En el corazón de una
vasta huerta, una abuela amorosa cuida flores, plátanos y, sobre todo, a sus
queridas “teretañas”, unas gallinas peculiares con personalidades vivas y
hábitos entrañables. A través de los ojos de un nieto, el cuento nos transporta
a un mundo donde la naturaleza, la tradición y la ternura conviven con la
rutina del campo.
Teretañas, es una historia entrañable que celebra la memoria
familiar, la sabiduría cotidiana y la magia escondida en los pequeños detalles
de la vida rural.
Teretañas
Pablo Rodríguez Prieto
La casa de los abuelos estaba justo en el corazón de una gran huerta.
Alrededor, crecían plantas, arbustos y árboles que parecían protegerla del
mundo. La abuela cuidaba un jardín que olía a flores frescas, sobre todo rosas.
Había de todo tipo: unas enormes y poco agraciadas, pero con un aroma
embriagador, y otras diminutas, teñidas de mil colores. Al entrar en la casa,
lo primero que se sentía era la fragancia de esas flores que ella cuidaba con
tanto esmero. Sin embargo, dentro no había ni una sola: al abuelo no le gustaba
ver flores en floreros.
Junto a la casa crecían plátanos de seda. La abuela tenía una escalera
pequeña que usaba para alcanzar los racimos y cubrirlos con papel periódico,
evitando que los pájaros los picotearan. Prefería dejarlos madurar en la
planta, así sabían mejor. Cuando ya estaban listos, llamaba a sus nietos para
comerlos juntos, sentados al pie del platanal, como si fuera un pequeño festín
secreto.
Pero lo más fascinante de la huerta era el gallinero, al fondo del terreno.
Allí vivían las “teretañas”: unas gallinas enormes, gordas y hermosas, con
plumas blancas cruzadas por listas negras, o negras con listas blancas. Sus
huevos eran tan grandes y sabrosos como ellas mismas. Por las mañanas, la
abuela las soltaba por toda la huerta. Las gallinas salían alegres, picoteaban
la tierra, escarbaban con entusiasmo y comían lo que encontraban. Algunas
veces, cuando alguna era sacrificada, en su buche aparecían aretes perdidos,
monedas pequeñas, clavos, tachuelas... como si fuesen coleccionistas de los
tesoros extraviados.
Las “teretañas” también se revolcaban en la tierra y cavaban agujeros donde
luego se echaban a descansar. Las que tenían polluelos los guiaban con ternura,
mostrándoles cómo comer, con un cariño tan humano que conmovía.
Al atardecer, la abuela salía al patio y comenzaba a llamarlas con una
melodía peculiar:
—Tu, tu, tu, tu, tu...
Y como por arte de magia, las gallinas aparecían de todos los rincones de la
huerta. Ella esparcía granos de maíz, y cuando terminaban de comer, caminaban
solas de regreso al gallinero. Era hora de dormir.
El gallinero tenía un techo de paja que las protegía de las lluvias
nocturnas. Curiosamente, cuando llovía de día, las gallinas parecían
disfrutarlo: se subían a las ramas de los árboles, jugaban y se sacudían cuando
el cielo se despejaba. Luego, con sus picos, acomodaban una a una sus plumas
desordenadas.
El abuelo, cuando reparaba el techo de paja, solía decir:
—Sacudan la paja, que salten las víboras.
Y no era una advertencia en vano. Muchas veces encontraba víboras dormidas
entre la paja, abrigadas y cómodas, esperando la noche para buscar los huevos
de las “teretañas”.
A la abuela le encantaba criar gallinas. Le gustaba verlas correr,
escarbar, enseñar, dormir... y también, de vez en cuando, cocinar una de ellas
para compartirla con los suyos. Porque así era ella: todo lo que cuidaba, lo
ofrecía con amor.
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Mantener esos recuerdos y tradiciones a través de la lectura es una gran tarea y noble fin.
Mantener esos recuerdos y tradiciones a través de la lectura es una gran tarea y noble fin.