Ilusión
Los gitanos llegaron cerca del mediodía
al pueblo. Muchos curiosos se arremolinaron para ver lo que hacían. El calor
era muy intenso, el sol brillaba esplendorosamente, hacía mucho tiempo que no llovía,
una nube de polvo se levantaba cuando de un camión destartalado caían bultos
amarrados de formas tan raras como los rostros de estos personajes.
Logré contarlos. Eran seis
hombres que con el torso desnudo y sudando a mares trabajaban infatigablemente.
Ocho mujeres con faldas enormes que arrastraban el suelo y de colores
chillones, cuidaban de cinco niños y una, si solo una niña, pero no una niña
cualquiera. Era la niña más linda del mundo.
Corría de un lado para otro mostrando su espectacular cabello dorado y
sus hermosos ojos color miel, saltaba con un pie y luego con el otro, subía a
un bulto y de allí pasaba al siguiente. Hipnotizado seguía sus movimientos,
hasta que los varones lograron armar una carpa con rayas multicolores como sus
vestidos y en ella entraron las mujeres y los niños y claro la niña también.
Regrese a casa sin entender que había
pasado con el tiempo, mi madre me regañó por llegar tarde al almuerzo y luego
al volver a la escuela por la tarde la maestra hizo lo mismo cuando llegué al salón.
Ya había empezado la clase, rápidamente me acomodé en mi carpeta para dedicarme
a mirar el techo sin entender de que hablaba, la hasta ahora dulce maestra. Súbitamente
al volver a la realidad, la vi parada junto a mí, contemplándome con cara pocos
amigos, golpeando suavemente sobre mi carpeta una regla de madera que llevaba
en la mano. Ordenó que me parase frente a mis compañeros y ahí me dejó hasta la
hora de salida, momento en que ordenó que guardara mis cuadernos y la esperase,
quería conversar conmigo. No recuerdo que dijo, pero si recuerdo que a todo respondía
yo: Nada, nada, nada.
Molesto por el contratiempo con
la maestra, sentí que llegaría tarde al lugar donde estaban los gitanos, monte
mi pequeña bicicleta para pedalear con la furia contenida por lo sucedido. En
el trayecto y frente a la sala del cine más grande del pueblo, vi a dos de las
mujeres con faldas largas, delgadas y esbeltas, forzaban una sonrisa a todos
los transeúntes y trataban de cogerles las manos. Me detuve y sentí que me sonreían,
supuse que me reconocían y trate de saludarles, pero me dieron la espalda y
siguieron tratando de coger las manos de los que pasaban por el lugar. Al
llegar a la carpa, trate de encontrar a quien había provocado desubicar mis pensamientos,
rodee la carpa tratando de verla pero no lo logré. La noche llegaba y recién entonces
fui consciente de que me esperaba otra reprimenda.
Esa noche fue larga, o quizás muy
corta, pensé, imaginé soñé, en la niña que saltaba, jugaba. Me levanté más
temprano que nunca y luego de tomar un veloz desayuno, cogí mi bicicleta para enrumbar
a la escuela, y claro, si por supuesto, pasar por la carpa de los gitanos. No la vi, triste y desconsolado, cabizbajo y meditabundo
encontré el portón de la escuela cerrado. Tímidamente toque el timbre sabiendo
lo que me esperaba.
Durante las horas de clases había
tomado una decisión que la ejecutaría a como dé lugar. Debía hacerlo o moriría con
la duda. Esa niña era real o solo fue mi imaginación. Estaba en este mundo o
solo en mi mente. Lo averiguaría de una vez, no podía esperar más.

Desperté de mi ensueño cuando
escuché la voz de mi hermana, ella era mayor que yo por dos años. Airadamente
reclamaba que le devuelvan la bicicleta que estaba cubierta por una manta sucia,
los gitanos en un castellano mal hablado se negaban y la empujaban para que
salga de la carpa. Muy decidida ella entró, arrojó las mantas por el suelo,
arrastró la bicicleta y me cogió con la otra mano, pateó el banco y no me soltó
hasta estar muy lejos del lugar. Yo me moría de vergüenza, y sentía rabia, callaba
y le obedecía sin decir nada.
Por la mañana del día siguiente no
quise el desayuno, tampoco sentía ganas de ir a la escuela. De muy mala gana
cogí mi bicicleta decidido a no pasar por la carpa de los gitanos. Sin embargo,
más pudo mi falta de voluntad. Llegue al lugar, estaba frente al mercado y detrás
de un lujoso hotel, el sitio estaba libre, descampado, vacío, solitario. Los
gitanos habían partido tal como llegaron, sin anuncios, en silencio.
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