Era un lugar solitario pero lleno de vida, frente a la casa restaurante
había una especie de pozo hecho con piedras rústicas que era llenado
constantemente por una corriente de agua que descendía por una ladera de
regular pendiente, agreste y pedregosa, con muy poca vegetación y con signos de
haber sufrido una avalancha muy recientemente. Luego de llenar el improvisado
pozo, la corriente de agua continuaba su recorrido atravesando la carretera
para desembocar en un riachuelo que estaba a unos metros de la casa, ésta a la
vez era surtida por innumerables pequeños riachuelos que descendían por todas
partes para desembocar en un rio bullanguero. Era como si todo este sitio
estuviese atravesado por serpientes que se deslizaban con movimiento propio,
cada una a la vez dando un sonido especial al lugar.
Las rocas que se veían eran de muy variados tamaños. Algunas eran inmensas,
redondas, pulidas y de variados colores. Mientras unas eran de color ocre,
otras eran marrones, negras o amarillas, la mayoría eran pequeñas y de formas
irregulares dando la impresión de que una mano gigantesca las hubiera triturado
en mil pedazos. En realidad, habían sido partidas para dar paso a la
carretera.
Junto al pozo había un jardín con una variedad impresionante de plantas,
muchas con flores muy atractivas pero sembradas sin ningún orden. Algunas tan
amontonadas que daba la impresión de que luchaban entre ellas para demostrar
quién era la mejor o la más fuerte, o que cada una en el mejor de los casos
luchaba por mostrarse a quien, como yo, llegaba a verlas. Junto a ellas,
plantas silvestres también hacían lo suyo aprovechando la poca tierra que
disponían en medio de tan agreste geografía llena de humedad y sol, suficientes
ingredientes para crear esta belleza en el lugar.
La casa era sencilla, las paredes de madera y el techo de calamina. Estaba
pintada la fachada de color azul fuerte, lo cual la hacía en el día visible en
la distancia. La puerta principal daba acceso a un salón amplio donde se
acomodaban cuatro mesas con cuatro sillas cada una y al fondo una mesa más
grande con dos bancas largas de construcción rústica; cerca de ésta, en la
pared se improvisó una ventana que comunicaba con la cocina y junto a ésta una
puerta con una cortina que supongo alguna vez fue blanca. En la cocina la dueña
de la casa daba órdenes a tres personas que trabajaban afanosamente. En una
olla muy grande hervía, supuse, la sopa a la que constantemente agregaban agua
cuando se acercaban nuevos clientes. El comedor era aseado por dos muchachos,
que lo hacían notoriamente contra su voluntad, por lo que la dueña de la casa
les increpaba constantemente incitándolos a que se apuren.
Un gallo grande y gordo, se paseaba con tres gallinas entre los visitantes,
escarbaba el piso e invitaba a sus compañeras a que recogieran los insectos que
encontraba; fue entonces, que presté atención al animal, era realmente grande y
las patas que lo sostenían eran casi del grosor de mi brazo, emitía sonidos
fuertes, propios de su poderosa garganta y galanteaba y montaba a sus gallinas
sin ningún reparo.
«Chesman», era el nombre que lucía en un cartel a la entrada de la casa y
era también como llamaban al dueño de la casa. Escuché decir, que tenía la
costumbre de beber demasiado e ir por las noches al boquerón, un lugar
tenebroso por donde pasaba la carretera para desafiar a los espíritus que
decían poblaban allí. Siempre borracho, con una botella en una mano y un sable
en la otra los llamaba por sus nombres y los retaba a que se presentasen. Como
quiera que nunca encontrara nada terminaba dormido en ese paraje solitario,
rendido por el cansancio y la embriaguez.
Caminé tratando de encontrar el río bullanguero, era un día hermoso. El sol
desde muy temprano brillaba en el cielo y aun cuando todavía no podía bañarnos
con su calor por la sombra del cerro que nos cubría, se podía sentir una tibia
calidez. No sé qué tiempo estuve parado, viendo transcurrir el río, no muy
caudaloso, pero si torrentoso y sonoro, chocaba de una piedra a otra en su
avance precipitado y fugaz. El lugar estaba lleno de vida, muchos insectos
trataban de tomar algo de los pequeños rayos de sol que comenzaban a llegar a
mis pies, muchas mariposas aparecieron casi por encanto, eran de muchos
colores, unas eran amarillas con manchas negras, otras eran celestes y también
de color azul eléctrico, muy fuerte. Ninguna temía posarse cerca de donde estaba,
era realmente alucinante. En el ambiente se percibía un agradable olor a tierra
mojada y donde ya llegaban los rayos del sol un ligero vapor se levantaba del
piso, lo que daba a las mariposas un estímulo especial para practicar danzas
coreográficas especiales llenas de gracia.
Volví a mirar la flor que me deslumbraba y la cogí. Se cerró inmediatamente
poseída de una fuerza que me sorprendió. Estaba ligada a la piedra tan
superficialmente que no tuve ningún esfuerzo para desprenderla, estaba colocada
sobre la roca sin raíces. Quedó en mis manos, frágil y marchita. En pocos
segundos, paso de ser una deslumbrante y bella flor a un simple despojo, una
ramita muerta, sin vida. Asustado la solté, al caer se mezcló con las piedras y
otras ramas que era difícil distinguir cual era la que hasta hacía unos
segundos se mostraba como la más hermosa y bella flor del lugar. Las mariposas
seguían revoloteando con sus hermosas alas de llamativos colores.
Al volver al restaurante traté de explicar lo que había visto, pero
mezclaba las palabras y nadie podía entenderme, la dueña de la casa se dio
cuenta de mi emoción y comprendió lo que pasaba. Dijo entonces que era una flor
muy rara y frágil, era una orquídea a la que nadie puede tocar porque se muere.
Ignorante yo, había cortado la breve existencia a tan tímida y frágil hija de
la naturaleza.
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