Cuando Moche, Luchito y su madre llegan a Lima huyendo de la violencia terrorista que destruyó su hogar andino, descubren una ciudad que puede devorar o salvar a quienes nada poseen. Entre el caos del Mercado Mayorista, las noches heladas sin techo y la lucha diaria por un desayuno, los tres intentan reconstruir una vida con las únicas armas que les quedan: la esperanza y el amor que los mantiene juntos.
En diciembre, la capital se enciende con luces de Navidad, un resplandor que contrasta cruelmente con la miseria de la familia. Sin embargo, en medio del hambre, del miedo y de la incertidumbre, un gesto inesperado llevará a Moche a descubrir un mundo de generosidad escondido en los rincones más humildes. Y ese pequeño milagro encenderá en ellos una idea luminosa capaz de transformar la tristeza propia en alegría para otros.
“Y fueron felices en Navidad” es un relato desgarrador y tierno a la vez, que muestra cómo incluso en la pobreza más cruda puede nacer una chispa de luz. Una historia que invita a creer que, a veces, los regalos más valiosos provienen de quienes menos tienen… y que la verdadera Navidad puede encontrarse donde menos se espera.
Y fueron felices en navidad
Pablo Rodríguez Prieto
Cuando llegaron a Lima una mañana húmeda, empapada de niebla y
ruido. Traían en el estómago un hambre feroz y en el cuerpo la fatiga de un
viaje interminable y en la piel, aún el olor terroso de su pueblo. Como únicas
pertenencias cargaban una vieja alforja que la madre llevaba colgada del
hombro. Moche y Luchito, con los ojos legañosos y abiertos al asombro,
contemplaban el hervidero de vidas que rodeaba el Mercado Mayorista. Allí el
camionero —que los había traído desde su lejano pueblo sobre un cargamento de
papas— les indicó que bajaran.
Deambularon por los alrededores intentando
comprender aquella feria llena de sonidos, colores y olores, atraídos por las
cosas nuevas que descubrían. Una carreta desbordante de verduras. Una
carretilla humeante que vendía desayunos. Perros hambrientos y sarnosos que
ladraban con el mismo desconcierto que ellos respiraban. Personas que corrían
como si huyeran o persiguieran algo invisible. Camiones, autos, bocinazos. De pronto, una enorme rata atravesó el pasillo de
vendedores con la calma de una vieja habituada al lugar. Pasó entre bultos de
comida y piernas humanas como si todos fueran viejos conocidos. Los niños
quedaron mudos, sin saber si temerla o saludarla.
El aire estaba impregnado de un tufo
imposible de descifrar: mezcla de tierra húmeda, grasa frita, sudor, humo y fruta
podrida. Ese olor —más que cualquier
imagen— sería para Moche, el recuerdo que lo devolvería a aquel día en que
llegó por primera vez a la capital.
Los primeros días
durmieron en las calles frías, alimentándose de lo que hallaban, de lo que les
regalaban o de lo que los niños sustraían sin malicia, bajo la mirada resignada
de la madre. Eran días duros, y, sin embargo, no serían los peores. Era apenas
el inicio.
Los tres eran
quechuahablantes. La madre entendía el castellano, pero apenas podía
articularlo. Moche, a punto de cumplir doce años, había ido dos años a la
escuela fiscal —a dos horas de caminata desde su antiguo hogar— y hablaba mejor
el español; por eso, era él quien enfrentaba el diálogo con ese mundo extraño
donde habían caído.
—Tú habla, hijo, le pedía
la madre cada vez que un desconocido los interpelaba.
Luchito no sabía español;
nunca había pisado una escuela, pero en pocos días ya entendía algunas palabras
y se esforzaba por imitarlas. Su hermano se burlaba de su torpe pronunciación,
aunque en el fondo lo admiraba.
—Se dice “pan”, no “pam”,
lo corregía Moche entre risas.
—Pan… pam… lo mismo pues, respondía Luchito, ofendido.
Habían huido después que unos hombres
armados que enarbolaban banderas de justicia social y pregonaban una revolución
incomprensible que solo traía muerte. Acusaron al padre de traición y lo ejecutaron sin juicio ni despedida. Miserables y
despreciables se regocijaban del dolor de sus víctimas y de quienes dejaban
sobrevivir como escarmiento. Eran cobardes envalentonados que recorrían comarcas
sembrando terror.
Tras lo sucedido la madre huyó con sus dos
hijos y caminó varios días en la gélida cordillera, tratando de alejarse lo más
distante posible del lugar sangriento que en algún momento fue su hogar y creyó
ser feliz. En el camino se topó con el caritativo camionero que les permitió
viajar sobre la carga y los dejó en la puerta del Mercado Mayorista de Lima,
conocido como la Parada.
Allí, una mujer que
vendía verduras sobre cajones en plena calle les tendió la mano. Le propuso a
la madre ayudarla a cambio de un desayuno para los niños. La vendedora compraba
rezagos a los mayoristas, limpiaba lo recuperable y lo ofrecía en su precario
puesto. Fue ella quien les consiguió un espacio en la ladera de un cerro para
levantar una choza con esteras. Aquel lugar, aunque apartado y pobre, les
devolvió un pequeño sentido de cobijo. Allí dormían, y cada día la madre bajaba
al mercado a trabajar por tres desayunos austeros que los mantenían vivos, pero
no felices.
Finalmente encontró otro comerciante que le
daba los desayunos y además cinco soles, que, en las manos de esta humilde
mujer, sentía que las cosas mejoraban, hasta que un día apareció ebrio y trató
de violarla delante de sus hijos, entre los costales y cajones del negocio.
Entonces otra vez, la ilusión se desmoronó.
Volvió a huir con sus
hijos. Se trasladaron al centro de Lima, cerca del Mercado Central. Allí vio
que algunos vendían caramelos y, con sus últimos cinco soles, compró una bolsa
de golosinas para ofrecerlas en la avenida Abancay. Algunas personas le daban
monedas sin llevarse nada; para ella, aquello era un milagro cotidiano. Muy
pronto amplió su humilde mercadería y al final del día podían compartir una
sopa caliente.
Pero el cansancio era
feroz. Volvían tarde a la choza; Luchito lloraba, se negaba a caminar y ella
debía cargarlo. A pesar de todo, soñaba: un colchón para dejar de dormir en el
suelo, unos utensilios de cocina, quizá —muy quizá— un futuro menos duro. Pero
la implacable y silenciosa fatalidad volvió a alcanzarlos. Una noche fría de
garúa regresaron antes de lo habitual. Las esteras que habían dejado acomodadas
por la mañana ya no estaban.
Cuando les robaron las
esteras, la noche se volvió más cruel.
—Mamá… tengo frío, dijo
Luchito con voz quebrada.
—Aguanten, hijitos… yo estoy aquí, respondió ella, abrazándolos con los
cartones que los ladrones habían dejado tirados.
La madre no lloró. Juntó
los cartones y con ellos arropó a sus hijos bajo la intemperie. A la mañana
siguiente salió en busca de otras esteras. No pensaba rendirse.
Sin capital para comprar
caramelos, sentó en una vereda del Mercado Central a sus dos niños, ella de pie
comenzó a cantar en quechua. Puso tanta verdad, tanta necesidad en su voz, que
las monedas comenzaron a caer a sus pies. Tras dos horas, estaba afónica,
exhausta. Pero los tres pudieron almorzar como hacía tiempo no lo hacían.
Era diciembre. La Navidad
encendía la ciudad con luces y colores. En la Plaza de Armas, frente a la
Municipalidad, habían instalado un enorme nacimiento, un árbol gigantesco y
palmeras iluminadas. Las tiendas competían en adornos. Era un mundo de brillo,
ajeno a sus tristezas, pero irresistible para los ojos de los niños. Moche se
perdía entre los brillos como quien mira por primera vez el rostro de Dios.
Moche y Luchito solían
apartarse de su madre durante el día y regresar solo de noche. Pero una noche
Moche no llegó. Solo volvió Luchito, incapaz de explicar qué había ocurrido. La
madre lo esperó con angustia, confiando a medias en que su hijo mayor sabría
cuidarse.
La madre respiró hondo,
tratando de no llorar.
—Moche es fuerte… él vuelve. Él siempre vuelve.
Moche, en realidad, había
visto cómo un grupo de adultos se acurrucaba en un rincón de la plazuela frente
a la Iglesia San Pedro. La curiosidad lo empujó a unirse a ellos. El cansancio
del día y el calor humano lo arrullaron: se durmió profundamente. Despertó al
amanecer, sobresaltado. Intentó regresar al lugar donde debía encontrar a su
madre, pero ya era tarde. Volvió a la iglesia justo cuando aquellos adultos
formaban una fila ordenada. Se sumó sin pensarlo. A las seis de la mañana, unas
personas salieron por una puerta lateral ofreciendo avena caliente y un pan con
tortilla a cada uno que trajera un vaso. Por poco se queda sin su ración:
alguien tuvo piedad y le prestó un cacharro abollado, ese gesto pequeño lo marcó para siempre.
Cuando por fin regresó
con su madre, le contó su hallazgo. Ella decidió que, aunque no deseaba
abandonar la choza, podían volver ocasionalmente a dormir en el centro para
asegurarse el desayuno.
—¡No vuelvas a hacerme
esto, Moche! — ella lo abrazó con rabia y alivio.
—Perdón, mamá…— suplicó el niño.
La pobreza les obliga a
negociar incluso con las incomodidades.
El Correo Central, junto
a Palacio de Gobierno, era por esos días el lugar más hermoso que Moche había
visto. Parecía ese local, la catedral de la Navidad. Un edificio antiguo,
elegante, resplandeciente de luces navideñas. Sus pasillos estaban llenos de
puestos con sobres, postales, adornos y objetos festivos. Caminar por allí era
como entrar a un sueño. Moche paseaba por sus pasillos iluminados como si
fueran corredores de un palacio donde él había sido príncipe en otra vida.
Una semana antes de Nochebuena,
se anunció una chocolatada con espectáculo infantil y reparto de regalos en la
parte posterior del edificio, frente al jirón Camaná. Moche se emocionó.
Convenció a su madre de que esa noche durmieran en el centro. Cuando empezó el
reparto, él y Luchito hicieron travesuras para conseguir la mayor cantidad de
obsequios, que la madre guardaba discretamente como si atesorara pedazos de
esperanza.
Y entonces Moche tuvo la
idea más luminosa de su corta vida: llevar los regalos a los niños del cerro.
Aquella tarde subieron los tres, cargados de carritos de plástico, avioncitos
de hojalata y pelotas de colores. Los repartieron sin orden ni medida, como si
devolvieran al mundo todo lo que el mundo les había quitado.
Aquella noche, en lo alto
del cerro, mientras la ciudad brillaba desde abajo como un mar de luciérnagas,
madre e hijos compartieron la tibieza de haber dado algo, aunque fuera pequeño,
aunque fueran ellos mismos quienes más necesitaban. Por primera vez en mucho
tiempo, se sintieron verdaderamente felices.
Habían encontrado, entre
ruinas y pérdidas, su propia Navidad.

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