En la víspera de Navidad,
una joven sobrevive milagrosamente a un accidente aéreo en plena selva
amazónica. Herida, sola y perdida entre la lluvia, el barro y los insectos,
emprende una odisea desesperada por volver a la vida.
“Desventura” es un relato desgarrador de supervivencia en
condiciones extremas, donde el cuerpo y el espíritu son llevados al límite. A
través de lluvias interminables, hambre, infecciones, insectos, y el recuerdo
constante de su madre, la joven protagonista avanza impulsada solo por la
esperanza de volver a vivir.
Este cuento entrelaza el
drama humano con la majestuosidad hostil de la naturaleza, retratando con
crudeza y sensibilidad el coraje que emerge en los momentos más oscuros. Una
historia sobre el dolor, la resistencia y el amor que nos mantiene en pie cuando
todo parece perdido.
“Desventura” es un relato intenso de supervivencia, dolor y
resistencia, donde el amor por la familia y la esperanza se convierten en las
únicas fuerzas para seguir adelante.
Desventura
Pablo Rodríguez Prieto
El malestar propio de haber dormido poco se manifestaba en mi mal humor y
en la impaciencia causada por el retraso de nuestro vuelo, que ya duraba mucho
más de lo esperable. Nos citaron en el aeropuerto a las seis de la mañana; son
las diez y nadie da razón de la demora.
—Si estuviera papá, ya habría reclamado por lo menos veinte veces —le dije
a mamá, quien, con total indiferencia, contestó:
—Es cierto. Felizmente no está —y continuó sentada como si no pasara nada,
estoica ante lo que sucedía.
Anoche fue mi fiesta de promoción, y el baile de graduación se prolongó
hasta pasada la medianoche. Dormimos apenas un par de horas, y mi madre, tan
puntual como siempre, me sacó de la cama contra mi voluntad para estar aquí,
sin saber siquiera si podríamos volar hoy.
Es 24 de diciembre. Papá nos espera y no hay forma de postergar el viaje.
—¡Ten paciencia y cálmate! —dijo mi madre ante uno de mis reclamos. Siguió
tan serena como siempre, con su bolso sobre las piernas, la espalda recta y la
mirada al frente. Tal vez su profesión de ornitóloga hacía que tuviera esa
paciencia y esa quietud que mostraba en todo momento. Papá es todo lo
contrario: es súper activo, y muchos dicen que yo me parezco mucho a él.
Lamento no haber hecho caso a mamá cuando opinó sobre mi vestimenta. Ella
sugirió que me pusiera pantalones y zapatillas. Ahora estoy con un vestido
delgado y corto, sandalias muy veraniegas y, para colmo, en el aeropuerto hace
frío. Yo supuse que en un par de horas estaríamos en Pucallpa disfrutando del
calor, no sentadas acá, congelándonos.
Me entretuvo el recuerdo de la finca donde trabajan mis padres en un
proyecto de investigación de la Universidad de San Marcos, en medio de la
selva. Saber que volvería pronto a ver a papá me llenaba de felicidad, así como
también el hecho de reencontrarme con la naturaleza, que tanto me atrae y me
gusta. Tengo muchos proyectos y sueños en la cabeza, algunos relacionados con
el inicio de mis estudios universitarios, que comenzarán muy pronto. Creo que
estudiaré Biología y me encantaría trabajar al lado de papá. Es casi seguro que
tenga que viajar a Alemania, la tierra de mis padres, para cursar estudios
superiores.
Por los altoparlantes de la sala de espera del Aeropuerto Internacional
Jorge Chávez se escuchó el llamado a los pasajeros del vuelo 508 con destino a
Pucallpa. Los, hasta entonces, molestos pasajeros se levantaron dando vítores,
armando una tremenda trifulca al querer abordar el avión todos a la vez. Mi
madre, prudentemente, me indicó que nos quedáramos sentadas hasta que se
calmaran los ánimos. Por eso fuimos las últimas en abordar la nave.
El vuelo y el accidente
A mí me encanta viajar y lo disfruto plenamente. Transcurrida cerca de una
hora de vuelo apacible, después de haber visto de cerca los nevados de la
cordillera de los Andes, se extendió a nuestros pies la inconmensurable sábana
verde de la selva amazónica. Yo viajaba en la ventanilla, delante de las alas
del avión, y mi mamá estaba junto a mí, en el asiento del pasillo. Observaba la
llanura selvática mientras rememoraba gratos momentos vividos en ese paraíso
que tanto adoraba mi papá.
De pronto, todo cambió. Frente a nosotros apareció una inmensa nube gris
que, en poco tiempo, nos envolvió, dejando todo oscuro fuera del avión. La nave
comenzó a sacudirse y la tripulación ordenó que nadie se moviera de su asiento.
Las aeromozas, apresuradas, suspendieron la entrega de alimentos y bebidas. El
traqueteo de la aeronave se volvió más intenso, y los compartimentos de
equipaje de mano se abrieron, haciendo que los objetos se esparcieran por la
cabina. Algunos alimentos se derramaron sobre los pasajeros mientras el capitán
ordenaba, con voz firme, que debíamos abrocharnos los cinturones de seguridad y
permanecer sentados, inclinados sobre nuestras piernas. Creo, y estoy
convencida, de que esa orden fue lo que me salvó la vida.
Asustada, obedecí. Vi el rostro de mi madre palidecer, y al coger su mano,
la sentí muy fría. Escuché a varios pasajeros gritar, unos de miedo, otros de
dolor, al ser golpeados por los objetos que se sacudían de un lado a otro sin
control.
Un pitido intermitente y agudo me lastimaba los oídos, al igual que a
muchos pasajeros que se los cubrían con las manos. El avión comenzó a elevarse
apresuradamente, supuse que intentando salir de la tormenta. De la parte
superior de nuestros asientos cayeron mascarillas de oxígeno, unidas a unas
mangueritas. Un sobrecargo nos ordenaba ponérnoslas si sentíamos dificultad
para respirar. La nave se encontraba por encima del límite de altitud normal.
No entendía qué estaba ocurriendo; todos éramos zarandeados violentamente. Los
objetos sueltos que saltaban por la cabina comenzaron a deslizarse hacia el
final del avión.
De pronto, una intensa luminosidad asomó por la ventanilla a mi lado. El
avión giró bruscamente hacia ese lado y una tremenda llamarada comenzó a
envolverlo. Mi madre, con los ojos humedecidos por el pavor, solo atinó a
decir:
—Esto es el fin.
Se soltó de mi mano, y en ese instante, una fuerte explosión sacudió la
nave, partiéndola y separándonos definitivamente.
Fui lanzada hacia el vacío, aún sentada en el asiento que, separado de la
aeronave, caía conmigo. Con todas mis fuerzas me aferré a él. Comenzó a girar
en espiral durante el descenso. Mareada y aturdida, cerré los ojos y ya no pude
ver más. El pitido agudo desapareció, al igual que los gritos de los pasajeros
y el ruido aterrador de la explosión. Todo era silencio. Solo sentía el silbido
del viento rozando la butaca. Finalmente, perdí el conocimiento.
El despertar y la decisión
Al despertar con el alba del día siguiente, seguía atrapada en la misma
pesadilla. La lluvia persistía con fuerza y todo era una horrorosa realidad.
Con bastante dificultad logré deshacerme del asiento y comenzar el descenso.
Sentí un fuerte dolor en el hombro que me impedía asirme con firmeza con la
mano izquierda. Un corte considerable en una de mis piernas sangraba, un
rasguño grande en la cara aún no se cerraba, y uno de mis ojos, golpeado, me
limitaba la visión, agravada por la pérdida de mis gafas. Una de mis sandalias
ya no estaba, por lo que sentía dolor al apoyar el pie descalzo en las ramas
durante la bajada.
Recordé las palabras finales de mi madre y comencé a buscarla
desesperadamente. No tardé en encontrar el cuerpo de una mujer. Asumí de
inmediato que era ella. Me incliné sobre su cuerpo y lloré durante largo rato.
Al calmarme, noté que tenía las uñas pintadas. Eso me hizo descartar que fuera
mi madre, pues ella nunca acostumbraba a pintarse las uñas.
El escenario era espantoso: restos del avión humeaban bajo la lluvia, tras
haber ardido toda la noche. Equipaje desperdigado por todos lados. Varios
cuerpos, muchos de ellos desmembrados, estaban esparcidos en un amplio radio.
Caminé entre los escombros del avión y los restos humanos hasta que
encontré el cuerpo de mamá. La abracé, traté de limpiar su rostro y la arrastré
para protegerla de la lluvia bajo un frondoso árbol. Fue entonces cuando decidí
salir en busca de ayuda.
No tenía idea de dónde me encontraba, pero recordé un consejo de papá:
"toda corriente de agua te llevará a un río grande, y junto a él siempre
habrá asentamientos humanos". Me lo dijo un día como este, cuando llovía
intensamente.
Recogí una bolsa de caramelos y un pan dulce que encontré en el suelo. Noté
que las aguas de la lluvia fluían hacia el interior del bosque, así que, con la
esperanza de volver pronto por mamá, me adentré en la selva siguiendo ese
curso.
La selva, la lluvia y la primera noche
Al promediar el mediodía, la lluvia aún continuaba. Sentía mucho frío. Mi
avance era lento, pues la enmarañada selva me impedía caminar con rapidez.
Muchas veces tuve que rodear los obstáculos con miedo de perder el curso del
agua. Afortunadamente, eso no sucedió.
Durante todo el día no pude ver el sol. Sentía que un diluvio caía sobre mí
sin descanso, sin piedad. Mi vestido comenzó a hacerse jirones, y el pie
descalzo, lastimado, me dolía cada vez más al pisar.
Caminé sin parar hasta bien entrada la tarde. Intuí que tendría que pasar
la noche en medio del bosque, por lo que busqué un lugar para refugiarme antes
de que oscureciera. A pesar del aguacero, había insectos que sobrevolaban en
torno a mí, y en el menor descuido, clavaban sus aguijones en mi piel.
La noche llegó. Encontré un árbol caído y me cobijé debajo de él, luego de
inspeccionar los alrededores. Mi mayor miedo era encontrar una serpiente, así
que, con una vara, removí todo posible escondite. Al anochecer, la lluvia
amainó un poco, pero eso dio paso a un vendaval de zancudos que devoraban mi
cuerpo semidesnudo. No sabía qué parte del cuerpo me dolía más. No tenía
fuerzas para espantarlos. Sentía que desfallecía de miedo y dolor. Lloré mucho.
Pasé la noche en vela. El temor de ser atacada por algún animal no me
permitió dormir. Los ruidos de la selva eran ensordecedores y aterradores. La
oscuridad absoluta me impedía ver algo, y el recuerdo reciente de la explosión
del avión me atormentaba.
Antes de que amaneciera completamente, reinicié la marcha. La primera
dificultad fue que, al dejar de llover, la corriente de agua que seguía se
volvió casi imperceptible. Una intensa neblina lo cubría todo. La poca
visibilidad matutina, agravada por mi miopía y la falta de gafas, dificultaba
aún más mi lento caminar.
Al cabo de un rato, logré encontrar otra corriente de agua, mucho mayor que
la anterior. Aquello me llenó de alegría en medio de todas las dificultades.
Caminaba con los pies en el agua; en algunos tramos llegaba hasta la cintura.
Pero era más fácil avanzar así, ya que el agua se abría paso entre la maleza.
Un poco confiada, no vi una liana que atravesaba el torrente, la cual casi
me arranca la cabeza. Aun así, nada me detuvo. Continué, ahora con el cuello
también adolorido.
El canal de agua se ensanchaba con cada paso, recibiendo afluentes por
todos lados. Para mí, eso era una buena señal. Pensaba que estaba más cerca de
encontrar ayuda, y esa idea renovaba mis escasas fuerzas.
Dolor, insectos y segunda noche
El siguiente temor apareció cuando vi moverse algo oculto junto a la
orilla. Pensé que se trataba de un cocodrilo, muy frecuentes en estos lugares.
Para mi alivio, era solo un pequeño roedor que había caído al agua y luchaba
por salir. Me mantuve lo más alejada posible de la orilla y avancé nadando o
dejándome arrastrar por la corriente cuando era posible.
Todo iba bien, hasta que volvió a llover. Sentí que moriría en el intento.
El frío me calaba los huesos, y mis fuerzas disminuían rápidamente. Ya me había
terminado los caramelos y el pan dulce. Tenía miedo de comer los frutos que
encontraba a cada paso. Papá me había dicho que, si no estaba segura de su
procedencia, no los comiera, porque podrían ser venenosos.
El hambre era insoportable, y al estar tanto tiempo dentro del agua, me dio
un calambre en una pierna. La otra, con la herida abierta, me dolía de forma
lacerante. La vista, cada vez más borrosa, me impedía distinguir lo que había
fuera del agua, así que solo me concentraba en seguir el curso del canal. El
dolor en la clavícula se intensificaba con el esfuerzo de nadar.
Muchas veces el agua se introducía en túneles de vegetación cerrada que me
aterraban. Pero, como no podía caminar, optaba —contra lo que yo deseaba— por
continuar dentro del agua.
En una de esas ocasiones, toqué accidentalmente un nido de pequeñas
hormigas rojas que colgaba de una rama. Muchas de ellas cayeron sobre mi
cuerpo, produciéndome un ardor insoportable. Al poco rato, mi piel estaba
inflamada. Muchas aún seguían enredadas en mi cabello. Por más que trataba de
aliviarme dentro del agua, la incomodidad no cesaba. Lloraba en silencio
mientras la corriente me arrastraba, flotando de espaldas.
La noche volvió a llegar. Busqué un lugar donde intentar refugiarme. La
lluvia no cesaba. Bebí abundante agua que el aguacero acumulaba en las hojas.
Trepé a un árbol pequeño cuyas ramas ofrecían una especie de cobijo, fuera del
suelo totalmente anegado.
La noche fue inclemente. Los zancudos regresaron al atardecer, esta vez más
feroces. Me aterraban los sonidos de los animales que huían de la inundación.
Igual que la noche anterior, no pude dormir. Truenos y relámpagos estallaban
muy cerca de mí, recordándome la explosión del avión. Era un paisaje
alucinante, entre real y pesadilla.
El río, la balsa y el intento
fallido
Al amanecer, vi que todo el suelo estaba cubierto de agua. Ya no se
distinguía el canal que la tarde anterior me había ayudado a avanzar. Caminé
desorientada durante un buen rato, tropezando continuamente en medio del
lodazal, hasta que la suerte me llevó, por accidente, a encontrar nuevamente el
cauce al caer dentro de él.
Grité aterrada al chocar con un animal, probablemente ahogado. Superado el
susto, sentí que avanzaba mucho más lento que el día anterior. Las aguas
estaban empantanadas, la corriente era tenue y no me arrastraba, por lo que
tenía que nadar cuando era posible o jalarme de ramas y troncos que abundaban
en el canal.
Por fortuna, la lluvia cesó y el agua comenzó a definirse mejor. Al caer la
tarde, llegué a un río más amplio, sin ramas ni obstáculos, pero igualmente
lento en su discurrir. Sabía que otra noche se aproximaba, y debía buscar un
lugar para refugiarme.
Esa vez los zancudos eran diferentes: mucho más grandes. Cuando lograba
aplastarlos, dejaban escurrir un buen chorro de sangre, produciéndome un
escozor insoportable. Me laceraba la piel al rascarme, y el ardor era tal que
ya había perdido la noción del tiempo, del espacio y del miedo.
Rendida por el esfuerzo y por las noches anteriores sin dormir, esta vez me
dejé vencer. No busqué refugio. No me protegí. Al salir del agua, en una
explanada libre de vegetación, me tendí sobre el suelo, con la intención de
descansar un rato. Desperté al amanecer.
A mi alrededor, había huellas de animales que no pude identificar, pero
que, presumiblemente, habían pasado junto a mí en algún momento de la noche.
Para mi buena suerte, muy cerca, distinguí un árbol de plátanos. Me abalancé
sobre él y devoré la fruta con desesperación. Por fin algo calmaba el hambre
que mordía mis entrañas.
Luego de descansar un poco más y ordenar mis ideas, pensé en construir una
balsa con los troncos que había en el lugar. Con mucho esfuerzo, logré
arrastrar tres pedazos de árbol hasta la orilla del río. Los até con lianas
como pude. Después de probar su resistencia, pensé que el esfuerzo había valido
la pena.
Cargué la balsa con un racimo de plátanos y la empujé hacia la corriente.
El río estaba más torrentoso, por lo que tuve dificultades para subirme. En el
intento, perdí los plátanos y la balsa comenzó a desarmarse. Los troncos se
separaron y se alejaron. Yo quedé sujeta a uno de ellos.
Después de todo, pensé, no estaba tan mal. Avanzaba con más facilidad que
el día anterior. Me colgué del tronco y dejé que la corriente me arrastrara.
Muchas veces escuché aviones sobrevolar la zona. Con una mano intentaba
llamar su atención, agitándola desesperadamente. Pero no me veían. Se alejaban
sin saber que allí abajo una persona luchaba por sobrevivir. Quedaba desolada,
rota.
La cabaña, el dolor y el rescate
Al atardecer de uno de esos días —ya no recordaba cuántos llevaba metida en
el agua—, llegué a un sitio que llamó mi atención. Mi visión, borrosa por el
cansancio y la falta de gafas, no me permitió identificar de inmediato de qué
se trataba. Pero algo me resultaba familiar. Me acerqué, nadando con las
últimas fuerzas que me quedaban.
Era una canoa, amarrada en la orilla del río. Frente a ella, una pequeña
extensión de playa y, a pocos pasos, una rústica cabaña.
Me abalancé sobre la canoa mientras gritaba, esperando que alguien saliera
a ayudarme. Pero no obtuve respuesta. Todo estaba en silencio. Mi primera
intención fue subirme a la canoa y alejarme de allí. Sin embargo, me sentía
demasiado débil. Me mantenía en pie con dificultad. Entonces decidí acercarme a
la cabaña.
Buscaba algo que comer, pero solo encontré un recipiente con gasolina junto
a un viejo motor. En ese momento, recordé que papá solía echar queroseno sobre
las heridas de los perros para matar los gusanos que aparecían en las llagas.
Mis lesiones se veían muy mal. El dolor era insoportable. Sentía una
efervescencia en la carne, como si algo se moviera dentro. Las heridas estaban
infectadas con larvas. Así que, sin pensarlo demasiado, vacié la gasolina sobre
las llagas de mi pierna y brazo.
El dolor fue indescriptible.
Las larvas, al contacto con el combustible, intentaron introducirse aún más
en la carne. Grité con todas mis fuerzas. Un alarido desgarrador salió de mi
garganta y, de inmediato, perdí el conocimiento.
Me despertaron voces. Abrí los ojos y vi a tres hombres parados junto a mí.
Pensé que era un sueño. Al incorporarme, los asusté. Retrocedieron, con miedo
evidente en sus rostros.
Los saludé. Les pedí ayuda. Me miraban con desconfianza, como si no
creyeran que fuera real. Uno de ellos, con una rama, me pinchó para cerciorarse
de que era de carne y hueso.
Les supliqué que me escucharan. Les conté que el avión en el que viajaba se
había estrellado, que llevaba varios días perdida en la selva. Ellos, aún
dudosos, mencionaban a una supuesta "diosa del agua", una figura
mítica que —según su creencia— toma la forma de mujer para atraer a los hombres
y ahogarlos en el río.
Con lágrimas en los ojos, les conté sobre mamá, que había muerto en el
accidente. Les dije que mi papá me esperaba en Pucallpa para celebrar la
Navidad. Finalmente, algo en mi voz o en mi historia los convenció. Recordaron
haber oído en una radio a pilas sobre el accidente ocurrido en víspera de
Navidad.
Prepararon algo para comer. Revisaron mis heridas y, con una espina,
comenzaron a extraer las larvas de mi pierna y brazo. Sentí dolor, pero esta
vez también alivio.
Luego me embarcaron en la canoa y remaron sin parar durante varias horas,
hasta llegar a un pequeño pueblo llamado Tournavista. Allí me atendieron de
urgencia en una clínica local. Los médicos, al ver la gravedad de mis heridas,
ordenaron evacuarme de inmediato en una avioneta hacia Pucallpa.
El reencuentro, el rescate y la única sobreviviente
El emotivo reencuentro con papá se dio en el aeropuerto de Pucallpa. Apenas
me vio, se abalanzó sobre mí. Me abrazó con fuerza, desesperadamente, como si
no quisiera soltarme nunca más. Quiso saber cómo estaba mamá. Por mi silencio,
lo entendió todo.
Lloramos juntos durante largo rato, camino al hospital. Me observaba en
silencio, sin saber qué palabras usar. Yo no tenía fuerzas para hablar. Solo
sentía que, al fin, había llegado a un lugar seguro.
Poco después, papá partió en una comitiva del ejército, bomberos, médicos y
guías hacia el lugar donde las personas que me ayudaron dedujeron que se
encontraban los restos del avión. La lluvia persistía, dificultando cada
operación.
Tras varios días, regresó con el cuerpo de mamá... y con algunos restos de
pasajeros. Luego llegarían más. Las condiciones climáticas continuaban siendo
adversas, lo que hacía aún más difícil las tareas de rescate.
Se recuperaron noventa y tres cuerpos entre pasajeros y tripulación. Yo era
la única sobreviviente.
La ciudad de Pucallpa estaba profundamente afectada por la tragedia.
Reinaba la consternación entre sus habitantes. Muchas familias lloraban a sus
muertos. Las emisoras repetían sin cesar las noticias sobre el accidente. Yo me
convertí en símbolo de esperanza, aunque me sentía frágil y rota por dentro.
No comprendía por qué había sobrevivido. Ni cómo lo había hecho.
Lo que sabía con certeza era que una parte de mí se había quedado para
siempre en aquella selva. Entre el lodo, el dolor, los gritos... y el último
susurro de mamá.
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