi hermano Oswaldo. Mala elección, pues por
más que lo sacudí y le di golpes en el rostro, no despertó. Me quedé sentado un
rato, mientras mi corazón latía aceleradamente. Miguelito se despertó y
preguntó qué pasaba. Le dije que algo había afuera, en la puerta. Me quedó
mirando; creo que no me entendió. El sueño pudo más, y se dejó caer sobre la
cama, quedándose dormido nuevamente.
Afuera, las
gallinas comenzaban a caminar, y pensé una vez más en el gallito dormilón al
que mi padre siempre hacía referencia al despertar antes que él. El gallo no
cantó esa mañana, estaba ocupado en otros quehaceres. Las gallinas corrían de
un lado para otro, mientras él golpeaba el piso con las patas y, con el ala,
soltaba unos sonidos graciosos. Algunos pollitos corrían asustados buscando
refugio.
Tenía que ir por
el pan. El miedo a la ira de la tía pudo más, así que decidí salir. Tenía que
hacerlo. Primero me acerqué a la ventana, que estaba junto a la cama, y por una
pequeña rendija traté de ver hacia afuera. Nada; no se veía nada. El frío que sentía
era cada vez más intenso, agravado por el miedo. Salí del cuarto y me dirigí a
la cocina, armado de valor para cumplir con mi deber. Al llegar a la puerta, el
miedo me detuvo. La abrí y me retiré corriendo hacia mis hermanos. La neblina
seguía allí. Me reí solo y traté de ver si había algo más; no se movía nada.
Al salir a la
calle, solo se podía ver a dos pasos adelante. Trataba de silbar para armarme
de valor, pero el bendito silbido no salía. Soplando más que silbando, caminaba
a grandes trancos, tratando de llegar a la casa donde vivía la señora del pan.
Tal como estaba
programado, después de tomar desayuno fuimos al cementerio por primera vez
durante nuestra estadía en este pueblo. La tía tenía la cabeza cubierta con la
mantilla que llevaba puesta la primera vez que la vi. A la entrada del
camposanto, una enorme cruz nos dio la bienvenida, y fue allí donde depositó la
mayor parte de las flores que llevaba. Nos hizo arrodillar y nos pidió que
rezáramos por el alma de nuestra madre. Oswaldo no se arrodilló y comenzó a
llorar; yo la obedecí, presionado por el peso de su mano sobre mi cabeza.
Miguelito se arrodilló junto a mí y también se puso a llorar, porque él quería
estar al lado de Oswaldo.
Luego avanzamos
entre varias cruces que había en el suelo. Algunas personas, en cuclillas,
limpiaban el lugar donde estaban, arreglaban la cruz caída y depositaban unas
ollas en el piso.
Eran las diez de
la mañana, porque así lo escuché decir a un señor, y la neblina aún permanecía
quieta sobre nosotros. La tía, arrodillada sobre una tumba, arreglaba lo mejor
que podía las flores que había llevado; luego se persignó y murmuraba algo que no
pude entender. Cansado por la espera, me senté en un montículo de tierra que
había en el lugar. Con la vista traté de ubicar a Oswaldo: seguía parado frente
a la cruz grande de la entrada y se frotaba los ojos de cuando en cuando.
Miguelito estaba junto a él, jugando con una lata que encontró en el lugar.
La mañana
avanzaba, y también el número de personas que visitaba el lugar. Me quedé
pensando por qué, siendo un lugar tan visitado, no lo había notado antes. Sabía
que existía el cementerio, pero nunca nos habíamos acercado a él. Tampoco había
visto tanta gente reunida allí. Un grupo de personas llegó con un violín que
sonaba lúgubre y desentonado; era frotado por un señor que tenía la boca llena
de un bolo verde que masticaba, dejando escapar un hilillo de líquido verdoso,
el cual recogía absorbiéndolo con sonoros movimientos de sus labios. Los que lo
acompañaban bebían un líquido transparente, de la misma botella que pasaba de
mano en mano tras cada sorbo. Los observé bastante tiempo, hasta que la mano de
mi tía cogió una de mis orejas y, de un tirón, me hizo caminar.
—¡Estás sordo,
muchacho! —gritaba, tratando de hacerse escuchar por encima del sonido del
violín.
A la salida del
camposanto, nos reunimos con mis primos que habían llegado al lugar. Cada uno
de ellos tenía en la mano un alfeñique que su mamá les había comprado. Mis
hermanos también comían la dulce golosina. Pude ver que Raúl, José y Néstor
comían uno entero, mientras que Oswaldo y Miguel solo la mitad. Y solo una
mitad me tocó a mí también.
El lugar era una
feria. Muchos vendedores de golosinas y comida se acomodaban, y la cantidad de
gente aumentaba conforme avanzaba la mañana. Algunas niñas ofrecían flores
multicolores a los que recién llegaban, corriendo y empujándose entre ellas. La
neblina permaneció sobre el pueblo hasta cerca del mediodía.
El almuerzo de
feriado fue servido en la mesa grande. El tío, como siempre, aprovechó el
momento para compartir alguna reflexión. Esta vez hablaba de la muerte y de
cómo algunos logran, de algún modo, no irse del todo.
—Hay personas
que siguen vivas, aunque ya no estén —dijo, mirando su plato—. A veces por lo
que hicieron, a veces por cómo vivieron… o simplemente por lo mucho que los
quisimos.
Hizo una pausa larga y luego añadió:
—No hace falta
ser un gran hombre para dejar huella. Basta con que alguien te recuerde con
cariño. - Los grandes hombres son
recordados más allá de la muerte, por sus obras, por sus gestos o por sus
actos; eso es lo que marca la diferencia con los demás mortales.
Lo dijo con voz
suave, casi como si hablara consigo mismo. Luego guardó silencio, reclinó el
rostro sobre sus manos apoyadas en la mesa y suspiró. Por un momento, pareció
muy lejos de todos nosotros. Se
frotaba la cabeza alisando sus cabellos con las dos manos.
Tragó saliva y
bajó el volumen de su voz, mientras seguía hablando por un rato más. Luego
calló. Quedó pensando en sus propias palabras, reclinando el rostro sobre sus
manos, con los codos apoyados en la mesa. Parecía triste. Soltó un suspiro y se
levantó.
Por la tarde,
los tíos y mis primos se sentaron en la terraza que tenía la casa en la parte
delantera. A los huérfanos no nos invitaron, pero de a pocos nos fuimos
acercando para escuchar lo que conversaban. Raúl contaba una historia de almas
que recorrían las calles por las noches. La tía afirmaba con la cabeza lo que
su hijo decía.
El tío contó la
historia de doña Leonor, una señora vecina que tuvo un trágico final.
—Era la
festividad de la patrona del pueblo —comenzó su relato el tío—. La fiesta
estaba amena y se había prolongado hasta muy tarde. Todos los asistentes
estaban ebrios. Doña Leonor bailaba con todos los invitados menos con el
marido, actitud que enojó al vecino, quien se dedicó a beber abundante
aguardiente —continuó, tras un breve silencio—. Los que estaban allí contaron
que, en un momento que nadie recuerda, doña Leonor se retiró de la fiesta cerca
de las diez de la noche. El marido, que estaba con una borrachera avanzada, la
siguió como pudo. Al tratar de abrir la puerta de su casa, esta se hallaba
abierta. Al entrar, tropezó con un hombre que estaba tirado en el piso; lo
pateó varias veces sin reconocer quién era. Como quiera que el sujeto no se
movía, se dirigió a su dormitorio, donde su señora dormía profundamente,
atravesada sobre la cama. Fue entonces cuando le sobrevinieron tremendos celos.
En ese estado semiconsciente y embrutecido por el alcohol, salió a buscar en la
huerta una barreta de metal que usaba para remover la tierra. Primero atacó a
su mujer, quien ante el primer golpe reaccionó dando gritos desesperados. Al
tercer o cuarto golpe, se calló para siempre. Luego fue a buscar al desdichado
que dormía en la sala plácidamente. Este, por las patadas y los gritos, se
había levantado sin entender qué pasaba. Recibió un solo golpe y se desmayó. El
agresor, creyéndolo muerto, salió del lugar para seguir bebiendo. Sus
acompañantes le preguntaron qué pasó en su casa y por los gritos que habían escuchado.
Dio cualquier explicación.
Al regresar,
notó que el hombre ya no estaba. Se supo luego que, ebrio como estaba, caminaba
cogiéndose de las paredes para no caerse. La casualidad quiso que, al pasar por
la casa de doña Leonor, la puerta estuviese sin asegurar, y el infeliz cayó
dentro; no pudiendo levantarse, se quedó dormido.
Al ir a ver a su
mujer, la encontró tirada sobre un enorme charco de sangre. Cobardemente, en
vez de auxiliarla, salió huyendo del pueblo. El escándalo al día siguiente fue
grande. La familia de la señora juró que buscaría al asesino hasta en el propio
infierno. La policía se movilizó, pero nadie supo nada de él —. Tosió el tío
para ver la reacción de su audiencia, y continuó—: Desde entonces, el alma de
doña Leonor recorre las calles del pueblo llorando y llamando a su marido.
Quienes la vieron dicen que tiene un hueco en la frente de donde sigue emanando
sangre, la que limpia de cuando en cuando con el borde de su falda.
Tras esas
palabras, el tío calló.
Al terminar de
escuchar su relato, quedamos todos en silencio. Quise retirarme, pero la noche
ya cubría el pueblo y sentí miedo. Llegué a la conclusión de que yo también
había visto a doña Leonor por las mañanas, cuando salía a traer el pan y la
leche. Recordé que siempre me cruzaba con personas que caminaban en silencio
frotándose los ojos. ¿Cómo saber cuál era doña Leonor? ¿Y si en vez de frotarse
los ojos, lo que hacían era limpiar la sangre que corría por su cara? Me
estremecí y me pegué aún más al grupo.
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