El diente escondido

El Diente escondido, de Pablo Rodríguez Prieto, es un relato breve que combina con sutileza el realismo cotidiano y la fantasía simbólica, para abordar uno de los momentos más significativos en la infancia: la pérdida de un diente. A partir de un hecho simple, el autor construye una historia cargada de imaginación, ternura y profundidad emocional, en la que lo trivial se convierte en metáfora del crecimiento personal y del tránsito hacia nuevas etapas de la vida.


El Diente escondido

Pablo Rodríguez Prieto

Era un día de vacaciones, de esos en los que el sol se despierta tarde y los relojes parecen bostezar.

El desayuno aún no estaba listo cuando mamá anunció:
—Hoy iremos al mercado central, necesitamos comprar algunas cosas.

Las dos pequeñas, Nuria y Almendra, saltaron de alegría. A las dos les encantaba salir. Les gustaba ver las calles, los puestos de frutas, los pájaros en los cables… y, sobre todo, jugar con su bola Pokémon de jebe, esa que iba amarrada con una liga para que siempre regresara después de cada lanzamiento.

—¡Atrápala! —gritaba Nuria, lanzándola alto.
—¡Yo atrapo hasta el sol! —respondía Almendra, riendo.

El mercado central era un lugar lleno de sonidos y colores: voces que ofrecían pan caliente, frutas que olían a verano, y techos que guardaban ecos de conversaciones antiguas. Las niñas caminaban tomadas de la mano, mirando todo con ojos redondos de curiosidad.

De pronto, mamá y papá entraron a una tienda que tenía un mostrador brillante lleno de perfumes, peines, espejos y frascos de colores. Las niñas, mientras esperaban, comenzaron un juego:
—Ese se llama… perfume de nube.
—Y ese otro, brillo de sirena.
—¡Y mira ese frasco dorado! Seguro es poción para hablar con los gatos.

La dueña del local sonreía al escucharlas inventar nombres.

Pero cuando mamá pidió que le mostraran algo especial —un frasco pequeño que relucía como un tesoro—, las niñas se acercaron curiosas.

Nuria, que era un poquito más alta, se empinó para mirar; Almendra la imitó, queriendo ver también.

En ese momento ocurrió el accidente.
Un resbalón, un pequeño golpe… y un crac tan leve como el de una galleta rompiéndose.

Almendra se llevó la mano a la boca, y sus ojitos se abrieron de susto. Un hilo de sangre bajaba por su mentón.

—¡Mi diente! —gritó, temblando.

Mamá corrió a auxiliarla, papá buscó pañuelos, y Nuria se quedó helada. El mostrador, antes lleno de perfumes, parecía un campo de batalla entre la sorpresa y las lágrimas.

Pero entonces, algo extraño pasó.

Mientras mamá revisaba la boca de Almendra, Nuria vio algo diminuto brillar sobre el piso. Era el diente… pero no parecía un diente común. Relucía con una luz muy suave, casi como la de una luciérnaga cansada.

Y antes de que pudiera decir nada, ¡el diente saltó!

—¡Mamá! —dijo Nuria, señalando—. ¡El diente se escapó!

El diente rodó hacia la puerta, se metió entre los pies de los transeúntes y desapareció calle abajo. Sin pensarlo, Nuria tomó la mano de Almendra y corrió tras él, esquivando bolsas de verduras, puestos de flores y palomas distraídas.
El diente rebotaba, brillando como una pequeña estrella traviesa.

—¡Espéranos! —gritó Almendra, olvidando por un momento el dolor.

El diente cruzó un charco, se metió por una rendija del suelo y… ¡puf! Desapareció.
Cuando las niñas se asomaron, vieron que la rendija no era una simple grieta, sino un túnel diminuto con destellos de colores.

—¿Entramos? —preguntó Nuria.
—Está muy lejos… pero —susurró Almendra.

Y, sin esperar respuesta, las dos se deslizaron por el túnel.

Cayeron suavemente sobre algo que olía a menta y a caramelo.
El aire era frío y dulce, como después de cepillarse los dientes.
Frente a ellas se alzaba una ciudad hecha de dientes: torres de marfil, puentes brillantes y farolas formadas por muelas relucientes.
En las paredes, dientes de leche se apilaban como ladrillos que sonreían.

Una figura pequeña flotó hacia ellas: un hada con capa de gasas plateadas y un cepillo a modo de cetro.

—Bienvenidas a Dentópolis —dijo con voz cristalina—, ciudad de los dientes perdidos.

Almendra y Nuria se miraron asombradas.
—Buscamos un diente que se escapó —dijo Nuria.
—Sí, el mío —añadió Almendra, tocándose el huequito de la boca.

El hada asintió con gravedad.
—Ah, el diente que quiso adelantarse. A veces, cuando una niña —linda como tú — crece más rápido de lo que imagina, su diente se va antes para preparar el camino al nuevo.
No se preocupen, está a salvo.
Pero deben ayudarme: su diente se siente culpable. Cree que les causó dolor y se ha escondido en el Bosque del Enjuague.

—¿Un bosque? —preguntó Nuria.
—Sí —respondió el hada—, uno donde todo brilla y se borra cada vez que lloras.
Solo podrán encontrarlo si ríen juntas.

Así que, tomadas de la mano, comenzaron a caminar por un sendero de pasta de menta.
A los lados crecían árboles con cepillos por hojas y flores que olían a chicle.
Cada vez que una risa escapaba de sus bocas, el camino se iluminaba un poco más.

—¿Y si hacemos una broma? —dijo Almendra, intentando sonreír.
—¿Cuál?
—¿Qué le dice un diente a otro?
—¿Qué?
—¡Nos vemos en la encía!

Las dos estallaron en carcajadas, y el bosque se encendió como un amanecer.
Entre los arbustos apareció un pequeño resplandor blanco: el diente, escondido detrás de una hoja de enjuague bucal.

—Hola… —dijo el diente, temblando—. No quería asustarte, Almendra. Solo sentí que ya era hora.

Almendra se agachó y lo tomó con cuidado.
—No pasa nada. Me dolió un poquito, pero ahora tengo espacio para el nuevo diente. Y gracias a ti, ¡tengo una historia increíble que contar!

El diente sonrió (sí, sonrió; los dientes también saben hacerlo) y comenzó a deshacerse en un polvo brillante que se elevó al aire.
—Cuando sonrías, estaré ahí —dijo, antes de desaparecer.

El hada se acercó una vez más.
—Has aprendido algo importante: cuando pierdes algo, a veces solo estás dejando espacio para crecer.

De pronto, el suelo empezó a brillar.
Todo giró, como si un remolino las devolviera a casa.
Sintieron el olor de frutas, el ruido del mercado y la voz preocupada de mamá:

—¡Niñas! ¿Dónde estaban?

Almendra tenía la carita aún manchada, pero su sonrisa mostraba el huequito donde antes había estado su diente.

—No te preocupes, mamá. Todo está bien —dijo Nuria—. Ya sé que los dientes tienen su propio viaje.

Mamá, sin entender del todo, las abrazó con fuerza. Para calmar los ánimos, compró dos helados: uno de fresa para Almendra y uno de vainilla para Nuria.

Mientras lamían sus helados camino a casa, Almendra creyó oír una voz diminuta que reía desde lejos:

—Nos vemos en la encía…

Y ambas rieron otra vez, sabiendo que los pequeños accidentes también pueden esconder puertas a mundos mágicos, donde hasta un diente puede tener su propia aventura.

 

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