Todos la llamaban Bonita

“Todos la llamaban Bonita” es un relato entrañable que recuerda a una yegua castaña convertida en compañera de juegos, protectora y maestra silenciosa de una infancia feliz. A través de la mirada nostálgica del narrador, descubrimos cómo Bonita enseñó a un grupo de niños el valor de la paciencia, la ternura y la lealtad, dejando en su memoria no solo aventuras y juegos, sino también la certeza de que la verdadera belleza vive en la bondad.


Todos la llamaban Bonita

Pablo Rodríguez Prieto

Caminaba con un estilo cadencioso y elegante, con una gracia que parecía salida de los dioses griegos. Era de estatura media, tenía unos ojos negros como la noche más oscura, una melena larga y bien cuidada, y un pelaje suave como arena de río. Su sonrisa natural, adornada con dientes blancos y parejitos, parecía hecha solo para mostrar alegría. Daba pasos medidos, casi como si marcaran el tiempo, siempre sin prisa. Avanzaba lento, firme, como si flotara sobre nubes. Sus pisadas sobre la tierra húmeda sonaban como tambores lejanos. Todos la llamaban Bonita.

Era una yegua joven y hermosa, color castaño, con crines, patas y cola negras. Para nosotros era más que un animal: era compañera de juegos, paciente y complaciente. Nos dejaba subir a su lomo sin quejarse, y al que no podía, lo acompañaba trotando a su lado. A veces parecía una madre, cuidándonos con cariño. Sus pasos suaves siempre nos llevaban hasta la puerta de la casa del abuelo. Si él se tardaba en salir, Bonita nos hacía esperar arriba, como protegiéndonos, sin permitirnos bajar solos para evitar un accidente. Ella nos enseñó que la verdadera belleza está en la bondad y en la paciencia, no en la apariencia.

Una vez, recuerdo que mi hermana casi resbaló al intentar montarla. Bonita se detuvo en seco y giró la cabeza como preguntando si estaba bien. No avanzó hasta que ella se acomodó. Parecía entendernos mejor que muchas personas.

Por las tardes, que era cuando teníamos tiempo, jugábamos con ella. Le rascábamos el cuello y la panza pasando por debajo de su cuerpo. Tranquila, con las orejas relajadas y los ojos dulces, bajaba un poco la cabeza y disfrutaba. A veces enseñaba los dientes y movía su cola larga con calma. Con el hocico nos empujaba, como invitándonos a seguir con el recorrido.

Le gustaba caminar por la sombra, bajo los árboles. Parecía entender que las ramas nos molestaban y a propósito pasaba con cuidado, evitando lastimarnos. Disfrutaba sacudiendo alguna rama húmeda para que cayera el agua sobre nosotros. Evitaba los charcos después de la lluvia y, si no lograba sortearlos, impedía que nos ensuciáramos.

El abuelo la usaba para todo: llevar cargas, hacer compras, repartir cosas y un montón de tareas más. Tenía varios tipos de asientos que le ponía según la ocasión, y nosotros nos adaptábamos al que tocara. Muchas veces terminábamos sentados sobre los bultos que ella cargaba. El abuelo siempre iba cerca, caminando despacio a su lado. Más de una vez lo escuchamos hablarle en voz baja, como si fuera una persona: “Vamos, Bonita, que todavía queda camino.” Ella movía las orejas como si entendiera.

Cuando al cruzar una calle se encontraba con perros que la ladraban, los ignoraba si iba cargada. Pero si estaba ligera, jugaba con ellos. Se acercaba a olerlos con suavidad, reconociendo olores y movimientos. Al final, los ladridos se convertían en juegos y carreritas. Bonita y los perros hacían de esos encuentros una pequeña fiesta. A veces hasta los vecinos salían a la puerta a mirar y reírse de la escena.

También compartíamos nuestros caramelos con ella, y los saboreaba feliz. Cuando se terminaban, intentaba meter el hocico entre nuestras cosas buscando otro. Al caer la tarde, le dábamos un balde de agua, que bebía con calma mientras el sol pintaba de dorado la hierba. Sabíamos que habría un nuevo día para seguir viviendo aventuras juntos. El viento, perfumado con mil flores, arrastraba hojas que susurraban secretos. Hoy entiendo que Bonita no fue solo la yegua de la familia, fue maestra de ternura, de juego y de lealtad. Gracias a ella aprendimos a cuidar, a respetar y a disfrutar lo sencillo de la vida.

Bonita tenía sus manías. Le encantaba rascarse contra el tronco de un viejo guayabo, hasta hacerlo temblar entero. Si caía fruta, mejor: la atrapaba al vuelo con el hocico y la mordía despacio, como si degustara un manjar. En los días de lluvia se ponía juguetona, corriendo en círculos por el potrero y sacudiendo la crin, como si celebrara cada gota.

Ahora, al recordarla, siento que mi corazón trota de alegría. Casi puedo escuchar su saludo con un relincho. En cada recuerdo está la música del viento, escapando como un canto de libertad. La imagino corriendo libre por el campo, persiguiendo mariposas invisibles. A veces tropezaba, pero siempre se levantaba con la mirada curiosa, con ganas de seguir jugando. Cada paso suyo mezclaba belleza y valentía, con la inocencia brillando en sus ojos. Bonita era como un niño que no conoce el miedo, y que corre con el corazón abierto hacia cualquier horizonte. Quizás, en algún rincón del viento, todavía se escucha su trote alegre. Y yo sé que, mientras viva en mi memoria, Bonita seguirá llevándome de la mano hacia esos días donde todo era juego, ternura y libertad, acompañando, quizá, los juegos de algún niño que aún sueña como nosotros lo hacíamos.

 

 

 


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