"El dentista del pueblo"

En un pequeño pueblo, don Justo, un empírico dentista, atiende a sus pacientes en un taller improvisado lleno de instrumentos rudimentarios y desorden. Un día, una joven llega solicitando la extracción de una muela, pero la intervención no sale como esperaba: don Justo le saca la pieza equivocada. Al día siguiente, ella regresa furiosa, exigiendo una solución. Entre errores, confusiones de nombres y un ambiente de rusticidad y picardía, el dentista termina comprendiendo una verdad reveladora: el verdadero negocio no está en sacar muelas, sino en ponerlas.

Con un tono irónico y costumbrista, el relato retrata la precariedad de los servicios médicos en los pueblos rurales, pero también la astucia de quienes, como don Justo, encuentran oportunidad en el error.

 

El dentista del pueblo

Pablo Rodriguez Prieto

La mañana fresca agradaba a don Justo, porque le permitía trabajar tranquilamente. Decía que el frío temprano no solo despejaba la cabeza, sino también los pensamientos. Estaba sentado frente a un artilugio a pedal que, unido por correas y sogas delgadas, articulaba una cadena de brazos que terminaban en una pulidora manual. No dejaba de pedalear, aun cuando no pulía el pequeño diente de oro que, en unos minutos, debería colocar a uno de sus clientes. Detrás de él, había una mesa desordenada, llena de piezas dentales a medio terminar y de instrumentos desperdigados sin ningún orden aparente.

Mientras trabajaba, escuchaba por la radio un sanjuanito melancólico, de esos que parecen arrastrar la nostalgia por las calles polvorientas. De vez en cuando, levantaba la pieza entre los dedos y la miraba a contraluz, limando con esmero las últimas imperfecciones. El ambiente era llenado por un aroma a café recién pasado, mientras que en la calle un burro rebuznaba anunciando la hora.

El improvisado taller estaba ubicado en la segunda planta de su domicilio y constaba de dos ambientes. El primero era una salita de espera con cuatro sillas de plástico un tanto destartaladas que, al usarlas, dejaban al ocupante frente a una pequeña ventana. Desde ahí se podía ver la calle y, por encima de los techos vecinos, se tenía una vista panorámica del cementerio municipal del pueblo, gris y silencioso. Una puerta delgada de madera daba acceso al segundo ambiente, donde, al entrar, uno se topaba con un almanaque de pared grande con la figura de una mujer desnuda, a la que, en sus partes íntimas, alguien por alguna razón le había pegado con cinta adhesiva un mechón de cabello. El mobiliario lo completaban un sillón odontológico construido artesanalmente en madera, el artilugio en el que estaba trabajando don Justo, la mesa con los objetos desparramados y una pequeña vitrina repleta de frasquitos de porcelana y de metal, de múltiples tamaños.

Abstraído como estaba en su trabajo, don Justo no escuchó la delicada voz de una muchacha que lo llamaba desde la calle. Al no ser atendida, decidió subir, llamando al ocasional dentista por su nombre.

—Se está quedando sordo usted, don Justo —dijo la muchacha a modo de saludo.

—¿Qué quieres, Juana? —preguntó don Justo sin levantar la vista, como si le hablara al aire, mientras se abotonaba la camisa y acomodaba sus pantalones.

—No me llamo Juana, y quiero que me saque una muela —contestó la recién llegada, muy seria.

—Espérame un rato, pero no te quedes ahí parada, pasa y échate; ya te atiendo.

Don Justo siguió puliendo un rato más, luego hizo espacio en la mesa y colocó una cocinilla a la que agregó ron y encendió. Sobre ella puso una olla con el instrumental que usaría para la extracción solicitada por la muchacha recién llegada.

—¿Se va a demorar, don Justo?

—Ahora te atiendo, Julia. —Luego, haciendo una pausa, agregó—: A ver, abre la pierna.

—No me llamo Julia —corrigió la muchacha, avergonzada.

—Bueno, Juana, Julia o Juliana, ten paciencia.

Mientras le aplicaba la anestesia en la zona afectada, don Justo no pudo evitar mirar las piernas que se dibujaban por debajo de la falda, la cual la muchacha sujetaba con fuerza, estirándola hacia abajo mientras contenía el dolor. Luego, con una pinza, sacó de la olla los instrumentos que colocó sobre una toalla extendida en la mesa.

El proceso de extracción fue rápido: de un tirón sacó la muela anestesiada. Le pidió que se enjuagara la boca mientras colocaba sobre la herida un algodón que debía morder con fuerza. Luego le entregó unas pastillas que recomendó tomar a determinadas horas.

—Es todo, Juana. No te olvides de hacer buches con agua y sal. ¡Ah! Y regresa mañana para verte otra vez.

La muchacha ya no respondió; le entregó un billete que don Justo guardó en uno de sus bolsillos sin mirarlo, mientras la acompañaba hasta el borde de la escalera, desde donde la observó hasta que se perdió en la calle.

Volvió a coger la pieza que estaba puliendo, mientras el sanjuanito aún derramaba su melancolía por el aire. Entendió que ya estaba terminado y listo para ser colocado al cliente. Luego revisó el billete dejado por la muchacha y lo guardó en uno de los cajones de la mesa, satisfecho del trabajo realizado.

A la mañana siguiente, justo a la misma hora, la muchacha regresó, pero esta vez con cara de pocos amigos.

—La muela que sacó ayer no era la que estaba picada. Me sacó una muela buena. Aparte de sordo, se está usted quedando ciego, don Justo.

—Tranquila, Juliana. Vamos a ver —respondió él, sin perder la calma.

La recostó nuevamente en el sillón y, tras mirarla por un buen rato, le colocó varios algodones entre los labios y los dientes, de tal manera que no pudo seguir reclamando. Luego se retiró a encender la cocina y colocar los instrumentos para realizar la nueva extracción.

—No te preocupes, Juana. No te voy a cobrar esta vez.

Aplicó la anestesia una vez más y, mientras realizaba el trabajo, le explicó a la muchacha que había que colocar, en el espacio dejado por los dientes perdidos, otros, esta vez postizos.

—Vas a quedar más linda de lo que ahora eres, Juliana. Muy linda —añadió con una sonrisa forzada.

La muchacha, ya roja de rabia, cerró la boca y mordió el dedo del empírico dentista. Él soltó un leve quejido, pero no se molestó. A esas alturas, don Justo ya había entendido algo importante: el negocio no estaba en sacar muelas... sino en ponerlas.

 

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