En una tarde crepuscular junto al mar, una pareja llega a un bar costero en
busca de un momento de escape. Ella, silenciosa y distante, solo desea
contemplar el horizonte; él, aferrado a una rutina de palabras vacías, intenta
llenar un espacio que ya parece ajeno. La aparente calma se rompe con la
aparición de una gitana enigmática, que lanza una perturbadora advertencia tras
leer sus cartas y las manos de la joven.
Lo que comienza como un encuentro casual se transforma en una confrontación
íntima con verdades que ninguno de los dos está preparado para enfrentar.
Mientras el mar murmura antiguas historias y las gaviotas sobrevuelan el
atardecer, las líneas del amor, el deseo y la renuncia se revelan con una
claridad dolorosa. Al final, ella no vino por él. Ella solo quería ver el mar.
Una historia breve, intensa y atmosférica sobre el amor, el desencanto y la
fuerza de una decisión silenciosa.
Ella solo quería ver el mar
Pablo Rodríguez Prieto
Caminando por la playa, llegaron tomados de la mano a la terraza del bar
que les daba la bienvenida. Un lugar privilegiado los invitaba a disfrutar del
mar y a saborear el dulce placer que la brisa otorgaba. El largo y antiguo
muelle, a un costado de la terraza, dejaba entrever parte de lo que alguna vez
fue un centro de operaciones portuarias. Ahora acondicionado para visitas
turísticas, mostraba su renovada belleza. Una bandada de gaviotas saltaba entre
las pequeñas olas que morían lentamente en la arena, buscando algo que las
pudiera alimentar, mientras el sol, en el ocaso del día, se ocultaba entre
nubes y un horizonte teñido de múltiples colores.
Se sentaron en una pequeña mesa, atendidos por una servicial mujer ya
entrada en años, que mostraba una mueca a modo de sonrisa. Pidieron dos
cervezas y volvieron a cogerse de las manos. Él trató de mirarla a los ojos,
pero ella los esquivó. Hablaron del tiempo y del viento, de nada importante o,
por lo menos, de nada que a ella le importara tanto como ver, en la brumosa
lontananza, el mar. La conversación parecía un monólogo aburrido por parte de
él; ella solo miraba el horizonte, que poco a poco se oscurecía.
De pronto, envuelta en telas de acetato y tafetanes brillantes que
pretendían ser sedas, con los brazos cubiertos por brazaletes metálicos que
tintineaban al compás de sus pasos, apareció junto a la pareja una figura
inesperada. En una mano sostenía un mazo de cartas españolas, sucias y
envejecidas por los años y el uso. Era la gitana. Su llegada interrumpió el
silencio que ya se había instalado entre ellos, justo cuando se disponían a
marcharse en busca de alguna otra distracción que los acercara de mejor forma.
La mujer saludó con una amabilidad que parecía ensayada y, sin pedir
permiso, arrojó las cartas sobre la mesa. Se inclinó hacia adelante, las
observó en silencio unos segundos y luego, como si una sombra la hubiera
rozado, se llevó las manos al rostro, en un acto teatral y forzado que
sorprendió a los jóvenes. Retrocedió un paso, temblorosa, recogió apresurada su
baraja desgastada y murmuró:
—Veo algo feo entre ustedes.
Ambos se miraron por primera vez en largo rato, confundidos.
—Si me lo permiten —dijo con tono grave—, leo sus manos y vemos qué se
puede hacer… Tal vez haya forma de torcerle el brazo y reparar el camino del
caprichoso destino.
El ambiente se puso tenso. La gitana simulaba asombro, escondida entre las
sombras del sol que se ocultaba y la penumbra de la luz mortecina que alumbraba
el lugar. Ninguno de los dos esperaba esto.
Ella dudó, palideció ligeramente, y él intentó deshacerse de la incómoda
visita mientras llamaba para pedir la cuenta. Sin embargo, la curiosidad de
ella hizo que extendiera la mano, y la gitana la tomó con delicadeza,
deshaciéndose en elogios por lo bien cuidadas que estaban. Su voz, susurrante,
comenzó a desgranar significados: una vida larga, sí, pero no sin dolor;
algunos años de sinsabores, seguidos —al final— de una plenitud luminosa, en un
lugar distante, quizás otro país, quizás otra vida. Ella asintió sin palabras,
como si ya lo supiera.
La noche había caído del todo, y el frío comenzaba a calar, aunque más que
en la piel, se sentía en el aire espeso que rodeaba la mesa. Él, molesto, la
miraba con fastidio. Pero fue persuadido a quedarse un poco más. Otra cerveza
llegó. La gitana le aseguró que no quería cobrar, que su única misión era
ayudar a quienes se abrían a su arte.
Entonces, inclinándose hacia ella, le susurró algo al oído. Ambas rieron.
Una risa corta, cómplice. Fue ahí cuando la gitana, sin dejar de mirar sus
palmas, dijo con calma:
—Las líneas del amor que tienen son parecidas… pero eso no significa que
deban seguir juntos.
Él se irguió con brusquedad, el rostro enrojecido.
—¡Basta de esta farsa! Charlatana…
—No, señor, no —respondió la gitana, clavándole los ojos con una intensidad
desconocida—. No voy a permitir que me insulte. ¡Esto no es ninguna farsa!
Luego se volvió hacia ella, y con una frialdad súbita y sin ningún reparo,
concluyó:
—Te lo repito: aléjate de este jovencito. Nunca podrás tener un hijo con
él.
—¡Ya se puede ir! —dijo él, molesto, sin mirarla a los ojos.
La incomodidad se le notaba en la postura, en los dedos que tamborileaban
con ansiedad sobre la mesa.
La gitana, sin inmutarse, tomó una silla cercana y se sentó con la
familiaridad de quien ha estado ahí muchas veces, con muchas otras almas confundidas.
Cogió el vaso lleno de la última cerveza y lo vació de un trago, como si
bebiera también el aire espeso que los rodeaba.
—Yo te recomiendo... —intentó decir, pero él la interrumpió con un gesto
violento de la mano.
—Le dije que no quiero sus recomendaciones. ¡Lárguese ya!
El tintineo de sus brazaletes resonó como campanas lejanas y, por un
instante, pareció que el aire se volvía más denso, como si la brisa se
detuviera a escuchar. Mirándole fijamente dijo:
—Las palabras no me echan, joven. No cuando las líneas ya están trazadas.
Él resopló, fastidiado, pero algo en su expresión se quebró. La gitana no
lo miraba a él. Miraba a ella. O tal vez la miraba a través de ella, como si
viera más allá del cuerpo, de la piel, del tiempo.
Él resopló, fastidiado, pero algo en su expresión se quebró. La gitana ya no
lo miraba a él. Miraba a ella. O tal vez lo miraba a través de ella, como si
viera más allá del cuerpo, de la piel, del tiempo.
Ella giró lentamente la cabeza y lo miró por fin, pero sus ojos no decían lo que él esperaba. Ya no había rabia ni ternura. Solo distancia. Una distancia que, de alguna forma, había estado allí desde antes de llegar al bar.
Los empleados llegaron en ese momento, alertados por el alboroto. La
tomaron con cuidado, como si supieran que estaban tratando con alguien que no
era del todo de este mundo.
—Vamos, señora —dijo uno, sin convicción.
La gitana no se resistió. Mientras era conducida hacia la salida, murmuraba
palabras ininteligibles. No en español. No en ningún idioma reconocible. Y, sin
embargo, por un momento, el mar pareció escucharlas. Una ola más alta que las
demás rompió con fuerza contra el muelle, y las luces del bar titilaron
brevemente, como si alguien pasara una mano por encima del tiempo.
Él quiso volver a abrazarla, pero ella ya no estaba ahí, no del todo. Sus
ojos seguían fijos en el vacío, mirando el horizonte oscuro.
—¿Lo viste? —preguntó en voz baja.
Él no entendió.
—¿Qué?
—Nada... no importa —dijo ella, con una ternura resignada.
Una gaviota blanca cruzó el cielo estrellado. No graznó. Solo voló recta
hacia la oscuridad, como una señal que nadie había pedido.
Con la mirada perdida, tratando de volver de un lugar distante, dijo:
—Yo solo quería ver el mar.
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