Tras una mudanza a una casita nueva, una familia descubre la magia que puede habitar en los pequeños gestos cotidianos. Entre el olor a cebada tostada de la fábrica vecina y el calor de un horno de barro, tres hermanos comparten tardes de juegos junto a Champa, su caballo testarudo y bonachón.
Oswaldo, el mayor, sueña
con montar al animal, pero Champa parece tener su propio carácter… hasta que su
padre les enseña una lección que va más allá de los caballos: la fuerza no
conquista, la ternura sí.
Con humor, ternura y una
prosa luminosa, Buen tacto retrata la infancia como un territorio de
descubrimiento, donde aprender a acercarse a un caballo se convierte también en
aprender a acercarse al mundo.
Buen tacto
Pablo Rodríguez Prieto
Una semana después, tal como lo había prometido papá, nos mudamos de casa.
Era una casita muy acogedora, a una cuadra de la anterior, frente a la fábrica
de cerveza que, a ciertas horas, perfumaba el aire con ese olor tibio a cebada
tostada.
Los dueños de la casa nueva vivían pared de por medio. Ella era blanca y
gorda, con un moño que parecía un pan dulce; él, delgado y moreno, caminaba
rápido y siempre traía algo en las manos: un balde, una escoba, una jarra, el
mundo entero en miniatura.
—¿Nemesio? —decía ella, y
el señor aparecía como por arte de magia.
—¡Aquí estoy! —respondía él, sonriendo, y era seguro que traía justo lo que
ella quería.
Nunca nos cansamos de verlos: parecían un acto de magia de dos personas que
se querían mucho.
La casa tenía dos ambientes. Uno lo usamos como dormitorio; ahí acomodamos
nuestras camas, que arrastramos desde la casa anterior. En la cocina, que daba
al patio trasero, había un pequeño horno de barro. Junto a él, papá levantó un
cobertizo con tablas que olían a sol: sería la nueva casa de Champa, nuestro
caballo.
Champa era… bueno, era Champa. Tenía unas crines largas y desordenadas,
patas cortas y robustas, una panza redonda como sandía y un lomo ancho como
banco de plaza. Cuando nos veía llegar, soltaba un resoplido que olía a pasto.
Su color era de un rojo oscuro, y las patas, la cola y las crines, negras.
Comía todo lo que caía, pero lo que más le gustaba eran los caramelos que
le metíamos en la boca. Entonces se le abrían los labios y aparecían unos
dientes blanquecinos y enormes. Nosotros decíamos que eso era su sonrisa. Su
cola era tan larga que casi barría el piso y, cuando la movía, ventilaba el
patio entero. Por eso aprendimos a no ponernos detrás de él: un coletazo de
Champa podía despeinarnos hasta las ideas.
Lo mejor de Champa era que nos dejaba jugar. Le encantaba que le rascáramos
la panza o que le frotáramos el lomo. Cerraba los ojos, echaba las orejas hacia
los lados y parecía derretirse. Lo único que no aceptaba era que Oswaldo
subiera sobre él. Bastaba que mi hermano diera un pasito con intención de
montarlo y Champa hacía un movimiento lateral digno de bailarín y ¡zaas!,
Oswaldo terminaba abrazando el aire.
—Este caballo me tiene
miedo —decía Oswaldo, limpiándose el polvo.
Miguelito reía al verlo caer.
—¡Me tiene bronca! —reclamaba otras veces Oswaldo, y Champa, como si
entendiera, mascaba su caramelo con un sonido que parecía una risa.
Experiencia de jinetes, eso sí, ya teníamos. En uno de los corrales de los
vecinos había dos burros que nos dejaban subir. Uno daba vueltas en círculos,
lento pero juguetón, como si bailara. El otro, en cambio, se quedaba quieto.
Quieto como estatua. Quieto como poste de luz. A Miguelito siempre le tocaba
ese.
Mi hermano se quedaba ahí, montado en su burro inmóvil, mirando cómo
Oswaldo y yo arreábamos al nuestro, que avanzaba en círculos perfectos. Él, con
su montura de piedra, hincaba los talones a ver si arrancaba, pero nada.
Fue en una de esas
tardes, cuando el sol pintaba de naranja los techos y la fábrica de cerveza
suspiraba humo, que tomamos una decisión tremenda.
—Es mejor tener un burro que a Champa —dictaminó Oswaldo, con dedo levantado,
como congresista.
—Sobre todo si el burro camina —agregué yo.
Papá nos oyó desde la
cocina, donde probaba el horno de barro metiendo la mano.
—¿Un burro? —dijo, y se echó a reír—. A ver, vengan. Muchas cosas en la vida se
toman con calma. Todo es posible si se usa buen tacto.
La palabra se nos quedó bailando en la lengua. Papá nos llevó junto al
cobertizo. Champa estaba rascándose la cabeza contra el poste, con la elegancia
de un caballo que sabe lo que le pica.
Papá sacó de su bolsillo un caramelo envuelto. Champa levantó las orejas.
Papá no se lo dio. Lo desenvolvió despacito, como si fuera un ritual, y nos lo
mostró. No era para nosotros: era para el caballo. El olor a dulce se hizo una
nube.
—Primero, lo invitas —susurró papá—. Luego, le dices algo bonito.
Papá acercó la mano, sin
apuro. Champa, con la dignidad de un rey, olfateó. Papá le rozó el hocico y,
sin dejar de acariciarlo, le habló:
—Eres el caballo más guapo del mundo —murmuró.
Champa cerró los ojos un
momento. Papá le puso el caramelo en la lengua. Crac-crac. Sonrisa de dientes
grandes.
—Ahora, la panza —dijo papá, guiñándonos un ojo.
Entonces, con la palma abierta, empezó a rascarle justo donde sabíamos que
le encantaba. Champa estiró el cuello, movió la cola, suspiró. Papá, sin dejar
de rascar, apoyó la frente en el costado del caballo, suave, y luego, en un
movimiento lento, montó. ¡Montó! Champa ni se dio cuenta; cuando quiso
esquivarlo, ya tenía a papá arriba, sentado como si el lomo hubiese sido una
silla hecha a su medida.
—¿Ven? —sonrió papá—.
Buen tacto.
Oswaldo abrió los ojos
enormes.
—¡Quiero intentar! —dijo.
Papá bajó, con la misma
calma con la que había subido.
—Pero recuerda: no es fuerza. Es amistad.
Y así, con papá de maestro, empezamos un entrenamiento secreto. Primero,
pasarle el cepillo a Champa hasta que su pelaje rojo oscuro brillara. Luego, la
sesión de panza. Después, hablarle.
El plan incluía caramelos, por supuesto, pero dosificados; papá nos había
dicho que demasiados dulces podían volver a un caballo perezoso. El caramelo
debía ser al final, antes de montarlo.
El primer intento de
Oswaldo fue una poesía en movimiento. Se acercó despacio, brazo estirado,
caramelo brillando, voz de terciopelo:
—Caballo más guapo del mundo, ¿me permites…?
Champa, con un paso de
torero, giró. Oswaldo terminó abrazado al poste del cobertizo, pero sin caerse.
Papá aplaudió.
—Muy bien. La caída con buen tacto —bromeó.
Al tercer día, Miguelito consiguió que el burro inmóvil del vecino avanzara
un paso. Solo uno. Pero fue un paso tan solemne que casi le pusimos nombre. A
Miguelito se le vio orgulloso, como si hubiese descubierto un continente.
Ese mismo día, la señora
dueña de la casa salió con su moño y gritó:
—¡Nemesio!
Nemesio apareció con tres vasos de limonada helada.
—Para los jinetes —dijo, mostrando felicidad.
La señora nos miró con
una sonrisa.
—Cuiden a su caballito —añadió—. Y no se pongan detrás. Esa cola barre mejor
que mi escoba.
Champa, como si entendiera, agitó la cola e hizo volar una hoja que había
caído del árbol del vecino. La hoja describió un arco perfecto y fue a pegarse
en el vaso. Aplaudimos. Champa inclinó la cabeza, elegante.
La tarde siguiente, sucedió. El aire olía a horno de barro calentándose y a cebada de la fábrica. El patio estaba coloreado por la luz de un sol que jugaba a esconderse entre los techos.
Oswaldo respiró hondo.
Tenía el caramelo justo, el cepillo justo, la canción justa.
—Champa, vengo con paz —dijo mientras tarareaba: “caballito, caballito, el más
bonito”.
El caballo ladeó la
cabeza. Oswaldo le mostró el caramelo y, sin apuro, se lo ofreció. Crac-crac.
Sonrisa de dientes.
Oswaldo no levantó la pierna de golpe: primero apoyó la mano en el lomo,
después la mejilla. Sintió el calor del caballo, el latido tranquilo. Con un
movimiento que hasta el viento respetó, se impulsó, cruzó la pierna y… quedó
sentado.
El silencio tuvo sabor a limonada. Nadie se movió. Champa masticó el último
resto de caramelo y exhaló. Oswaldo no tiró de las crines ni apretó los
talones. Solo dijo, bajito:
—Gracias.
Champa caminó. Dos pasos. Tres. Cuatro. Su cola pasó cerca de la maceta, la
acarició como quien peina a un amigo. Dimos una vuelta por el patio. Papá, con
los brazos cruzados, asentía. Miguelito corría al costado, como escolta
oficial. Yo, con la felicidad en los tobillos, abría la puerta de la cocina
para que el círculo fuera perfecto.
La señora, desde su
puerta, gritó:
—¡Nemesio!
—¡Ya vi! —respondió él—. ¡Ya es jinete!
Dimos otra vuelta. Y otra. Champa parecía orgulloso, como si llevara a un
rey diminuto en desfile. Al pasar frente al horno, un soplido de aire caliente
nos rozó las piernas. Al pasar frente a la fábrica, el olor a cebada nos hizo
pensar en pan recién horneado.
Cuando Oswaldo bajó, no
dijo nada. No hacía falta. Tenía la sonrisa puesta. Champa estiró el cuello y
le dio un cabezazo suave.
—Creo que ya no queremos un burro —dije.
—Igual pueden ir a visitarlos —dijo papá—. A lo mejor hoy el inmóvil da dos
pasos.
Miguelito miró hacia el
corral vecino.
Esa noche, la casita nos pareció más grande. Tal vez porque ahora también
tenía el espacio de una vuelta triunfal en el patio. Papá apagó el horno de
barro, que quedó con un latido tibio.
La señora llamó a Nemesio por última vez y él apareció con una manta para
el caballo, como si supiera que las noches nuevas necesitan abrigos nuevos.
Desde la ventana, vimos a Champa acomodarse en su cobertizo, lanzar un
resoplido que sonó a “hasta mañana” y mover la cola en un adiós que barrió el
último rayito de luz.
—Buen tacto —susurró
Oswaldo en la oscuridad.
Yo me quedé mirando el techo. Cerré los ojos y, antes de dormirme, juraría
que oí a Champa masticar muy despacito, crac-crac, como si aún saboreara el
último caramelo del día. Y tal vez sonreía. O tal vez éramos nosotros. Porque
esa noche, sin darnos cuenta, nos quedamos todos con la sonrisa puesta.

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