Para otra vez será

En medio de la ilusión por un viaje soñado a París con sus dos mejores amigas, una joven estudiante se enfrenta a una dura prueba cuando, al poco de llegar, enferma y da positivo a COVID-19. Aislada, con fiebre y nostalgia, revive el contraste entre lo que había imaginado durante años y la cruda realidad de la soledad en tierra ajena. A través de una narrativa íntima y emotiva, Para otra vez será nos invita a reflexionar sobre la fragilidad de los planes, la dureza de las decisiones en tiempos de pandemia y el valor de la resiliencia cuando la vida da un giro inesperado.

 

Para otra vez será

Pablo Rodríguez Prieto

Había llegado temprano. Las puertas del parque de diversiones estaban cerradas. Tras una larga espera, fui la primera en presentar mis boletos de ingreso. Luego de una minuciosa revisión, me dijeron que las entradas estaban adulteradas. El inspector de turno, con el ceño fruncido, me informó que, dado que recién empezaba el día y estaba de buen humor, quería ser complaciente, por lo que tenía dos opciones: la primera, retirarme de su vista y desaparecer; la otra, dar alguna explicación a la policía. Quedé espantada, sudaba frío, no lo podía creer y grité, grité con todas mis fuerzas.

Desperté asustada. Felizmente, todo era solo un sueño.

Como resultado de lo planeado un mes atrás, Sasha, Tatiana y yo habíamos comprado pasajes y entradas para visitar París y hacer realidad un sueño que teníamos desde niñas: conocer el parque de diversiones de Marne-la-Vallée. Personalmente, puedo asegurar que soñaba todos los días con este viaje. A pesar de las restricciones que poco a poco se iban levantando a raíz de la pandemia, estaba ilusionada y contaba los días esperando que se hiciera realidad. Tal vez por eso tuve esa horrible pesadilla la noche anterior.

Me desperté temprano para llegar a la facultad y entregar un trabajo que me costó mucho esfuerzo terminar. Estaba contenta porque, a pesar de todo, confiaba en que estaba bien hecho. Luego de un almuerzo frugal, regresé a la residencia para ultimar el equipaje que llevaría en un viaje de una semana por Francia, Bélgica y Países Bajos. A la hora exacta, nos encontramos las tres amigas en la estación de St. Pancras. Tras el control migratorio, estábamos sentadas, radiantes de felicidad, en el tren rápido que en poco más de dos horas nos llevaría a nuestro destino inicial: París.

Nuestra llegada a la estación Gare du Nord, en la Rue de Dunkerque, fue a las siete de la noche. París nos recibió con un aguacero. Nos habían advertido que tuviéramos mucho cuidado en la estación, por lo que lo primero que hicimos fue pedir un taxi por aplicación. En poco tiempo, nos llevó a nuestro alojamiento previamente reservado. En el camino, el conductor —de ascendencia asiática y con dificultades para hablar inglés— nos dijo que teníamos suerte: para el amanecer se pronosticaba un día soleado. ¿Hacía mucho frío o era yo quien se sentía un poco descompensada? Me acosté temprano, tratando de recuperar el sueño perdido la noche anterior. Me dormí pronto, pensando en que de esa nota dependía la aprobación del curso.

Al día siguiente me levanté con bastante esfuerzo. Me dolía el cuerpo y la nariz congestionada me indicaba que una gripe estaba en camino. A esas alturas me preguntaba si estaba haciendo lo correcto: estaba lejos de casa, lejos de la universidad, y por la actitud indiferente de mis amigas, realmente me sentí sola. Cada una vivía esta experiencia a su manera.

El taxi nos recogió en Rue du Père Corentin, donde estábamos alojadas, y comenzamos el día desayunando cerca de la Torre Eiffel. Una taza de café y dos croissants, junto a una pastilla de paracetamol, levantaron un poco mi alicaído ánimo. Desde lo alto de la torre, a la que subí con bastante dificultad ya que los ascensores no funcionaban, veía las calles de París con el sol levantándose entre la neblina y mi visión nublada también por el lagrimeo que se intensificaba, a pesar de que intentaba disimular el malestar que sentía. Poco a poco mi nariz se enrojecía y mi cabeza parecía a punto de estallar. Finalmente, caminamos por los alrededores buscando algo para almorzar.

Elegimos un pequeño restaurante con un enorme ventanal desde donde se veía la torre y parte del río Sena. Allí pasamos un buen rato. Mientras Sasha y Tatiana saboreaban, según ellas, un delicioso vino francés, yo soplaba una taza de manzanilla caliente. Los presagios del taxista se cumplían: París era bañada por un tibio sol que intentaba abrirse paso entre la bruma. El frío era intenso y comencé a tener fiebre.

Para mi alivio, fueron mis amigas quienes sugirieron regresar al hotel. Yo sentía que desfallecía y, a la vez, me daba rabia no poder disfrutar la ciudad como hubiera querido. Los Campos Elíseos, la Place de la Concorde y el Arco del Triunfo los vimos solo de paso desde el taxi. A las cuatro de la tarde, el frío me hacía tiritar; no podía controlar el castañeteo de mis dientes. Agradecida por la calefacción de la habitación, volví a tomar otra pastilla de paracetamol y me metí a la cama, envuelta en todos los abrigos que tenía.

Tatiana sugirió que me hiciera una prueba de antígenos que teníamos a mano. El resultado fue el menos deseado: positivo. Nos miramos perplejas, compungidas y asustadas.

Sasha comentó que hacía menos de un mes había tenido COVID, por lo que posiblemente no se vería afectada, pero era muy probable que Tatiana ya estuviera contagiada, así que no había mucho que hacer para evitarlo. Nos pidió mantener la calma y empezamos a debatir qué hacer. Lo primero fue tener en cuenta las medidas sanitarias vigentes. Tanto Francia como Reino Unido exigían cuarentena a quienes dieran positivo para evitar la propagación del virus. El gran dilema era que, si mi situación se agravaba, debería permanecer al menos quince días aislada en París, con el riesgo de requerir asistencia médica y medicamentos.

Sentí que el mundo se me venía encima. Imaginé a la muerte rondándome, supuse que todo terminaba de la manera más infame y despiadada. Lloré amargamente. Creí ver el final de mis días en la ciudad que por años soñé visitar. Qué cruel es la vida, pensé. No pude dormir en toda la noche; temía no volver a despertar.

La larga noche terminó. Mis amigas, que al parecer tampoco durmieron bien, se levantaron y me sugirieron que regresara a Londres. Ellas decidieron continuar con el plan y, ese mismo día, visitaron el parque de diversiones que tanto anhelaba conocer. Suspiré y me dije: para otra vez será. Cuando salieron, volví a llorar, sintiendo su indiferencia ante mi situación. Pensé en mis padres, recordé mi casa, la sopa de pollo que mamá prepara cuando alguien se resfría y lo bien que se siente ser mimada. Nada de eso había. Estaba sola. Debería comprar el pasaje de regreso.

A media mañana sentí hambre y no tenía nada para comer. Decidí salir a buscar algo de alimento y también medicamentos que aliviaran mi malestar. Me había tomado el último calmante cuando partieron mis amigas, y temía que la fiebre regresara. Con bastante esfuerzo lo logré. Al volver, bebí un vaso de yogur, me recosté atravesada en la cama y me quedé dormida. Mi tren salía a las seis de la tarde.

Antes de dejar la habitación, pasé desinfectante por respeto a mis amigas. Me tomé dos pastillas de paracetamol, maquillé mi rostro lo mejor que pude y partí antes de lo previsto para pasar el control migratorio. Afortunadamente, el trámite fue sencillo y pronto ya estaba sentada en el tren, anhelando volver a la residencia universitaria. Coloqué dos mascarillas sobre mi rostro, me puse lentes oscuros y pretendí dormir durante el viaje.

No fue posible. Me tocó de compañero un niño cuyos padres iban sentados al lado. En su ingenuidad y sin imaginar lo que yo portaba, quiso hablar primero y luego propuso una serie de juegos que no pude eludir del todo. El tiempo fue mi mejor aliado y pasó volando. Muy pronto se anunciaba la llegada del tren a la estación de St. Pancras, en Londres, para mi beneplácito… y, tal vez, por el bien del pequeño.

La pandemia nos cambia la vida, nos lleva por donde quiere. Un virus minúsculo puede arruinar todos los planes. Estoy nuevamente como en casa, con la tranquilidad de tener asistencia médica —que, por suerte, no necesité— y poder hacer la más larga de las cuarentenas, si hubiera sido necesario. Pero no lo fue. Al quinto día, la prueba de antígenos dio negativa. Todo llegó a su fin, y la vida continúa.

Ah, ¿qué fue de mis amigas? Ellas continuaron el periplo y estuvieron pendientes de mí mediante videollamadas. No son malas, como pensé. Ahora entiendo que ellas también sintieron miedo. No se contagiaron, y pronto estarán de vuelta. Así es la vida, pues.

 

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
Muy buena la historia, como la vida misma!
Olga ha dicho que…
Muy buena la historia! Me gustó mucho.
Víctor ha dicho que…
Está historia nos recuerda que la pandemia, a pesar que el tiempo ha pasado, aún seguimos teniendo presente en nuestra memoria los momentos de pánico y dolor que produjo está tragedia en todo el mundo. Excelente.