Cuatro amigos emprenden un viaje en motocicleta con la intención de regresar antes del anochecer. En medio del camino, Víctor, el más introspectivo del grupo, se siente atraído por un desvío solitario que parece brillar con vida propia. Al internarse en él, descubre un bosque donde la realidad se distorsiona y el tiempo parece suspendido. Voces desconocidas, árboles luminosos y un misterioso hombrecillo lo confrontan con sus dudas más profundas.
Entre lo tangible y lo onírico, Víctor deberá enfrentarse a aquello que siempre
evitó mirar: su propia conciencia.
El bosque de la conciencia
Pablo Rodríguez Prieto
Montados en sus motocicletas partieron por la mañana, con la intención de
regresar antes del anochecer. Entendían las contrariedades a las que se
enfrentaban: la carretera estaba llena de baches. Era inevitable no caer en uno
de ellos, sobre todo al cruzarse con otros vehículos.
Eran cuatro amigos que soñaron, cada uno a su manera, la forma de llevar a cabo
esta aventura. Cada uno era parte de una historia que estaban por descubrir.
Un sinfín de dudas acompañaba a uno de ellos, desde las preguntas
existenciales sobre el propósito de la vida hasta las más cotidianas sobre
nuestras decisiones.
Mientras los
otros reían y se hacían bromas, Víctor guardaba silencio. Observaba la línea
del horizonte, preguntándose si ese viaje los acercaría a algo o solo los
alejaría de sí mismos.
—La duda puede ser una señal de humildad intelectual —pensó Víctor—. La
falta de duda no siempre equivale a tener la razón; a veces, la gente con más
confianza en sí misma, incluso sin tener la razón, es la que prevalece
—concluyó, mientras tomaba la delantera.
Tras viajar por más de dos horas y luego de cruzar un pequeño grupo de
casas junto a la carretera, encontraron un desvío por un camino poco
transitado, pero que mostraba un extraño encanto. Habían parado a revisar el
sonido extraño que emitía uno de los vehículos.
Mientras sus amigos se encargaban del asunto, Víctor se internó unos metros
por el desvío. Al hacerlo, encontró que el camino estaba cubierto por árboles
brillantes, como si de un túnel se tratara. Una luz tenue emanaba del fondo,
mientras las hojas y las ramas se movían en un loco frenesí. Víctor trató de
parar, pero no pudo. El aire se volvió espeso, casi
líquido. Un zumbido, como de insectos invisibles, vibró en su casco. Entonces,
el camino empezó a brillar, la motocicleta se movía sola.
Una dulce melodía envolvía el lugar, y de entre los árboles Víctor escuchó el rumor de personas que parecían hablar en una lengua que no lograba entender. Llegó hasta una laguna de aguas cristalinas, donde la motocicleta se detuvo. Detrás de él, una voz de mujer lo llamó por su nombre.
Al tratar de descender para ver quién le hablaba, no pudo mover las
piernas, por lo que no le quedó más remedio que seguir sentado sobre el
vehículo, que estaba sostenido por lianas y ramas que brotaban del suelo.
—Sabemos a qué has venido —dijo la voz suavemente.
—Yo… yo no lo sé —tartamudeó Víctor.
—Estás en el bosque de la conciencia. Te ayudaremos a conocer la tuya —le
respondieron.
Cada hoja
parecía susurrar una palabra que no alcanzaba a entender. Algunas lo llamaban,
otras lo juzgaban. En una de las ramas apareció un mango que brillaba
como si fuera un foco; luego apareció otro y después muchos más. Entre los
mangos amarillos, que encandilaban con sus luces, se dejó ver la figura de un
hombrecillo diminuto. Víctor calculó que era apenas un poco más grande que su
mano extendida. Tenía apariencia joven y estaba parado junto a uno de los
frutos de tamaño similar.
Su ropa, de color rojo, estaba recubierta de pequeños espejitos que
reflejaban los destellos que emanaban de las frutas. Uno de sus pies calzaba
una pequeña bota de jebe y el otro estaba cubierto por hojas que moldeaban la
forma de un bastón. Sonreía y trataba de ser amable sin decir nada. Detrás, la
voz volvió a hablar:
—La tontería no es mucho peor que la sabiduría —dijo—; apenas se
diferencian.
—No soy ese por quien usted me toma —se defendió Víctor—. Me está
confundiendo.
—¿Confundirte? —intervino la voz de la mujer, ahora como un agua que se
derrama—. Eres el hombre que pregunta y no se oye. Has hecho de la prudencia tu
escondite.
—La búsqueda de la sabiduría puede llevar a la amargura, mientras que la
tontería ofrece una satisfacción temporal y más sencilla —intervino el
hombrecillo desde la rama—. Todo tonto lleva una existencia marginal; para él,
ningún territorio está vedado.
Sin poder entender qué estaba sucediendo, Víctor intentó una vez más
descender de la motocicleta sin lograrlo. Transpiraba copiosamente mientras
sentía que todos sus músculos se endurecían, renunciando al movimiento, a la
vez que su mente se abría entendiendo cosas que antes habría sido incapaz de
comprender. Un submundo maravillosamente irreal se desplegaba ante sus ojos;
sus oídos percibían silbidos que su mente traducía en enseñanzas, desplegando
dentro de él un potencial insondable.
—La sabiduría que no se traduce en acciones beneficiosas —dijo la voz— es
tan irrelevante como no hacer nada.
A Víctor le llegaban recuerdos de su vida inútil, no como imágenes
estáticas, sino como cráteres profundos, sin fondo.
—Tu mayor dilema es tu incapacidad de decidir ante un dilema —dijo el
hombrecillo, sin dejar de sonreír—. Tu hermetismo te ensimisma, alejándote de
una realidad que no sabes disfrutar.
Víctor recordó a
un astrólogo de feria que una vez, entre risas y humo, le dijo que su vida
estaba regida por Saturno: lentitud de pensar y actuar. Si sigues así, te
meterán a la cárcel o al manicomio, añadió aquel desconocido. Hoy, esa
frase no sonó como una amenaza, sino como un espejo.
—Puedes llegar a
ser alguien distinto de quien fuiste —dijo la voz—. La transmutación no es un
milagro, es una tarea. Está en ti si te lo propones.
—No creo que alguien pase junto a un árbol y no sea feliz al verlo. Para
los hombres gastados e inútiles, la felicidad está en convertirse. El árbol
cambia sin hacer ruido —añadió el hombrecillo, esta vez saltando hacia otra
rama y despidiéndose sin emoción.
Entonces Víctor vio al hombre tan vacío, tan insignificante, tan inútil y
tan poco original que había sido.
El viento golpeó
su rostro, y por primera vez no buscó entenderlo. Miró a su alrededor y todo era maravilloso; se
sentía feliz y no comprendía por qué. El sol seguía en
el mismo punto del cielo, como si no hubiera pasado el tiempo.
La motocicleta estaba encendida, el metal vibraba bajo sus manos; sus
músculos recobraban la movilidad de siempre. Aceleró mientras bordeaba el bello
lago. Un rayo de luz amarilla, verde y lila cubría el bosque. El paisaje era
hermoso y no quiso regresar.

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