En las horas previas al Año Nuevo, tres comerciantes informales abandonan por un momento sus puestos en el concurrido barrio de Mesa Redonda, en el centro de Lima, para abastecerse de mercadería. Entre cálculos de ganancia y celebraciones anticipadas, se ven envueltos en una tragedia anunciada: la venta clandestina de pirotécnicos convierte la zona en un infierno de fuego, humo y explosiones.
Mientras la multitud huye desesperada, el destino de cada uno se define por una decisión. Algunos corren en busca de los suyos; otros eligen proteger aquello que creen haber ganado. Cuando el incendio finalmente se extingue, la ciudad despierta marcada por la pérdida, el silencio y una pregunta que no se apaga: ¿Cuánto vale una vida frente a la promesa de una ganancia?
Mesa Redonda
Pablo Rodríguez Prieto
Al caer las primeras horas de la noche, cuando la tarde se resistía a
partir, como si una mano invisible quisiera detener el tiempo, Lorenzo, Gabriel
y Juancito decidieron dejar sus puestos de venta de artículos diversos a cargo
de sus mujeres. Las ventas eran fabulosas y, ante la escasez de mercadería,
optaron por salir juntos hacia los almacenes —a escasas cinco cuadras de la
esquina de los jirones Andahuaylas y Cuzco, a unos pasos del pasaje Mesa
Redonda, en el centro de Lima— para abastecerse de nuevos productos.
Juancito comentaba que había adquirido un lote grande de pirotécnicos a
buen precio y que, de no terminar de venderlo en esos dos días, la mercadería
perdería valor. Mientras hablaba, hacía cálculos mentales: lo que había
invertido, lo que aún podía ganar.
—Es ahora o nunca —dijo—. Después ya no sirve.
Les propuso a sus compañeros una ganancia segura si lo ayudaban a
comercializarla.
Era sábado, faltaban dos días para acabar el año, y la propuesta les
pareció interesante, aunque la mayoría de sus colegas vecinos ya estaban
inmersos en ese negocio que no se exhibía abiertamente, pero cuya existencia
todos conocían. Seguros de que harían un buen trato, aprovecharon que en el
trayecto se toparon con un vendedor ambulante de latas de cerveza para tomar
una cada uno y brindar por el éxito del negocio que traían entre manos.
—¡Salud, Gabriel! ¡Salud, Lorenzo! —brindó Juancito, apurándolos a
encaminarse hacia su almacén, cercano al lugar.
Llenaban los paquetes en una carreta cuando la detonación de cientos de
cohetes y bombardas les llamó la atención. Incapaces de imaginar lo que
ocurría, bromearon al respecto, llamándolo una celebración adelantada.
—Que sigan reventando más cohetes, nos conviene —dijo Juancito, secándose
el sudor que le corría por la frente.
Sin embargo, no tardaron en advertir que algo no estaba bien. Una enorme
nube de humo y el sonido incesante de nuevas explosiones llegaron hasta ellos. El
olor del miedo les embargó. Vieron el cielo iluminarse de mil colores con
fuegos artificiales que ya no anunciaban ninguna fiesta. Algo se salía de
control.
La mujer de Lorenzo se encontraba en el puesto junto a sus dos hijos
pequeños.
—No te demores —le había dicho—. Apenas vendamos esto, nos vamos a casa.
—Un rato más —respondió Lorenzo—. Ya casi es Año Nuevo.
Lorenzo dudó un
instante antes de alejarse del puesto. Miró a sus hijos, uno de ellos dormido
sobre una caja, y pensó que al volver les compraría algo para la cena.
La mujer de Gabriel había llegado al puesto acompañada de su madre, con su
bebé recién nacido en brazos. Tras acomodar su bolsa con pañales debajo de los
cajones sobre los que exhibía su mercadería, se dispuso a dar de lactar al niño.
Juancito vio a sus amigos correr en dirección contraria, llamando a gritos
a sus mujeres. Dudó un instante. Miró los paquetes apilados en la carreta. Pensó
que no tenía sentido perderlo todo por un desorden que, tarde o temprano, se
iba a controlar. Además, nadie obligaba a nadie a comprar nada.
Con torpeza, comenzó a devolver los paquetes al almacén, mientras a lo
lejos los gritos se volvían más agudos.
Eran las 7:15 de la noche y, por la intensidad de la luz, parecía mediodía.
Mesa Redonda era un caos. Un comprador quiso probar uno de los fuegos
artificiales que había adquirido y, en lugar de apuntarlo hacia el cielo, lo
hizo hacia el suelo. Entre las personas que transitaban y los puestos apiñados
sobre la calzada comenzó la tragedia. Los cohetes que uno de los ambulantes
tenía ocultos se incendiaron rápidamente, iniciando las primeras explosiones,
que provocaron el fuego en la mercadería de los puestos vecinos.
—¡Fuego! ¡Corran!
—¡Mis hijos! —gritó una mujer desde algún punto de la calle.
—¡No prendan nada más, carajo! —gritaba un transeúnte desesperado, creyendo que
se trataba de una broma.
Las bombardas, al elevarse por los aires o arrastrarse por el suelo,
encendían más cohetes ocultos, propagando con rapidez un incendio feroz. El
caos era absoluto. En su intento por escapar del fuego, muchas personas
ingresaban a los locales aledaños, y el fuego entraba tras ellas. Niños y
adultos eran pisoteados en la huida desesperada de una multitud trastornada que
solo quería sobrevivir.
Juancito, tras guardar los paquetes con los cohetes y enterarse de la
tragedia que se desataba, se jalaba el pelo al ver su mercadería guardada quién
sabe hasta cuándo, sin producirle la rentabilidad que minutos antes casi podía
saborear. Sin ningún apuro, echó el candado y, desde lejos, trató de recoger la
información que circulaba, mientras cientos de voluntarios corrían hacia el
lugar intentando auxiliar a los atrapados.
—Dicen que fue un accidente —comentó alguien a su lado.
Juancito no respondió.
El ingreso de los bomberos no fue fácil. El tráfico en la zona era
endemoniado; numerosos autos bloqueaban los accesos. Tras largos minutos y,
literalmente, pasar por encima de varios de ellos, lograron extender las
primeras mangueras para controlar el fuego, que a esas alturas ya se había
apoderado de varias cuadras, decenas de establecimientos y cientos de puestos
callejeros de venta de ropa, zapatos, juguetes y adornos para el Año Nuevo.
Lorenzo consiguió llegar hasta su familia. Levantó a sus hijos en brazos y
tiró de su mujer, que aún intentaba salvar algo de la mercadería. Avanzaron una
cuadra, pero no pudieron continuar: una llamarada cubría todo el ancho de la
calle. Al intentar regresar, Lorenzo tropezó y rodó por el suelo con sus hijos,
perdiendo el conocimiento. Su mujer trató de levantarlo, sin lograrlo.
—¡Lorenzo, levántate! ¡Por favor!
El niño lloraba, incapaz de respirar.
—¡Ayuda! —gritó ella, aunque ya nadie escuchaba.
El fuego los alcanzó y no se supo más de ellos.
Gabriel avanzó
con cautela. El ruido era ensordecedor, pero lo que más le molestaba era el
olor a pólvora: le recordó las fiestas de su infancia y, por un segundo, pensó
que aquello no podía terminar bien.
En medio de sus dudas, tuvo la desdicha de recibir la explosión de un
pirotécnico en el rostro apenas dio sus primeros pasos en medio del caos.
Alguien lo arrastró hacia un costado. Horas más tarde fue rescatado inconsciente
por paramédicos que recogían a quienes aún presentaban signos vitales.
—¡Acá hay otro! —avisó uno de ellos.
Junto a Gabriel, un bombero se quejaba arrimado a la pared. Una herida
expuesta en la pierna derecha le impedía caminar. Ambos fueron trasladados en
camillas.
Mientras tanto, Juancito, sentado en la puerta del almacén, lejos y a salvo
del fuego, se lamentaba amargamente por los inconvenientes que aquellos sucesos
causaban en sus negocios. Volvió a pensar que no tenía
sentido perderlo todo por un susto. Él solo vendía lo que otros pedían.
—Y justo hoy tenía que pasar —murmuró, mirando el candado—. Todo el año
esperando este día…
Al amanecer, Mesa Redonda yacía inmóvil. El humo persistía entre los
edificios, aferrado a las paredes como un recuerdo que se negaba a disiparse.
Sobre el asfalto húmedo, entre charcos de agua oscura, se amontonaban juguetes
derretidos, zapatos sin par, cajones abiertos y restos irreconocibles de
mercadería.
Los bomberos avanzaban en silencio, levantando objetos con movimientos
lentos. Nadie hablaba. El crepitar del fuego había cesado, pero el aire seguía
pesado. El fuego se había apagado, pero seguía ardiendo
en todo lo que no pudo salir de allí.
A varias cuadras del lugar, el candado del almacén permanecía intacto,
frío, cerrado, ajeno a todo.
El día comenzó como cualquier otro en la ciudad, pero el fuego había dejado
su marca. Y desde entonces, nada volvió a ser igual.

Comentarios