La enredada aventura de un novel policía.

Rodolfo, un joven recién egresado de la Guardia Civil, es destinado a la lejana selva peruana, muy lejos de su natal pueblo andino. Su llegada a Iquitos marca el inicio de una serie de experiencias desconcertantes y transformadoras: el calor sofocante, la comida desconocida, los insectos inclementes y un viaje fluvial en motonave por el Amazonas lo enfrentan con sus miedos más profundos. A bordo del “ADOLFO”, y con una hamaca corta como única cama, Rodolfo se embarca en una travesía cargada de sobresaltos, aprendizajes y encuentros insólitos.

Al llegar a Jenaro Herrera, su destino final, todo parece empeorar... hasta que descubre la calidez de la gente, el encanto de la comida local y la belleza de Elsa, la hija de la dueña de la pensión. Lo que comenzó como una misión hostil se convierte lentamente en una experiencia entrañable. Pero una carta olvidada, enviada meses atrás en un momento de desesperación, amenaza con arrancarlo del lugar que ha aprendido a amar.

“Enredada aventura de un novel policía” es un relato entrañable de transformación y pertenencia, donde el miedo inicial da paso al amor por una tierra ajena que termina sintiéndose como hogar. Un relato de choque cultural, adaptación y renacimiento en el corazón de la selva.


Enredada aventura de un novel policía

Pablo Rodríguez Prieto

Cuando Rodolfo llegó a Iquitos, una tarde calurosa, nublada y con amenaza de lluvia, quedó embelesado. No era lo que le habían contado, salvo, claro, lo que aún le faltaba por conocer. Sus miedos y temores eran latentes, y al menor ruido que hiciera algún insecto, reaccionaba a la defensiva. Al día siguiente le asignaron el destino final de su viaje, por lo que aprovechó para dar vueltas por la ciudad. Sin embargo, debía esperar una semana para reiniciar su marcha.

Recién egresado de la Escuela de la Guardia Civil, fue asignado y trasladado hasta esta remota región donde ahora, entre temeroso y asombrado, caminaba las calles de una ciudad desconocida, con gentes de diferente hablar y entender. La primera dificultad con la que se encontró fue la comida; debía hacer un esfuerzo por probar bocado en la pensión que le asignaron. Todo era muy diferente a lo que vio y conoció en el remoto pueblo altoandino donde nació.

Había comprado pasajes para el tramo de viaje que le faltaba recorrer, con el fin de iniciar su labor de custodio del orden para lo cual fue preparado. Le informaron que la motonave salía un jueves al mediodía y que debía viajar por tres días, surcando primero el río Amazonas y luego el río Ucayali, para llegar a su destino en medio de la selva. Los días de espera, en vez de relajarlo, lo ponían más nervioso. El día del embarque pasó por el correo local y no tuvo mejor idea que escribir una carta a su hermano, contándole sus miedos y temores. Luego se encaminó al embarcadero con bastante anticipación.

La motonave era de mediano tamaño, pintada de color blanco. En el frontis llevaba el nombre “ADOLFO”, lo cual llamó la atención de Rodolfo por la similitud con su propio nombre. Para poder abordar, había que atravesar una tabla usada como puente, que unía el barranco con la nave. Rodolfo lo pensó dos veces; lo primero que pasó por su mente fue que, si caía al agua, esta estaría infestada de pirañas, como alguien se había encargado de hacerle creer. Se persignó y comenzó a caminar con mucho cuidado. No resultó ser tan difícil. Un tripulante que vigilaba la embarcación le pidió que se acomodara, ya que partirían en un par de horas. Rodolfo enseñó su boleto esperando que le asignaran un camarote o algún espacio reservado, pero no recibió respuesta. Ante su insistencia, le dijeron simplemente: "Puedes extender tu hamaca donde quieras".

Una señora muy amable se encargó de explicarle cómo eran los viajes en estos lugares y le dijo que cada pasajero traía su propia hamaca y la colgaba de unos ganchos en el techo. Como Rodolfo parecía no entender muy bien, ella le explicó que en el puerto vendían hamacas, y que aún estaba a tiempo de comprar una. De otro modo, tendría que dormir en el suelo. Un poco desconcertado, Rodolfo optó por volver a cruzar el improvisado puente y buscar dónde comprar el aparejo. Encontró una tienda muy pronto, y el comerciante le ofreció una variedad de hamacas en tamaño, color y precio, para finalmente recomendarle una de dos plazas. “Ahora te vas solo, pero cuando regreses volverás acompañado, y ya no tendrás que comprar otra”, le dijo. Rodolfo, entre economía y comodidad, prefirió comprar una de plaza y media. Al despedirse, el comerciante le recomendó no buscarse una "gordita", y soltó una carcajada.

Con su hamaca bajo el brazo, Rodolfo volvió a cruzar el puente. Confiado en la pericia ganada anteriormente, comenzó a caminar cuando un imprudente transeúnte se le adelantó corriendo y, a trancos, atravesó la tabla. Rodolfo, que ya había dado un par de pasos, tambaleó y, con mucho esfuerzo, mantuvo el equilibrio y retrocedió. Asustado, pálido y espantado, no se atrevía a continuar. Miró a su alrededor, y solo cuando estuvo seguro de que nada se interpondría en su aventura, inició la travesía. Finalmente, acomodó su hamaca, no sin otras dificultades, ya que le habían vendido una demasiado corta. Tuvo que usar las correas de su uniforme para asegurar el sitio donde dormiría las próximas noches.

Cerca de la hora de partida, la plataforma del barco se mantenía con pocas personas, pero en pocos minutos, en un abrir y cerrar de ojos, un tumulto de hombres y mujeres abordó la nave con bultos, animales y niños. A empujones acomodaban sus hamacas con una pericia que sorprendió a Rodolfo. En pocos minutos, la motonave se movía hacia el centro del río, soltando al aire un pitido intermitente que lastimaba los oídos y excitaba al enjambre de personas todavía mal acomodadas.

Luego de una hora de lento navegar, un grupo de delfines comenzó a acompañar la lancha, dando saltos y silbidos de manera graciosa. A la mayoría de las personas no les llamó la atención, por lo que continuaron imperturbables. A Rodolfo le entró miedo y pensó que podrían ser atacados por estos desconocidos animales. La amable señora que le recomendó salir a buscar la hamaca se le acercó para explicarle que eran seres inofensivos y que siempre ocurría lo mismo al partir las embarcaciones.

Al caer la tarde, un enjambre de mosquitos se acercó a los viajeros y comenzó un artero ataque. Rodolfo peleó un buen rato con ellos para finalmente darse por vencido. Antes de que oscureciera, anunciaron que servirían el rancho. Rodolfo hizo cola para recibir los alimentos, pero al recibirlos, no le gustó ni el olor ni la presentación, por lo que prefirió quedarse sin comer. Entrada la noche, masticó unas galletas que llevaba entre sus pertenencias. Al avanzar las horas, los mosquitos fueron reemplazados por zancudos que lo molestaron durante largo rato, o quizás hasta que se sintieron saciados.

El amanecer fue espectacular. Una enorme bandada de loros sobrevoló por un buen rato la nave que avanzaba lentamente. El sol salía entre enormes árboles que arrojaban sus sombras sobre las aguas del río. El cielo despejado sobre sus cabezas y, alrededor, solo selva. Ese fue el paisaje que se repetiría durante toda la travesía. Llamaron para servir el desayuno, y Rodolfo, entusiasmado y hambriento, hizo nuevamente la cola. Grande fue su decepción al comprobar que los olores y el sabor de la comida no eran de su agrado. Prefirió otra vez quedarse sin comer. Lo mismo ocurriría en el almuerzo y en la cena.

Al segundo día de viaje, luego de varias paradas en pequeños pueblos ribereños, sucedió algo que casi le produce un infarto a Rodolfo. El “ADOLFO” se detuvo en medio del río. La máquina, con mínimo esfuerzo, resistía la corriente, cuando unas canoas a remo comenzaron a acercarse. En la ribera, una pequeña hilera de casas indicaba la presencia de población. Cuando las canoas llegaron hasta la nave, Rodolfo pudo ver que los remeros llevaban las caras pintadas con franjas rojas y negras. Entró en pánico al pensar que eran tribus salvajes o piratas. Buscó protección entre los bultos mal acomodados al fondo de la embarcación. Un tripulante, entendiendo la razón de su miedo, le explicó que eran indígenas “civilizados” que trabajaban trayendo a las personas al barco, ya que éste no podía acercarse a la orilla por ser poco profunda y corría el riesgo de atascarse y naufragar. Así fue: de las pequeñas canoas subían personas con nuevos bultos, mientras otras abandonaban la nave.

Al atardecer del tercer día, avisaron a los pasajeros que la motonave atracaría en el puerto de Jenaro Herrera, y que las operaciones de cabotaje demorarían algunas horas, por lo que se les recomendaba descender con calma. Este era el destino de Rodolfo, quien, al bajar, averiguó en cuánto tiempo regresaría la nave a Iquitos. Se sentía muy mal por haber comido poco, por las picaduras de insectos y por el calor inclemente. Estaba dispuesto a desertar y regresar en cuanto pudiera a su tierra.

Al presentarse en la comisaría del lugar, el comisario se sorprendió al ver a un efectivo tan joven. Solo atinó a preguntar:
—¿Dónde están los demás?
Rodolfo respondió que venía solo. El comisario expresó su malestar, pues hacía varios meses venía solicitando al menos tres policías para cumplir con las labores en esa zona fronteriza. Tras un breve trámite de bienvenida, le asignaron un lugar dentro de la comisaría para pernoctar y le recomendaron una pensión donde, a partir de la fecha, recibiría sus alimentos. De inmediato debía iniciar sus labores.

Esa noche, junto al comisario, fueron invitados a cenar en casa de la dueña de la pensión. La cena consistió en una sopa de tortuga que, para el macilento Rodolfo, fue un manjar de los dioses. A partir de ahí, el sabor de la comida selvática le pareció divino. No volvió a tener dificultades al alimentarse. Más aún cuando, al día siguiente, apareció una hermosa jovencita de piel tersa y ojos cautivadores, que fue presentada como Elsa, la hija de los dueños de casa. Elsa se convirtió en la razón principal para llegar temprano a la pensión, para hacer su ronda diaria por la casa de la joven, o visitar la tienda del padre de esta beldad. En realidad, fue el comienzo de su cariño por el pueblo como nunca se imaginó.

Cuando, a los pocos días, el “ADOLFO” volvió a hacer escala en Jenaro Herrera rumbo a Iquitos, Rodolfo pensó que lo mejor era dejar la idea de desertar para el siguiente viaje. En muy poco tiempo, se convirtió en un entusiasta y eficiente policía. Disfrutaba de la comida que antes le parecía insoportable, y el clima le resultaba placentero, sobre todo en las tardes libres, cuando se las ingeniaba para quedarse más tiempo en la pensión o ser útil a los padres de Elsa.

El “ADOLFO” pasó varias veces por el puerto, y de a pocos, Rodolfo fue olvidando la idea de alejarse, como pensó el día que llegó a ese paraíso. Su tranquilidad se vio afectada seis meses después, cuando el comisario le comunicó que desde Lima solicitaban su cambio inmediato por razones reservadas. Rodolfo había olvidado que, al partir de Iquitos, había enviado una carta a su hermano en la que describía lo mal que se sentía. Desde Lima, habían tramitado su traslado para “rescatar” al hermano perdido en la selva, sin saber que su parecer había cambiado.

Con la ayuda del comisario, intentaron frenar el traslado, alegando que Rodolfo estaba enfermo y debía recuperarse antes de ser reubicado. Pero la estrategia solo funcionó un tiempo: la familia en Lima se alarmó más y exigió su regreso inmediato. Era un gran dilema para Rodolfo, pero finalmente tuvo que acatar las órdenes superiores y alejarse de Jenaro Herrera, de Elsa, de su linda familia, y de la gente que lo trató con tanto cariño.

Al partir, prometió volver pronto. Como en aquella vez que pensó desertar, nunca pudo hacerlo. Sus funciones policiales lo llevaron a otros destinos, sin que ello borrara el eterno recuerdo de un pueblo, una mujer y la selva, siempre enigmática.

 


Comentarios

Víctor ha dicho que…
Una historia en la que el autor nos proyecta la verdadera realidad de este rincon dé nuestra amazonía:sus hermosos paisajes,su exuberante naturaleza y la gentileza de su gente.