La huida III
Decidió mi padre que era mejor caminar por la playa, junto
al mar, aunque esto significase mayor inversión de tiempo. El terreno estaba
cubierto de guijarros cortantes por donde se viese, tan perfectamente
esparcidos que daba la impresión de que ser una mesa gigantesca.
Hicimos un alto al llegar junto a las primeras olas, que
apacibles nos recibieron, el mar estaba calmo y la noche era iluminada por una
media luna que se esforzaba por sobresalir ante unas nubes que discretamente
transitaban delante de ella. Con las manos mi padre escarbó la arena
permitiendo que se llenase con agua, luego de dejar a Miguelito sentado junto a
los bultos que habíamos puesto a regular distancia para que no se mojasen; mi hermano lloraba fuertemente, por lo que mi
papá tuvo que apurar la tarea y volver para traerlo. Cuando lo hizo, la
madrasta, Oswaldo y yo habíamos remojado nuestras cabezas y teníamos los pies
metidos en el hoyo hecho por papá. Era una delicia sentir el refrescante y
helado líquido en nuestros maltratados cuerpos a pesar del frio que sentíamos a
esa hora de la avanzada noche.

Hubiera querido quedarme,
el sueño doblegaba nuestras fuerzas. La orden de papá fue que deberíamos
continuar hasta Huanchaco. “Ya falta poco”, dijo risueño mientras cargaba a
Miguel en los brazos y un bulto amarrado en la espalda.
Unas plantas que emergían de unas pozas, llamó mi atención,
papá sugirió que no nos acercásemos, pues era muy peligroso. Explicó que eran
sembríos de totora, plantas que usaban para la elaboración de embarcaciones
para la pesca por los pobladores del lugar. En las pozas emanaba agua dulce,
por lo que las plantas se desarrollaban hermosas, sin embargo por las noches
muchos animales se acercaban al lugar para beber, por lo que era muy peligroso
asomarse por allí.
Ya cerca el pueblo de Huanchaco, decidió mi padre hacer un
alto en nuestra apresurada caminata. El día comenzaba a clarear, nuestras
fuerzas estaban agotadas, el frio calaba nuestros semidesnudos cuerpos,
nuestros estómagos pedían a gritos algo que digerir, mientras que nuestras
gargantas resecas no podían emitir sonido entendible alguno. Había cerca un
totoral, que debía protegernos de la brisa fría que venia del mar y a la vez
del sol que amenazaba ser más cálido de lo que quisiéramos. Nos refugiamos a
prudente distancia, por recomendación de quien era nuestro guía en estos
menesteres que todos ignorábamos. Las totoras crecen en sitios húmedos, en
pozas acuíferas que se alimentan de emanaciones subterráneas, pero que aparte
de alimentar las plantas también sirven de cobijo para alimañas y pequeñas
serpientes, nos había dicho mi padre al acomodar los bultos. La madrasta,
instaló en un abrir y cerrar de ojos una pequeña cocina, con pequeñas ramas y
hojas secas, encendió un fogón sobre el que puso una olla con agua que mi padre
recogió de la poza; traía entre las muchas cosas que cargó toda la noche sobre
sus espaldas, pocillos y platos de fierro enlozado, cucharas y algunos trozos
de pan que nos repartió apenas comenzó a hervir el agua. Masticábamos el pan
seco cuando nos alcanzaron un pocillo repleto de chufla, que no era sino
mazamorra de harina de maíz con un poco de azúcar.
El desierto era amplio; a la distancia se veían muchos cerros,
uno de ellos separado de los demás tenía la forma de una enorme campana; eran
muchas las pozas, aisladas cada cual por un terreno que por partes era arena
fina y otras repletos de cascajo, de pequeñas piedras filudas, quebradas quien
sabe porque mano misteriosa y esparcida en forma homogénea por el lugar.
Qué bien recibieron nuestros cuerpos el desayuno caliente,
que agradable resultaba el descanso merecido y esperado tras la huida que
tuvimos durante toda la noche. No podíamos caminar durante el día ya que
podíamos ser detectados y lo que menos quería mi padre es que alguien nos
viera, que alguien diga que por aquí pasaron o cerca de aquí alguien supiera de
nosotros. Deberíamos ser invisibles, nuestras vidas estaban en juego, nos
perseguía un ejército completo, nos perseguían los odios y las revanchas
políticas contra las ideas de mi padre.
Luego de merodear el lugar, mirar por todos los lados y
convencidos que estábamos seguros, mi padre se acomodó cerca de nosotros y casi
instantáneamente se quedó profundamente dormido. Todos hicimos lo mismo, más
cuando desperté pude ver a Oswaldo mi hermano mayor y a Miguelito el menor,
dormidos profundamente, la madrasta apareció de entre el totoral y la presencia
de mi padre no la pude detectar. Pregunté por él, mientras que a mi olfato
llegaba un agradable olor a guiso, La madrasta se acercó a mí con una pequeña
fuente de agua y me dijo que pronto volvería. Después de saciar mi apetito, me
acosté nuevamente, para volver a despertar cuando anochecía, con la caricia de
mi padre sobre mis hirsutos cabellos, mientras me recordaba que deberíamos de
continuar.
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