Cinco amigos deciden explorar una cueva misteriosa en la ladera de un cerro, impulsados por historias de espíritus y desapariciones que han escuchado toda su vida. Tras abandonar la fría piscina del colegio y caminar durante horas entre un paisaje que se vuelve cada vez más árido, llegan por fin al lugar: una caverna natural cuya oscuridad parece respirar.
Dentro, una serie de
golpes secos y una luz verdosa que parpadea en lo profundo despiertan el temor
de los muchachos, que dudan entre huir o seguir adelante. La idea de que
alguien pueda estar atrapado los empuja finalmente a entrar. Allí encuentran a
un desconocido inconsciente cuyo celular emite la luz que vieron antes. Lo
ayudan a salir, creyendo haber resuelto el misterio.
Pero mientras emprenden
el camino de regreso, con la noche y el frío apretando cada vez más, una
inquietud crece entre ellos: ¿realmente rescataron a una persona? ¿O había algo
más dentro de la cueva, algo que nunca llegaron a ver del todo?
La cueva
Pablo Rodríguez Prieto
El inefable profesor Barrueta intentaba corregir el estilo de nado sin
conseguir nada. Los sábados reunía a unos cuantos del curso de educación física
con la idea de armar una selección que representara al colegio. Pero ese día el
viento llegó antes de tiempo y el agua, que había estado tibia, empezó a
enfriarse como si alguien apagara el sol. Barrueta, rendido ante el desánimo
general, los dejó ir antes de lo habitual.
Se vistieron a toda velocidad y salieron devorando el refrigerio mientras
caminaban.
El olor de las
retamas se mezclaba con el amarillo vivo de sus flores que acompañaban el canto de las aves al paso de
los muchachos.
La meta era una cueva en la ladera de un cerro. Habían oído demasiadas
historias sobre ella: que era la casa del Muqui —un espíritu tramposo y
malévolo— o que una pareja se había perdido allí para siempre, terminando
desnuda y muerta, como si la montaña les hubiera arrancado la cordura.
Sergio, que no era el mejor alumno, pero sí el mejor nadador, logró
convencerlos a todos durante el recreo. A las once de la mañana partieron los
cinco: él, Carlos, Arturo, Joaquín y Alejandro. Los mejores amigos. Cada uno
tenía una idea distinta de lo que encontrarían dentro.
Tras una hora de caminata, el paisaje cambió. El sendero se volvió árido. El sol caía a plomo, tan intenso que parecía querer borrar el mundo
entero. No había sombra donde descansar, y varias veces
perdieron el rumbo. Sergio insistía en que ya faltaba poco, pero Alejandro —el
más pequeño— se cansó.
Se arrodilló en medio del camino, ajustando los pasadores, esperando que
alguno decidiera regresar con él. Nadie lo hizo. Lo vieron caminar de vuelta,
cada vez más pequeño, hasta desaparecer entre los eucaliptos.
Sergio aseguraba haber estado en el lugar en alguna fecha lejana, y en
realidad ni él mismo se lo creía.
—Ya estamos cerca —decía con firmeza.
Luego de otra hora de camino divisaron lo que podría ser la cueva buscada.
Corrieron emocionados. El lugar no era lo que
esperaban; la expresión en sus caras lo decía todo.
—¿En serio hicimos todo esto para… esto? —bufó Carlos.
Al parecer era la entrada de una mina abandonada. Estaba cubierta por
piedras de color negro, y negro era también el fondo por la falta de luz. La
ladera de la montaña cubría el sol de la tarde.
Sergio entró igual, tratando de animarlos. Pero en la oscuridad pisó algo
blando. El olor lo golpeó como un puñetazo. Maldijo al universo entero mientras
arrastraba los zapatos contra el suelo para limpiarse.
Carlos siguió explorando, evitando la mina negruzca. Unos metros más allá
encontró lo que estaban buscando. Algo distinto: una abertura cubierta de
plantas. Natural. Verdadera.
—¡Acá! —gritó.
Los otros corrieron y se asomaron. Dentro, la cueva era estrecha al inicio,
pero se abría más adelante. El techo estaba lleno de estalactitas afiladas como
dientes. En el suelo, estalagmitas que parecían querer alcanzarlos.
Sergio entró primero otra vez, y esta vez se golpeó la cabeza en la
entrada.
—¡Au! —protestó, sobándose.
El viento comenzó a azotar con violencia, enfriándolo todo. Sentían que la
noche se acercaba demasiado rápido, como si se apurara a alcanzarlos. Una
helada se extendía por las piedras. La temperatura bajaba a cada segundo.
Y fue entonces cuando lo escucharon.
Un golpe seco. Desde el fondo de la cueva.
Los cuatro se quedaron inmóviles. Solo se oía su respiración acelerada y el
rugido del viento afuera.
—Debe ser… una piedra —murmuró Arturo, pero su voz temblaba.
Otro golpe. Más fuerte.
Como si alguien, o algo, empujara una roca desde el interior.
Sergio tragó saliva.
—Vamos a ver —susurró, aunque nadie le había preguntado.
—¿Estás loco? —dijo Carlos, agarrándolo del brazo.
—Si regresamos sin ver qué es, Alejandro se va a burlar de nosotros toda la
vida.
Y entonces, desde el fondo de la cueva, se encendió una luz.
Una luz tenue,
verdosa, que parecía moverse por sí sola.
Creyeron ver que caminaba hacia ellos. Los cuatro retrocedieron un paso al
mismo tiempo. El aire en la cueva se volvió más pesado, como si cada segundo
les costara respirar el doble.
—¿Quién… quién tiene linterna? —susurró Joaquín.
Nadie respondió. Ninguno había traído una.
La luz se detuvo. Flotó inmóvil unos segundos, parpadeando.
Y luego se apagó.
La oscuridad volvió como un golpe.
—¡Ya, ya! —dijo Carlos, nervioso—. Esto es una estupidez. Tenemos que
irnos. Ahora.
Arturo lo apoyó enseguida:
—Sí, Sergio, ya es suficiente. No hay nada acá. Y si lo hay, no tenemos por
qué averiguarlo.
Pero Sergio no parecía escucharlos. Miraba al fondo, como si esperara que
la luz apareciera otra vez.
Fue Joaquín quien habló:
—Yo… yo creo que deberíamos seguir un poco más. Solo un poco.
—¿Tú también? —explotó Carlos—. ¿Qué les pasa hoy? ¡La cueva no se va a
mover! Podemos volver otro día.
El golpe se repitió una vez más, y esta vez todos lo escucharon claramente.
—Eso no fue una piedra —dijo Arturo, pálido.
—Tampoco un animal —murmuró Carlos.
La cueva entera pareció contener el aliento. El viento afuera dejó de
escucharse.
Sergio, temblando, levantó la voz:
—Puede ser alguien atrapado.
Las palabras flotaron en el silencio.
Y de pronto todo cambió.
El drama entre ellos, los empujones, los insultos… quedaron suspendidos. La
idea de una persona en peligro los atravesó como una flecha.
Ingresaron los cuatro amigos muy juntos, luego que Alejandro los
abandonara. Joaquín los guiaba con la única luz que disponían: la de su reloj
digital.
La luz que parpadeaba era la del celular de una persona que había resbalado
en la oscuridad y había perdido el conocimiento hasta la providencial y
oportuna llegada de los muchachos.
—¡Ayúdenme! —pidió alguien en medio de la oscuridad.
Sin terminar de entender qué era lo que pasaba ayudaron al desconocido a
salir de la cueva. Y aunque esta vez encontraron a una
persona… ninguno estuvo completamente seguro de que eso era lo único que vivía
allí adentro.
Lentamente iniciaron el camino de regreso a la ciudad. La noche caía, el
frío arreciaba y, de quedarse quietos, seguro se congelarían. Cada uno caminaba
pensando qué dirían en casa al llegar.
Fue entonces que Joaquín se preguntó:
—¿Es realmente una persona a la que estamos ayudando?
Todos se miraron. Nadie respondió.
Nuevamente las palabras quedaron flotando en el silencio.

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