Leonardo es un niño nuevo en la Escuela La
Sagrada Familia. No molesta, no interrumpe, pero tampoco encaja. A medida que
sus compañeros y profesores lo ignoran, su cuerpo comienza a volverse
transparente, como si la falta de reconocimiento lo borrara del mundo. Solo la
maestra Otilia nota lo que está ocurriendo, pero su reacción llega demasiado
tarde. El niño que hablaba con el aire es un cuento que mezcla realismo
mágico y crítica social para mostrar cómo la indiferencia puede borrar vidas
enteras sin que nadie lo advierta.
El niño que hablaba con el aire
Pablo Rodríguez Prieto
En la Escuela La Sagrada
Familia, los pasillos de la entrada tenían la costumbre de susurrar. No era un
sonido fuerte, ni siquiera claro; era más bien un murmullo tenue, como si las
paredes respiraran palabras que nadie quería oír.
A la maestra Otilia
siempre le pareció normal. Decía que toda escuela antigua tiene algo que
rezonga: que era por la humedad, por el techo alto, por los años acumulados.
Comenzaba el año escolar
cuando llegó un niño nuevo: Leonardo. No traía cuadernos ni lonchera, solo una
mirada brillante que parecía iluminarle el rostro desde adentro. Caminaba como
quien entra por primera vez a un planeta distinto.
En cuanto Leonardo cruzó
la puerta del aula, los susurros se hicieron más nítidos. Otilia se estremeció,
pero no dijo nada.
—Pueden llamarlo Leo
—dijo la madre, con una sonrisa que temblaba un poco—. A veces habla bajito,
pero por favor entiéndanlo —casi suplicó.
Y se fue rápido, como
escapando de algo invisible.
Los demás niños lo
miraron con curiosidad. Leonardo se instaló en la primera fila, aunque nadie le
dijo que lo hiciera. Abrió las manos sobre la mesa, como si escuchara una
música que no provenía de ningún lugar.
Durante los días
siguientes, Otilia intentó integrarlo a las actividades. Pero Leonardo siempre
estaba un segundo antes o un segundo después. Cuando ella pedía que leyeran, él
miraba las ventanas. Cuando pedía que dibujaran, él cerraba los ojos y murmuraba
cosas que parecían corrientes de aire.
—Está en la luna —decía
Otilia, forzando una sonrisa—. Ya se adaptará.
Sin embargo, la escuela
tenía sus propios ritmos. Los niños corrían, reían, discutían. Todo con el
ruido y la energía de un hormiguero. Leonardo, en cambio, parecía caminar
dentro de un silencio propio.
—No molesta —decían en
las reuniones—. Si no molesta, no hay problema.
Y así lo dejaron existir
en un rincón, como se deja existir a un mueble que nadie usa, pero tampoco
estorba.
Pero no lo nombraban.
Tampoco lo miraban
demasiado.
Otilia decía que era por
falta de tiempo. Los demás docentes, por falta de personal. La directora
hablaba del decreto que no llegaba y de un comité de inclusión que algún día,
quizá, formaría el Ministerio o alguien lejano que nadie conocía.
Mientras tanto, Leonardo
volvía a casa cada tarde con un silencio nuevo. Ya no quería pintar ni leer. Se
tocaba la barriga y decía que le dolía.
—Mañana será mejor —le
decía su madre. Pero mañana siempre era igual.
Y Leonardo seguía allí,
cada vez más leve. Más invisible.
Llegó un recreo en que
Otilia lo encontró detrás del viejo depósito, soplando suavemente sobre unas
hojas secas. Las hojas vibraron y luego se elevaron un poco, como si
obedecieran a una orden silenciosa.
—¿Qué haces aquí?
—preguntó ella, inquieta.
Leonardo la miró con la
tristeza de quien no espera ser comprendido.
—Los niños no quieren
jugar conmigo —susurró—. Dicen que hablo raro. Que el viento me entiende, pero
ellos no.
Otilia quiso decir algo
amable, pero en ese instante el timbre retumbó como un portazo. Los susurros
volvieron a correr por las paredes. La maestra lo llevó de la mano al aula con
una mezcla de prisa y vergüenza. No quería que la directora la viera desordenando
el recreo con sentimentalismos.
Sintió cómo algo dentro
de ella se rompía. El mundo se volvió un sonido hueco. Quiso gritar, pero no lo
hizo. Pensó en los profesores, en los padres, en los murmullos, en las miradas
que señalaban a Leonardo como algo distinto. Porque, aunque nadie lo dijera,
había algo que flotaba en el aire cada vez que él llegaba.
Pasaron muchos días y,
lentamente, llegaron las semanas.
Una mañana, Leonardo no
quiso ponerse los zapatos. Quedó mirando a su madre con sus ojos grandes,
cansados.
—No quiero ir —dijo.
—Tienes que ir, hoy será
diferente —insistió su madre.
Pero el niño se volvía
cada vez más transparente. Su sombra comenzaba a borrarse en el piso. Su voz se
hizo tan tenue que solo los bordes de los pupitres parecían escucharla.
Una tarde, mientras los
demás copiaban un dictado, Otilia notó que Leonardo no estaba. Fue hasta el
patio. Nada. Pasó por la biblioteca. Nada. Se asomó al pasillo de las baldosas
flojas. Nada.
Solo los susurros seguían
allí, agitados, como si intentaran avisarle algo.
Volvió al aula, inquieta,
y entonces lo vio. Ahí siempre estuvo.
Leonardo estaba sentado
en su carpeta. Nadie lo veía.
Era como si su cuerpo se
hubiera vuelto transparente en los bordes, difuminado. Como si fuera un dibujo
a medio borrar.
—Leo… ¿estás bien?
—preguntó Otilia, con un hilo de voz.
—Estoy… desvaneciéndome
—respondió él sin dramatismo, como quien dice una verdad inevitable—. No dicen
mi nombre. No me miran. No estoy en ninguna lista. Ni en los juegos. Ni en sus
conversaciones. Me estoy quedando afuera, profe. Despacio. Muy despacio.
Otilia sintió un temblor
en el pecho. Avanzó hacia él, pero sus manos atravesaron la transparencia. Un
frío leve le recorrió la palma.
—Leo… —susurró, por
primera vez pronunciando ese nombre—. Leo.
El niño sonrió. Por un
segundo, una línea de luz recorrió su contorno, como si el nombre lo
sostuviera.
Pero fue apenas un
segundo.
No lo rechazaban.
Solo lo estaban
empujando, muy despacito, hacia afuera.
Como hacen siempre con
quienes, según ellos, no caben.
Los susurros se hicieron
viento. La ventana tembló.
Y Leonardo… simplemente
se deshizo.
Como un soplo que se
libera del cuerpo.
Otilia cerró los ojos.
Nadie en el aula pareció notar nada. El dictado siguió. Las hojas se volvían.
La vida continuaba con la indiferencia habitual de las instituciones.
Al final de la jornada,
la directora preguntó:
—¿La mamá del niño nuevo
ha dicho cuándo traerá los documentos?
Otilia buscó el nombre en
su mente. Intentó recordar la voz del niño, su presencia, algo.
Pero solo encontró un
vacío suave, casi cómodo.
—No lo sé —respondió—.
Creo que no vendrá más.
La directora se encogió
de hombros.
—Pobrecito. No se adaptó.
Y los susurros del
pasillo, como si tuviera memoria propia, soplaron un lamento que nadie escuchó.
De la carpeta vacía, Otilia vio volar una hoja seca, la misma que un día
Leonardo le regaló, como un adiós que no necesita palabras.
Luego, solo silencio.
Hasta el viento dejó de soplar.

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