El último viaje.
Ingresé corriendo para ver a mi papá, lo
encontré arrodillado en la puerta de nuestro cuarto abrazando fuertemente a
Oswaldo. Sintió que llegaba y sin voltearse siquiera, extendió uno de sus
brazos y me abrazó. Tenía la mirada perdida, dejó a mi hermano mayor para coger
a Miguel que tropezó al llegar a su lado. Con los dos abrazados se levantó y
como si volviese de un sueño, con la serenidad que lo caracterizaba, preguntó:
- Y muchachos, ¿Cómo
están? -.
Oswaldo quiso decir algo, pero él se
adelantó y nos dijo:
- Vengan, quiero que vean lo que traje
-.
Y con la mayor espontaneidad del mundo
nos condujo hasta la cabina del camión, ese camión rojo que siempre espera que
regrese con mi papá. Soltó un ligero suspiro y comenzó a contarnos lo que había
sucedido en su último viaje. Luego nos habló de lo que significaba la vida, de
las vicisitudes y contrariedades, de las sorpresas que nos tiene reservadas,
algunas agradables y otras no tanto. Nos pedía que a las cosas las tomemos como
llegan, que debiéramos ser siempre fuertes donde quiera que nos hallemos y ante
las cosas que se nos presenten.
- Ustedes están comenzando a vivir - nos
decía -. No es dable, que comiencen a correr por la vida cargados de cosas que
no les pueda servir. Aprendan a coger de la vida solamente lo más útil y lo
demás, deséchenlo. No vaya a ser que por estar cargando cosas inútiles se vean
dificultados de transitar por el mundo. Aprendan a ser libres y no se sometan
al yugo de los recuerdos ingratos. Guarden solo lo necesario, recuerden que en
la vida hay un ser supremo que a sus hijos siempre les provee de lo que
necesitan. Vayan por caminos seguros que los conduzcan a la grandeza personal.
Aléjense de las mezquindades y alienten siempre al desvalido. Sean compartidos
y manténganse unidos - dijo mirándonos con tristeza.
No podía entender lo que nos decía, si
no hasta muchos años después, cuando Oswaldo volvería a repetirme palabra por
palabra lo que él había escuchado. Para mi hermano mayor este momento lo marcó
para toda su vida y siempre lo expresaría así.
Mi papá nos había traído ricos dulces de
la sierra y fue lo primero que nos entregó. Miguel no quería desprenderse de
los brazos que lo tenían alzado y desde allí procuraba adelantarse a nosotros
en la repartición de las golosinas. Dentro del camión nos desnudó y nos puso
ropa nueva a los tres. Se las ingenió, de manera tal que, al bajar de allí,
Miguel que siempre andaba despeinado, ahora lucía bien peinado y ordenado.
Ya parados en la puerta de la quinta,
volvió a hincarse de rodillas para poder decirnos en voz baja:
- Sean fuertes ante las pruebas que nos
pone la vida - Nos recordó que no estábamos solos y que él siempre estaría con
nosotros -. Se los prometo muchachos - dijo finalmente muy quedo.
Entramos por última vez al cuarto que
nos había cobijado mucho tiempo. En una caja negra, rodeada de velas, se
encontraba mi madre. Oswaldo se acercó primero y empinándose trataba de ver lo
que había dentro. Mi padre nos tenía cargados a Miguel y a mí. Se acercó con
nosotros hasta el borde del féretro y en silencio se quedó parado un buen rato.
Una vecina se acercó con la intención de ayudarlo, pero él volteo y con una
mirada dulce, sin decir palabra alguna, le dio a entender que nos dejase solos
por un momento.
Ese momento mágico, donde sin mediar
palabras, los cuatro nos encontrábamos muy unidos, fue quebrantado por la
bullanguera llegada de una señora regordeta y bajita, de voz chillona, que
traía la cabeza cubierta por una pañoleta negra. Al ver a mi papá se abalanzó
sobre él, tratando de darle un abrazo, cosa que consiguió a medias rodeando sus
brazos alrededor de su cintura y apoyando su cabeza sobre la barriga y los pies
de Miguel que mi padre lo tenía cargado. Venía acompañada de un señor delgado y
cejijunto, que esperó pacientemente que mi papá logrará separarse de quien
hasta ese entonces no la conocíamos y que parecía no darse por enterada de
nuestra presencia. Finalmente pudieron acercarse y darse un fuerte apretón de
manos, ambos se cogieron de los hombros y sin soltarse las manos se quedaron
conversando un buen rato. Oswaldo había cogido a Miguel y me pedía que lo
acompañe para ir afuera. Definitivamente, nuestra presencia no fue tomada en
cuenta por aquella pareja.
Al salir del cuarto doña Hermelinda nos
condujo a un lugar donde hervía en una enorme olla algo que olía agradable. Nos
alcanzó una bandejita con agua y Oswaldo comenzó por lavar las manos de nuestro
hermano menor. Al retirarse para secarlo, traté de hacer lo mismo yo, pero me
quejé de que Miguel había ensuciado el agua. Complaciente doña Hermelinda,
renovó el líquido con una sonrisa en la cara.
- Niños, niños - repetía.
Cuando estuvimos sentados en la mesa,
nos informaron que los señores que llegaron, eran nuestros tíos. A pesar que no
recordábamos haberlos visto nunca, doña Hermelinda nos dijo que el señor era
hermano de nuestro padre y que eventualmente, más por encargo que por ganas, se
acercaba a nuestra vivienda para preguntar por nosotros. Recibía el informe de
las vecinas y se retiraba.
Nos sirvieron un plato grande a cada
uno, de una deliciosa y agradable sopa. Dentro de ella había menestras, queso,
choclo y un trozo de carne tan suave que se deshacía en la boca. Estaba
humeante, pero aun así traté de ganarle a mi hermano mayor. No lo logré, pero a
los dos nos volvieron a servir otra porción. Miguelito comía lento y le
alcanzaban los alimentos en la boca. Los tres estábamos contentos, en medio de
tanta cara triste y llorosa. La presencia de nuestro padre nos cambiaba el
ánimo siempre, en esta ocasión mucho más aún.
Ya son las once, dijo alguien y comenzó
un movimiento inusitado que rompió la tranquilidad somnolienta de las personas
que acompañaban y otras que hasta ese momento llegaban y se sentaban
sigilosamente. Todos se pusieron en movimiento. Noté que habían traído un
paquete grande de flores olorosas y coloridas, una de las vecinas las repartía
entre las damas concurrentes. El hermano de mi papá se quitó el saco y tras
doblarlo cuidadosamente, lo colgó sobre el brazo que cruzó sobre su pecho, se
acomodó el sombrero y se quedó quieto; su esposa, se movía de un lado para
otro, dando instrucciones y opinando, sobre todo. Más de uno de los presentes,
hacía una mueca de incomodidad ante sus comentarios.
Mi padre se acercó a nosotros y cogió
las manos de Miguel y las mías, comenzó a caminar hacia la calle, Oswaldo nos
seguía pisándonos los talones. El camión que estaba estacionado a la entrada,
fue retirado hacia el jirón Loreto, dejando la calle Arequipa libre hasta la
calle Unión, por donde lentamente mi padre siguió caminando sin mirar atrás.
Era una cuadra y media que caminamos tomados de las manos, como midiendo que
todos los pasos sean iguales. Parecía una eternidad en la cual no se dijo una
sola palabra. El sol brillaba con fuerza y quemaba de igual manera. Al llegar a
la calle Unión, nos detuvimos, mi padre comenzó a contar la historia de unos
pajaritos que vivieron mucho tiempo en el nido con su mamá, habían sido muy
felices y nunca les faltó ni cariño ni alimentos, sin embargo, llegó el momento
en que tenían que dejar el calor del nido que les había cobijado. Tenían que
asumir el reto de una nueva vida, aprendieron pronto a volar y se fueron lejos,
todo era distinto. Conocieron a otros pajaritos y pajaritas también, con ellos
jugaron bastante y con el juego aprendieron a vivir muy bien con lo que les
daba la madre naturaleza a quien todos los días agradecían por lo felices que
eran. Pero, concluyó, nada dura para siempre, ahora estamos acá; quisiéramos
que esto nunca suceda, pero el último viaje de mamá comenzaba y esta vez el de
ella era para siempre.
Finalmente se arrodilló, nos abrazó y
nos dijo que por unos días iríamos a casa de su hermano el tío Bernabé, la tía
Lucrecia cuidaría de nosotros.
Comentarios