Una historia que celebra la curiosidad, la colaboración y la diversidad, recordándonos que cada color tiene su lugar en el mundo y que juntos formamos el puente más hermoso de todos.
Lía y el pincel de bruma
Pablo Rodríguez Prieto
La señorita Violeta anunció que harían la feria de proyectos en el patio de
la escuela. La convocatoria estaba hecha. Quedaba poco
tiempo para celebrar la Feria Escolar. Todos deberían elaborar un proyecto que promoviera
el interés y la curiosidad en estudiantes de todas las edades.
—Podrá ser de ciencia, arte, naturaleza… lo que ustedes sueñen — dijo,
agitando las pulseras que tintineaban como campanitas.
Lía levantó la mano.
—Quiero construir un arcoíris que no se pierda después de la lluvia.
A Lía siempre le habían fascinado los colores. Tenía diez años y una
mochila con parches de soles, lunas y cometas, y decía que cada color era una
puerta.
—Entonces tendrás que investigar cómo se hacen los arcoíris. Y quizá…
pedirle ayuda a alguien especial.
Aquella tarde, cuando Lía abrió su cuaderno para escribir ideas, un viento
suave entró por la ventana y movió las páginas como si fueran alas. De entre
las hojas asomó una pluma pequeñita, azul verdoso, que no recordaba haber
guardado. Al tocarla, la pluma creció en su mano y se transformó en un pincel
finísimo que brillaba como si tuviera luz propia. En el mango, con letras
diminutas, decía: Pincel de Bruma. Para pintar cosas que aún no existen.
—¿Cosas que aún no existen? —susurró Lía, con los ojos redondos.
La pluma… o el pincel… respondió con un destello. Y, como si fuera lo más
normal del mundo, Lía lo guardó en su estuche y salió al patio. El cielo de la
tarde estaba despejado, sin una nube. Un arcoíris sin lluvia parecía imposible.
—De acuerdo —dijo Lía—. Empecemos el proyecto.
Primero probó con una manguera: hizo una fina llovizna, y el sol,
obediente, dibujó un arco de colores en miniatura. Era bonito, pero se
desvanecía en segundos, como un suspiro. Terminaba siendo solo un conjunto de
manchas pequeñas, tímidas, que no llenaban el mundo como ella imaginaba.
Aquella noche, Lía soñó que caminaba por un sendero de colores. Llevaba en
la mano el Pincel de Bruma —sí, el mismo, el que decía servir para pintar las
cosas que aún no existen —. El camino la llevó a una laguna tan transparente
que el cielo se veía dos veces.
Al otro lado, el mundo era distinto. Había colinas de un verde que olía a
menta, y árboles con hojas de muchos tamaños. Lía caminó hasta una sala abierta
en el aire, hecha de hilos de luz. En el centro, siete figuras se movían
despacio, como si bailaran. Cada una tenía un brillo distinto: rojo, naranja,
amarillo, verde, azul, añil y violeta.
—Bienvenida, Lía —dijo la figura roja, con voz de tambor—. Somos los
Señores del Espectro. Sabemos que quieres construir un arcoíris que no se vaya.
—Sí —dijo Lía, apretando el pincel—. Pero no quiero atrapar la lluvia ni
molestar al sol. Quiero… hum… ¿hacer un puente para la gente? ¿Un arco que
recuerde que se puede mezclar, compartir, sumar?
La figura amarilla giró en el aire como una risa.
—Hermosa idea. Pero debes entender tres cosas: la luz, el agua y la
promesa.
—¿La promesa?
—Los arcoíris son promesas que la luz le hace al agua —explicó la figura
azul—. Sin promesa, sólo hay colores sueltos.
La figura verde extendió una mano translúcida.
—Ven. Te mostraremos.
Lía aprendió a mirar con ojos de prisma. Vio cómo la luz blanca se
descomponía en colores cuando atravesaba el agua, cómo cada gota era un
minúsculo espejo curvo, cómo la posición del sol y la de sus propios ojos
inventaban lugares para el arco. Aprendió a oír el rumor de las mezclas: rojo
con amarillo, naranja; azul con rojo, violeta. Entendió que las cosas no nacen
juntas de la nada, sino que se sostienen entre sí, tejiéndose.
—Pero si quiero un arcoíris que no se vaya —preguntó por fin—, ¿cómo lo
hago sin detener el mundo?
La figura añil se inclinó.
—No puedes detener el mundo —dijo—, pero puedes invitarlo a quedarse.
Le dieron un frasquito de vidrio con una gota que parecía todo el mar
concentrado.
—Es Agua de Recuerdo —explicó la figura violeta—. Donde la mezcles con luz y
una promesa, el color no se irá tan rápido.
—¿Y cuál promesa debo hacer?
Las figuras hablaron a coro, y sus voces eran lluvia leve sobre la tierra:
—Promete que tu arcoíris será puente y no pared. Promete que servirá para
unir y no para separar. Promete que todos los que pasen bajo su sombra podrán
sentir que los colores se vuelven amigos.
Lía asintió, guardó el frasquito junto al Pincel de Bruma antes de regresar.
Entonces los colores al unísono le dijeron:
—No olvides que los proyectos más grandes necesitan manos pequeñas y
grandes a la vez.
Despertó con el primer canto de los gallos. En la ventana, el amanecer
asomaba como una hoja dorada. Lía corrió a la escuela, pidió permiso para usar
el patio y comenzó a trabajar. Invitó a sus compañeros: Dana, que sabía de
nubes; Mateo, que amaba las plantas; Herlinda, que dibujaba como si el lápiz
fuera un patín.
—Haremos un arco de agua —explicó Lía—. Una niebla finita. Y con espejos
reciclados y botellas de vidrio, construiremos soportes que atrapen la luz. Y…
—sacó el frasco— …añadiremos una gota de Agua de Recuerdo. Pero antes, debemos
hacer una promesa.
Formaron un círculo. Cada uno dijo en voz alta un “prometo”: prometo
compartir mis colores, prometo no reírme de los colores de otros, prometo
mezclar mis ideas con respeto.
Entonces Lía desenroscó el frasco y dejó caer una única gota en el balde de
agua que usarían para la niebla. La gota se extendió como una sonrisa. El
Pincel de Bruma, en su estuche, vibró de emoción.
Trabajaron todo el día. Cortaron botellas para hacer cilindros de vidrio,
pulieron los bordes con cuidado, armaron triángulos con pequeños espejos para
dirigir los rayos. Construyeron un arco de mangueras finas que, al abrir la
llave, lanzaban una llovizna tan sutil que el aire se volvía perlado. La
señorita Violeta, desde lejos, observaba sin interrumpir, como quien ve crecer
un brote.
Cuando el sol estuvo a la altura justa, Lía se paró frente al arco y, con
el Pincel de Bruma, “pintó” en el aire. No había pintura; había intención. El
pincel, al moverse, dejaba estelas invisibles que ordenaban la niebla. Lía
recordó las palabras de los Señores del Espectro, y con cada trazo hacía una
promesa muda: puente, no pared; amigos, no enemigos.
Entonces ocurrió.
Primero fue una línea temblorosa, luego un trazo más gordito, y después un
arco entero que nació muy bajito, tocó el pasto y se elevó, lento, como si
despertara. Los colores eran tan vivos que parecían cantar. Los niños se
quedaron con la boca abierta; las profesoras, con las manos en las mejillas; el
conserje, con el balde en el aire. El arcoíris no se desvanecía. Se quedaba,
como si hubiera encontrado un lugar cómodo.
—¡Funciona! —gritó.
En el patio, un proyecto
mostraba el proceso de filtrado de agua; otro elaboraba plástico biodegradable,
mientras los más pequeños trataban de explicar cómo entra en erupción un
volcán.
La feria de proyectos
empezó y todos querían pasar por el puente de colores. Algunos cerraban los
ojos para sentir el cosquilleo; otros iban de puntitas; otros, de un salto.
Cada niño que pasaba dejaba detrás una estela de alegría.
—¿Cómo hiciste para que no se vaya? —preguntó la directora, curiosa.
—No lo atrapé.
Lo invité a quedarse —dijo, recordando las palabras de los Señores del
Espectro.
Al final de la tarde, el sol empezó a bajarse por la baranda del cielo. El
arcoíris, suave, se hizo más transparente, como un canto que termina. Lía notó
que no se desvanecía del todo: en el aire quedaban los colores pálidos, pero
aun brillando.
—No es para siempre —le susurró la señorita Violeta desde atrás—. Nada lo
es. Pero a veces, cuando las promesas se cumplen, las cosas hermosas encuentran
maneras de volver.
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