La enredada aventura de un novel policía.
Cuando Rodolfo llegó a Iquitos,
una tarde calurosa, nublada y con amenaza de lluvia, quedó embelesado, no era
lo que le habían contado, salvo claro lo que le faltaba conocer. Sus miedos y
temores eran latentes y al menor ruido que hiciera algún insecto reaccionaba a
la defensiva. Al día siguiente le asignaron el destino final de su viaje, por
lo que aprovechó para dar vueltas por la ciudad, sin embargo, debería esperar
una semana para reiniciar su marcha.
Recién egresado de la escuela de
la Guardia Civil, fue asignado y trasladado hasta esta remota región donde
ahora, entre temeroso y asombrado caminaba las calles de una ciudad desconocida
con gentes de diferente hablar y entender. La primera dificultad con la que se
encontró fue la comida, debería de hacer esfuerzo por probar bocado en la
pensión que le asignaron. Todo era muy diferente a lo que vio y conoció en el
remoto pueblo alto andino en el que nació.
Había comprado pasajes para el
tramo de viaje que le faltaba recorrer para iniciar su labor de custodio del
orden para el que fue preparado. Le informaron que la motonave salía un jueves
a medio día y debería viajar por tres días surcando primero el rio Amazonas y
luego el rio Ucayali para llegar a su destino en medio de la selva. Los días de
espera en vez de relajarlo, lo ponían más nervioso. El día que debería
embarcarse pasó por el correo local y no tuvo mejor idea que escribir una carta
a su hermano y contarle de sus miedos y temores, luego se encaminó al
embarcadero con bastante anticipación.
La motonave era de mediano tamaño
pintada de color blanco, en el frontis llevaba el nombre de “ADOLFO” que llamó
la atención de Rodolfo por la similitud con su nombre. Para poder abordar había
que atravesar una tabla usada como puente, que unía el barranco con la nave.
Rodolfo lo pensó dos veces y lo primero que atravesó por su mente fue que de
caer al agua estas estarían infestadas de pirañas, como alguien se había
encargado de hacerle creer. Se persignó y comenzó a caminar con mucho cuidado,
no resultó ser tan difícil. Un tripulante que vigilaba la embarcación le pidió
que se acomode y que por lo menos en dos horas partirían. Rodolfo enseñó su
boleto esperando que le asignen un camarote o algún espacio reservado sin
recibir respuesta. Ante su insistencia le pidieron que se acomode de la mejor
manera, puedes extender tu hamaca donde quieras, fue la indicación final.
Una señora muy amable, se encargó
de explicarle como eran los viajes en estos lugares y le dijo que cada pasajero
trae una hamaca y la cuelga de los ganchos colocados en el techo. Como al
parecer Rodolfo no entendiera muy bien lo que le dijo, le explicó que en el
puerto vendían hamacas y como era temprano aun estaba a tiempo para salir a
comprar una, de otro modo tendría que dormir en el suelo. Un poco desconcertado
optó por volver a cruzar el improvisado puente y buscar donde comprar el
aparejo para el viaje. Encontró una tienda muy pronto y el comerciante le
ofreció una variedad de hamacas en tamaño, colores y precios, para finalmente
recomendarle una de dos plazas, argumentando que ahora te vas solo pero cuando
vuelvas volverás acompañado y ya no tendrás que comprar otra, le dijo. Decidió
entre economía y comodidad y prefirió comprar una de plaza y media. Al
despedirse el comerciante le recomendó que no se busque una gordita y soltó una
carcajada.
Con su hamaca bajo el brazo,
Rodolfo debía volver a cruzar el puente. Confiado en la pericia ganada
anteriormente comenzó a cruzar cuando un imprudente transeúnte se le adelantó
corriendo y a trancos atravesó la tabla. Rodolfo que ya había dado un par de
pasos tambaleó y con mucho esfuerzo mantuvo el equilibrio y retrocedió.
Asustado, pálido y espantado no se atrevía a continuar, miró a su alrededor, y
solo cuando estuvo seguro que nada se interpondría en su aventura, inició la
travesía. Finalmente, Rodolfo acomodó su
hamaca con otra clase de dificultades entre las que se contó que le vendieron
una hamaca muy corta, por lo que tuvo que usar las correas de su uniforme para
asegurar el sitio donde dormiría en las próximas noches.
Cerca de la hora de partida, la
plataforma del barco se mantenía con pocas personas, pero a los pocos minutos
en un abrir y cerrar de ojos un tumulto de hombre y mujeres abordaron la nave
con bultos, animales y niños. A empujones acomodaban sus hamacas con una
pericia que sorprendió a Rodolfo y en pocos minutos la motonave se movía hacia
el centro del rio soltando al aire un pitido intermitente que lastimaba los
oídos y excitaba al enjambre de personas todavía mal acomodadas.
Luego de una hora de lento viajar
al centro del enorme rio un grupo de delfines comenzó a acompañar la lancha,
dando saltos y silbidos de manera graciosa. A la mayoría de personas no les
llamó la atención, por lo que continuaron imperturbables. A Rodolfo le entró
miedo y pensó que podrían ser atacados por estos desconocidos animales. La
amable señora que le recomendó salir a buscar la hamaca antes de iniciar el
viaje se le acercó para explicarle que eran seres inofensivos y siempre ocurría
lo mismo al partir las embarcaciones.
Al caer la tarde un enjambre de
mosquitos se acercó a los viajeros y comenzaron un artero ataque, Rodolfo peleó
un buen rato con ellos para finalmente darse por vencido. Antes que oscureciera
anunciaron que servirían el rancho, Rodolfo hizo cola para recibir los
alimentos, pero al recibirlo no le gustó ni el olor ni la presentación de la
comida por lo que prefirió quedarse de hambre. Entrada la noche masticó unas
galletas que llevaba entre sus pertenencias. Al avanzar las horas los mosquitos
fueron reemplazados por zancudos que molestaron por largo rato, o quizás hasta
que se sintieron saciados.
El amanecer fue espectacular, una
enorme bandada de loros viajó por un buen rato sobre la nave que movía
lentamente, el sol salía entre enormes árboles que arrojaban sus sombras sobre
las aguas del rio. El cielo despejado sobre sus cabezas y al rededor solo
selva, fue el paisaje que se repetiría toda la larga travesía. Llamaron para servir
el desayuno y Rodolfo entusiasmado y de hambre hizo nuevamente su cola para
recibir los alimentos. Grande fue su decepción al comprobar que los olores y el
sabor de la comida no eran de su agrado, prefirió otra vez quedarse de hambre.
Lo mismo ocurriría en el almuerzo y en la cena donde se repetiría la misma
comida.
Al segundo día de viaje, luego de
varias paradas en pequeños pueblos rivereños, sucedió algo que por poco produce
un infarto a Rodolfo. El “ADOLFO” se detuvo en medio rio, la maquina con mínimo
esfuerzo resistía la corriente del rio, cuando vio que unas canoas a remo se
acercaban hacia ellos. En la rivera una pequeña hilera de casas indicaba que
había población. Cuando las canoas llegaron hasta la nave Rodolfo pudo ver a
los remeros con las caras pintadas con franjas rojas y negras, por lo que entró
en pánico al pensar que eran atacados por tribus salvajes o eran abordados por
piratas por lo que buscó protección entre los bultos mal acomodados al fondo de
la embarcación. Un tripulante entendió la razón de su miedo y le explicó a
Rodolfo que eran indígenas “civilizados” que trabajaban trayendo a las personas
al barco, pues éste no podía acercarse a la orilla por ser poca profunda y
corría el riesgo atascarse y naufragar. Así fue, de las pequeñas canoas subían
personas con nuevos bultos, mientras que otras abandonaban la nave.
Al atardecer del tercer día avisaron
a los pasajeros que la motonave atracaría en el puerto de Jenaro Herrera y que
las operaciones de cabotaje demorarían algunas horas, por lo que les
recomendaban a todos descender para facilitar la operación. Este era el lugar
de destino de Rodolfo, quien al descender averiguó en que tiempo regresaba la
nave hacia Iquitos. Se sentía muy mal por haber comido poco, casi nada, por la
picadura de los insectos y por el calor inclemente. Estaba dispuesto a desertar
y regresar en cuanto pudiera a su tierra.
Al presentarse en la comisaria
del lugar, el comisario se sorprendió al ver un efectivo tan joven. Solo atinó
a preguntar ¿Dónde están los demás? Rodolfo refirió que venía solo, el
comisario expresó su malestar, pues hacia varios meses que venía solicitando
por lo menos tres policías para poder cumplir con las labores policiales en
esta zona fronteriza. Tras un breve trámite de bienvenida, le asignaron al
joven policía un lugar dentro de la comisaria para pernoctar y le recomendaron
una pensión donde a partir de la fecha recibiría sus alimentos. Por lo que de
inmediato debería dar inicio a sus labores.
Esa noche junto al comisario
fueron invitados en la casa de la dueña de la pensión. La cena consistió en una
sopa de tortuga que para el macilento Rodolfo le pareció un manjar de los
dioses. A partir de ahí el sabor de la comida selvática le sabía divina. No
volvió a tener dificultad a la hora de alimentarse. Más aun cuando al dia
siguiente a la hora del desayuno apareció una hermosa jovencita de piel tersa y
hermosos ojos que la presentaron como la hija de los dueños de casa y con el
nombre de Elsa. Elsa pasó a ser la razón principal para llegar temprano a la
pensión, para hacer su ronda diaria por la casa de la joven y por la tienda del
padre de esta beldad, en realidad para comenzar a querer el pueblo como nunca
se imaginó.
Cuando a los pocos días el
“ADOLFO” volvió a hacer escala en Jenaro Herrera de regreso a Iquitos, Rodolfo
pensó que mejor dejaba para el siguiente viaje la idea de desertar. En entusiasta
y activo, muy servicial y eficiente efectivo policial se convirtió Rodolfo en
muy poco tiempo. Disfrutaba la comida que hacia un tiempo le parecía
insoportable y el clima le parecía placentero, sobre todo por las tardes en que
estaba de franco, pues se las ingeniaba para quedarse más tiempo en la pensión
o tratar de ser útil a los padres de Elsa.
Pasó varias veces el “ADOLFO” por
el puerto y de a pocos Rodolfo fue olvidando la idea de alejarse del lugar,
como lo pensó el día que llegó a este paradisiaco lugar. Su tranquilidad se vio
afectada a los seis meses de su llegada una mañana que el comisario le comunicó
que de Lima pedían su cambio inmediato por razones reservadas. Rodolfo se había
olvidado que al partir de Iquitos había depositado una carta a su hermano en
Lima, en la que le contaba todas las cosas feas que veía en el lugar y lo mal
que se sentía. Desde Lima habían hecho trámites para ayudar al hermano
refundido en los vericuetos de la selva, sin saber que ahora había cambiado de
parecer y que no estaba dispuesto a abandonar el lugar.
Poniéndose de acuerdo con su
comisario y con la ayuda de éste, respondieron que estaba mal de salud y que
una vez restablecido podría ser trasladado de destino. Funcionó por poco tiempo
la treta, ya que este ardid alarmó más a la familia en Lima que insistieron en
que sea trasladado urgentemente cerca de ellos. Era un gran dilema el que le
tocaba vivir a Rodolfo, pero finalmente tuvo que acatar las órdenes de sus
superiores y alejarse de Jenaro Herrera, de Elsa, de la linda familia de ella
que lo acogió con cariño y de la gente que le trató con diligencia.
Al partir, Rodolfo prometió
volver pronto y como ocurriera la vez que pensó en desertar, nunca pudo volver.
Sus funciones policiales le llevaron por otros destinos sin que ello borrara el
eterno recuerdo de un pueblo, una mujer y la selva siempre enigmática.
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