En El último viaje de Pedro el camionero, la rutina de un conductor de camión se convierte en el telón de fondo para una tragedia silenciosa. Pedro, padre de familia y esposo devoto, parte con sus hijos en un viaje que aparenta ser una escapada vacacional, pero que esconde una despedida definitiva. Entre la doble vida, el amor no correspondido y una creciente desesperanza, el relato nos conduce a un final devastador. Con un estilo sobrio y directo, esta historia ahonda en los rincones más oscuros del alma humana, donde la violencia se disfraza de ternura y la muerte se presenta como liberación.
El último viaje de Pedro el camionero
Pablo Rodríguez Prieto
Pedro conversaba con Ana, su esposa, y en medio de aquel diálogo dejó
entrever su preocupación por el futuro, tanto el suyo como el de sus hijos. Ya
al filo de la medianoche, y luego de haberla amado con la misma devoción de
siempre, le dijo que dejaba una nota sobre su tocador con algunas indicaciones
que debía seguir durante su ausencia. Dio a entender, además, que esta vez
estaría fuera más tiempo de lo acostumbrado en sus rutinarios viajes como
conductor de camión, trabajo que lo mantenía siempre viajando.
Ambos acordaron que, aprovechando las vacaciones escolares, él llevaría a
sus tres hijos de paseo por unos días. En todo momento, Pedro mostraba un
cariño abnegado por ellos. Ana, a pesar de lo tarde que era, preparó con
ternura maternal los enseres que los pequeños llevarían al paseo.
Al levantarse a la mañana siguiente, luego de que Pedro y los niños
partieran de madrugada, Ana vio la nota junto a sus cosméticos. Sin darle mayor
importancia, la guardó sin leerla y se olvidó del asunto. Había decidido
aprovechar esos días libres para dedicarse a sí misma, así que lo que dijera la
nota podía esperar.
Pedro siempre se mostraba sonriente y alegre. Solía reírse de todo,
especialmente de sus propios defectos, que él mismo solía exagerar. Ese
carácter bonachón mortificaba a Ana, quien solía respirar aliviada al verlo
partir.
Los años que llevaban juntos parecían alejarlos en vez de unirlos. Ambos lo
sabían, pero no lo hablaban. Ella sentía que estaba dejando de amarlo sin
encontrar una razón que lo justifique. Él amaba a su mujer y se lo decía cada
vez que estaba a su lado; ella le respondía cuando podía, aunque cada vez con
menos frecuencia.
A pesar de las diferencias –que nadie quería ver – familiares y amigos los
consideraban una pareja feliz.
Vivían en Huánuco, una ciudad ubicada en el centro de la ruta que Pedro
recorría con su camión. En uno de los extremos estaba Lima, la capital; en el
otro, Pucallpa, una ciudad lejana que Ana nunca mostró interés en conocer. Así,
tanto en el viaje de ida como en el de vuelta, Pedro pasaba unas horas con sus
hijos y su esposa.
Al salir de madrugada, y sin contratiempos, debían haber llegado a su
destino hacia la medianoche. Sin embargo, algo ocurrió en el camino, y llegaron
a Pucallpa cuando el día ya comenzaba a clarear.
Durante el viaje, los niños fueron acomodados sobre la carga del camión.
Una colchoneta y algunas frazadas extendidas sobre las bolsas de azúcar, que
era lo que transportaba en esa ocasión, les permitían viajar con comodidad.
Era un segundo compromiso que Pedro no se molestaba en ocultar entre los
amigos que frecuentaba en aquella ciudad. Incluso, alardeaba de haber
encontrado al verdadero amor de su vida. Se acariciaron, se besaron por largo
rato y, después, la amó con una furia juvenil, casi salvaje, que marcaría para
siempre a la joven mujer. Después, le pidió que le preparara un caldo de
gallina. Ella accedió con gusto, se vistió de inmediato y salió al mercado en
busca de los ingredientes.
Al volver, encontró la puerta cerrada por dentro con tranca. Esto le llamó
la atención, especialmente porque llevaba llave, precisamente para no
molestarlo a su regreso. Supuso que Pedro se había quedado dormido tras el
viaje nocturno y la intensa faena que acababan de compartir. Sin saber qué
hacer, se sentó en el jardín, luego de haber tocado varias veces la puerta con
insistencia.
Pasada una hora, y colmada su paciencia, fue a buscar ayuda para abrir la
puerta. Los esfuerzos de los vecinos fueron inútiles, por lo que finalmente
decidieron romperla, ya entrada la tarde.
Lo que encontraron fue aterrador: Pedro yacía sin vida sobre la cama, con
un espumoso líquido saliendo de su boca. A su lado, el bebé estaba tapado con
una almohada y las colchas de la cama.
La llegada de la policía atrajo en pocos minutos a una multitud de
curiosos, incapaces de comprender los gritos desgarradores de la mujer. Un
muchacho del barrio, que había trepado al camión, cayó al suelo dando un grito
espantoso: decía que dentro del vehículo había más muertos.
Efectivamente, la policía confirmó que los tres niños, que habían partido
alegres desde Huánuco la mañana anterior, también habían ingerido alguna
sustancia letal. Presentaban la misma espuma en la boca que Pedro.
Mientras tanto, en Huánuco, Ana despertó esa mañana con un escalofrío que
le recorrió el cuerpo, provocándole un leve desvanecimiento. Al recuperarse,
recordó la nota que su esposo había dejado y se apresuró a buscarla. Lo que
encontró fue una breve despedida que tardó en comprender. Decía:
“Ya no tendrás que fingir lo que no sientes
realmente, con el cariño y el amor que siempre
profesé por ti.
Hasta siempre, hasta nunca.
Pedro.”
Dos días después, le llegó la verdadera y escalofriante noticia.
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