De madrugada

Un viaje en bus que comienza con la rutina de cualquier trayecto pronto se convierte en una experiencia inesperada. Entre el bullicio de los pasajeros, el calor sofocante y la incomodidad de la carretera, surgen tensiones, encuentros y momentos de incertidumbre que transforman el recorrido en algo mucho más inquietante de lo que parecía al inicio. Una narración que combina lo cotidiano con lo misterioso, atrapando al lector en un ambiente cargado de realismo y presagio.


De madrugada

Pablo Rodríguez Prieto

La partida del bus estaba atrasada, por razones que nunca nos dieron. Antes de abordar, rodeados de familiares de los viajeros, vendedores de golosinas, bultos, maletines y mochilas, cada uno trataba de entender la razón de la demora. Finalmente, por una de las puertas de embarque anunciaron nuestro viaje. Con identificación en mano, la larga cola de fastidiados pasajeros fue ubicándose, cada uno en su asiento.

En la segunda fila de asientos, un señor subido de peso llevaba una camisa blanca muy llamativa, que durante la espera conversaba con varias personas. En la mano llevaba un manojo de tarjetas que repartía a diestra y siniestra. Al tocarme pasar cerca de él, me entregó una de las consabidas tarjetas; la tomé y avancé en busca de mi asiento. Al ubicarme, miré la tarjetita y pude entender que ofrecía seguros. Con cierta indiferencia la guardé, pero en mi retina quedó la imagen que contenía e, involuntariamente, la volví a ver. Mercadotecnia —pensé— y la volví a guardar.

Junto a mí se sentó una señora joven, relativamente, que llevaba un enorme maletín que no encontraba forma de ubicar. Trató de varias maneras y lugares, y no cabía por ninguna parte. Al notar mi incomodidad, me pidió disculpas; le dije que no se preocupara y le sugerí que tratara de meterlo debajo de su asiento. Lo intentó y logró introducir solo la mitad del bulto, sentándose prácticamente encima del enorme maletín.

Salió el bus del terminal y lo primero que hizo fue recoger más personas que, con el vehículo en marcha lenta, subieron “al vuelo”. Los que habíamos abordado dentro del terminal nos incomodamos por varias razones; la principal fue que nadie identificó a los que subían, cuando hacía solo unos minutos a todos nos amenazaban con no poder viajar si no portábamos nuestro documento de identificación en la mano. Nadie se dio por enterado de nuestro malestar, y el bus se enredó en el tráfico endemoniado que rodeaba el terminal, de camino a la salida de la ciudad.

Un niño lloraba sin cesar y la madre no encontraba forma de calmarlo. El calor al interior del bus se dejaba sentir cada vez con más intensidad, a pesar de que las pequeñas ventanillas estaban abiertas. El sol se ocultaba en un atardecer caluroso de temporada veraniega. Tras más de media hora, por fin el tráfico era fluido y el aire fresco aliviaba la incomodidad de los ya atormentados viajantes.

No pude dejar de tomar en cuenta que nuestro bus no contaba con servicios higiénicos. Tratando de hacer cálculos, éramos aproximadamente cuarenta pasajeros que partimos a las cinco de la tarde y que nuestra llegada debería ocurrir, si es que no se presentaban contratiempos, a las seis de la mañana del día siguiente: catorce horas que tendría que soportar mal acomodado en esta aventura.

Perdí la noción del tiempo tratando de ordenar mis ideas y pensando en lo que debería hacer al llegar a mi destino. Me quedé dormido, escuchando el llanto del niño y sintiendo el movimiento que hacía mi compañera tratando de acomodarse sin lograrlo.

Avanzada la noche, en un lugar que no pude identificar, al sentir el bus detenido me desperté. Por la ventana vi que un hombre alto, de contextura delgada, vestido con ropas oscuras, descendía del bus y, casi corriendo, se alejaba en la oscuridad de la noche. Otras personas también bajaron; sintiendo ganas de orinar, yo también bajé. El paisaje era desolador, desértico: no se veían cerros ni plantas. La luna se escondía entre oscuras nubes que daban al lugar un escalofriante aspecto. Por precaución o temor no me alejé demasiado y pronto volví a pararme cerca de la puerta.

Pasado un tiempo prudente, los conductores pidieron que todos subiéramos. Alguien alertó sobre el hombre que descendió primero y que aún no regresaba. Decidieron llamarlo a gritos, pero nadie respondía. Se juntaron en un pequeño grupo y se alejaron un poco, desde donde seguían llamando al desconocido. El chofer, ya incómodo, pidió que subieran todos, mientras que con la bocina y las luces hacía señales indicando que partiría. Nadie respondió ni apareció.

Cuando partimos, había una señora de voz ronca y sonora, muy conversadora, que pude verla cuando se sentó al centro del vehículo; pude escucharla durante mucho tiempo, hasta que me quedé dormido. Ahora era ella la que se quedó en las escaleras, comentando y hablando de lo que nos tocaba vivir, mientras el bus reiniciaba su marcha.

Los choferes indicaron que cerca había un pueblo y que ahí había que dejar constancia en la comisaría del lugar de lo que sucedió. Coordinaron quiénes serían los testigos y nuestra compañera de voz ronca se ofreció voluntaria. Efectivamente, al cabo de unos minutos el bus se estacionaba en la puerta del establecimiento policiaco. Un policía soñoliento y malhumorado atendía a los encargados de hacer la diligencia. Costó, al parecer, bastante trabajo hacerle entender al agente lo que la mayoría de los pasajeros pudimos ver. Para certificar lo que se decía, cogió la lista de pasajeros y comenzó a llamar uno por uno.

Cuando llamó al nombre de Ezequiel Dulanto Porras, nadie contestó. Reiteró el llamado y recibió la misma respuesta: silencio. La señora de voz ronca preguntó por el número de asiento y se acercó a verificar. Resultó que se trataba de su compañero de viaje, que se encontraba aparentemente bien dormido. Lo movieron para despertarlo y se recostó sobre el otro asiento en una pose muy rara, rígida. Cundió rápidamente el pánico provocado por la señora, que entró en shock.

—¡Está muerto! —gritó.

Pidió el policía que todos los pasajeros descendieran del bus. Para entonces pude ver la hora: eran las tres de la madrugada. No sabíamos qué había ocurrido, no sabíamos qué nos esperaba; lo que sí pude saber es que el muerto tenía el mismo aspecto del hombre que vi alejarse del bus cuando paró en el desierto.

 

Comentarios

alejandra zarhi ha dicho que…
ME GUSTA EL ESTILO.UNA PREGUNTA QUIERO HACERTE.PERO ANDO EN LA CALLE.