El dentista del pueblo
La
mañana fresca agradaba a don Justo, porque le permitía trabajar tranquilamente.
Estaba sentado frente a un artilugio a pedal que unido por correas y sogas
delgadas articulaban una cadena de brazos que terminaban en una pulidora
manual. No dejaba de pedalear aun cuando no pulía el pequeño diente de oro que
en unos minutos debería de colocar a uno de sus clientes. Tras él una mesa
desordenada, llena de piezas dentales a medio terminar y de instrumentos desperdigados
sin ningún orden aparente. Trabajaba con ahínco, mientras escuchaba una llorona
melodía de un “sanjuanito” en una emisora de radio. Constantemente observaba la
pieza trabajada para dejarla con mínimas imperfecciones.
El
improvisado taller de trabajo estaba ubicado en la segunda planta de su
domicilio y constaba de dos ambientes. La primera una salita de recibo con
cuatro sillas que al usarlas dejaban al ocupante frente a una pequeña ventana
que permitía ver la calle y por encima de las casas vecinas tenía una vista
panorámica del cementerio municipal del pueblo. Una puerta delgada de madera
daba acceso al segundo ambiente, donde al entrar se topaba uno con un almanaque
grande con la figura de una mujer desnuda a la que en sus partes íntimas habían
pegado con cinta adhesiva un mechón de cabello. El mobiliario constaba de un
sillón odontológico construido artesanalmente en madera, el artilugio en el que estaba
trabando a esas horas don Justo, la mesa con los objetos desparramados y una
pequeña vitrina repleta con frasquitos de porcelana y de metal de múltiples
tamaños.
Abstraído
como estaba en su trabajo, don Justo no escuchó la delicada voz de una muchacha
que llamaba desde la calle. Al no ser atendida a su llamado decidió subir,
llamando al ocasional dentista por su nombre.
-
Se está quedando sordo usted don Justo. Dijo la muchacha a modo de saludo.
-
¿Qué quieres Juana? Preguntó don Justo.
-
No me llamo Juana y quiero que me saque una muela.
-
Espérame un rato. Pero no te quedes ahí parada, pasa y échate, ahora te
atiendo.
Don
Justo siguió puliendo un rato más y luego hizo espacio en la mesa y coloco ahí una
cocinilla a la que le agregó ron y la encendió, sobre ella colocó una olla con
instrumental para la extracción que le solicitaba la muchacha recién llegada.
-
¿Se va a demorar don Justo?
-
Ahora te atiendo Julia, a ver abre la pierna.
Mientras
aplicaba anestesia en la zona afectada, don justo no pudo evitar ver las
piernas que se dibujaban por debajo de la falda que la muchacha cogía con
fuerza estirándola hacia abajo, conteniendo el dolor. Luego con una pinza sacó
de la olla los instrumentos que colocó sobre una toalla que extendió sobre la
mesa.
El
proceso extractivo fue rápido, de un tirón sacó la muela anestesiada, le pidió
que se enjuague la boca mientras colocaba sobre la herida un algodón que pedía lo mordiera con fuerza. Luego le colocó en una de las manos de la muchacha unas
pastillas que le recomendó que las tomará a determinadas horas.
-
Es todo Juana, no te olvides de hacer pucheros con agua y sal. Ah, y regresa
mañana para verte otra vez.
La
muchacha ya no pudo responder, le alcanzó un billete que don Justo guardó en
uno de sus bolsillos, mientras la acompañaba hasta el borde de la escalera
donde la quedó mirando la espalda hasta que se perdió en la calle.
A
la mañana siguiente la muchacha regresó, pero esta vez estaba muy seria.
-
La muela que sacó ayer no era la que estaba picada, me sacó una muela buena.
Aparte de sordo, se está usted quedando ciego don Justo.
-
Tranquila Juliana, a ver vamos a ver. Abre la boca.
Le
colocó varios algodones entre los labios y los dientes de tal manera que no
pudo seguir reclamando y se retiró a encender la cocina y colocar los
instrumentos para volver a realizar la otra extracción.
-
No te preocupes Juana. No te voy a cobrar esta vez.
Aplicó
la anestesia una vez más y mientras realizaba el trabajo, le explicó a la
muchacha que había que colocar en el espacio dejado por los dientes perdidos,
otros, esta vez postizos.
-
Vas a quedar más linda de lo que ahora eres Juliana.
La
muchacha que ya estaba roja de rabia cerró la boca y mordió el dedo del
empírico dentista, quien a ese momento pensaba que el negocio no estaba en
sacar las muelas, sino en colocar los postizos.
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