Frágil orquídea

Un viajero se detiene en un paraje remoto, agreste y lleno de vida, donde la naturaleza parece hablar en murmullos de agua, piedra y flores silvestres. Mientras explora el entorno, observa detalles que revelan la belleza caótica del lugar: un jardín sin orden, un gallo imponente, un restaurante rústico y un dueño excéntrico. Pero será una flor solitaria —una orquídea suspendida en una roca— la que marcará un quiebre en su experiencia. Atraído por su singular belleza, la toma sin saber que esa simple acción desencadenará una pérdida irreparable.

Frágil orquídea es un relato lírico y sensorial sobre la tensión entre la contemplación y la intervención, una reflexión sobre la fragilidad de lo bello y el precio de la ignorancia frente a los secretos de la naturaleza.

 

Frágil orquídea

Pablo Rodríguez Prieto

Era un lugar solitario, pero lleno de vida. Frente a la casa-restaurante había una especie de pozo hecho con piedras rústicas, que era llenado constantemente por una corriente de agua que descendía por una ladera de pendiente moderada, agreste y pedregosa, con muy poca vegetación y señales de haber sufrido una avalancha recientemente. Luego de llenar el improvisado pozo, la corriente continuaba su recorrido atravesando la carretera para desembocar en un riachuelo a pocos metros de la casa. Esta, a su vez, era surtida por innumerables pequeños afluentes que bajaban de todas partes para unirse a un río bullanguero. Era como si todo el sitio estuviera atravesado por serpientes deslizándose con movimiento propio, cada una imprimiendo un sonido especial al lugar.

Las rocas visibles eran de tamaños muy variados. Algunas inmensas, redondas, pulidas y de diversos colores: ocre, marrón, negro o amarillo. La mayoría, sin embargo, eran pequeñas y de formas irregulares, como si una mano gigantesca las hubiera triturado en mil pedazos. En realidad, muchas habían sido partidas para abrir paso a la carretera.

Junto al pozo había un jardín con una impresionante variedad de plantas, muchas de ellas con flores muy atractivas, pero sembradas sin ningún orden. Algunas tan amontonadas que parecía que luchaban entre sí por demostrar cuál era la mejor o la más fuerte, o que, en el mejor de los casos, competían por mostrarse a quien, como yo, se detenía a verlas. A su lado, plantas silvestres también se abrían paso, aprovechando la poca tierra disponible en esa agreste geografía llena de humedad y sol: ingredientes suficientes para que surgiera tanta belleza.

La casa era sencilla, con paredes de madera y techo de calamina. La fachada estaba pintada de un azul intenso, lo que la hacía visible desde lejos durante el día. La puerta principal daba acceso a un salón amplio, donde se acomodaban cuatro mesas con cuatro sillas cada una, y al fondo, una mesa más grande con dos bancas largas de construcción rústica. Cerca de esta, en la pared, se improvisó una ventana que comunicaba con la cocina, junto a la cual había una puerta cubierta por una cortina que, supuse, alguna vez fue blanca.

En la cocina, la dueña de la casa daba órdenes a tres personas que trabajaban afanosamente. En una olla muy grande hervía, supuse, la sopa, a la que constantemente agregaban agua cuando llegaban nuevos clientes. Dos muchachos, visiblemente desganados, se encargaban de asear el comedor, por lo que la dueña los increpaba constantemente, instándolos a que se apuraran.

Un gallo grande y gordo se paseaba con tres gallinas entre los visitantes. Escarbaba el piso e invitaba a sus compañeras a recoger los insectos que encontraba. Fue entonces cuando le presté atención al animal: era realmente imponente, y las patas que lo sostenían eran casi del grosor de mi brazo. Emitía sonidos fuertes, propios de su poderosa garganta, y galanteaba y montaba a sus gallinas sin ningún reparo.

"Chesman" era el nombre que se leía en un cartel a la entrada de la casa y también el apodo con el que llamaban al dueño. Escuché decir que tenía la costumbre de beber en exceso e ir por las noches al boquerón, un lugar tenebroso donde la carretera cruzaba un paso estrecho y oscuro. Allí, según decían, habitaban espíritus. Borracho, con una botella en una mano y un sable en la otra, los llamaba por sus nombres y los retaba a que se presentasen. Como nunca encontraba nada, terminaba dormido en ese paraje solitario, vencido por el cansancio y la embriaguez.

Caminé tratando de encontrar el río bullanguero. Era un día hermoso. El sol brillaba desde muy temprano, y aunque todavía no nos bañaba con su calor por la sombra del cerro, se sentía una tibia calidez. No sé cuánto tiempo estuve parado, viendo transcurrir el río: no muy caudaloso, pero sí torrentoso y sonoro. Avanzaba de piedra en piedra con ímpetu, en un flujo precipitado y fugaz.

El lugar estaba lleno de vida. Muchos insectos trataban de absorber algo de los primeros rayos de sol que comenzaban a llegar a mis pies. Mariposas de diversos colores aparecieron casi por encanto: algunas amarillas con manchas negras, otras celestes y las más llamativas de un azul eléctrico muy intenso. Ninguna temía posarse cerca de mí. Era realmente alucinante.

En el aire se percibía un agradable olor a tierra mojada y, donde ya llegaban los rayos del sol, un ligero vapor se elevaba del suelo, dándole a las mariposas un estímulo especial para ejecutar danzas coreográficas llenas de gracia.

A mi derecha, una pequeña flor solitaria colgada de una piedra llamó mi atención. Era de un color entre rosa y lila, con variadas tonalidades. Tenía forma de dos lágrimas, adornadas por hilos dorados en cada pétalo que parecían flotar con la brisa matinal.

Más allá, un grupo de plantas silvestres con flores llamativas aportaba al lugar una dosis adicional de encanto. Me acerqué para observarlas mejor, y lo que distinguí entre las plantas fue espectacular: el agua caía desde el cerro y, al precipitarse en el vacío, se dispersaba en millones de gotas que, atravesadas por los rayos del sol, tomaban cada una un color distinto, en una danza mágica de luz y encanto. Parecían millones de canicas multicolores lanzadas al aire. Al alejarme para tener una mejor vista, la magia desaparecía, así que, hipnotizado, volví a colocarme entre las plantas para admirar ese excepcional espectáculo.

Volví a mirar la flor que me deslumbraba y la tomé. Se cerró de inmediato, poseída de una fuerza que me sorprendió. Estaba ligada a la piedra de forma tan superficial que no hice ningún esfuerzo para arrancarla: estaba simplemente colocada sobre la roca, sin raíces. Quedó en mis manos, frágil y marchita.

En pocos segundos pasó de ser una flor deslumbrante y bella a un simple despojo, una ramita muerta, sin vida. Asustado, la solté. Al caer, se mezcló con las piedras y otras ramas del suelo, y era ya imposible distinguir cuál había sido, hasta hacía unos segundos, la más hermosa flor del lugar. Las mariposas seguían revoloteando con sus hermosas alas de colores llamativos.

Al volver al restaurante, intenté explicar lo que había visto, pero mezclaba las palabras y nadie lograba entenderme. La dueña de la casa se dio cuenta de mi emoción y comprendió lo que pasaba.

Dijo entonces que era una flor muy rara y frágil, una orquídea que nadie puede tocar, porque se muere.

 Ignorante yo, había cortado la breve existencia de tan tímida y delicada hija de la naturaleza.

 



Comentarios

Anónimo ha dicho que…
Frágil orquídea, tiene una sensibilidad profunda y una riqueza sensorial muy destacable.