La locura

En La locura, se retrata, con un estilo poético y descarnado, la absurda y cruel disputa entre dos pueblos vecinos —Chepén y Guadalupe— que se culpan mutuamente de la presencia de indigentes y enfermos mentales en sus calles. En un ciclo interminable, los “locos” son cargados en camiones de basura y devueltos de un lado a otro, como si fueran desechos humanos, bajo el grito repetido de “no son nuestros”. Mientras las autoridades y los habitantes buscan limpiarse de la “vergüenza” que representan, no se dan cuenta de que la verdadera locura está en ellos mismos: en su indiferencia, en su incapacidad de compasión y en la obsesiva necesidad de expulsar lo que no quieren ver.


La locura

Pablo Rodríguez Prieto

Entre las lloviznas de las primeras luces, los periódicos —que solo servían para envolver pescado— traían las noticias atrasadas de sucesos desvelados. Chepén sacudía la modorra de la noche fría mientras, por sus calles, apretujados como esperpentos fantasmagóricos aparecidos de algún cómic siniestro, deambulaban decenas de despojos humanos.

Evaristo no pudo contener la ira. Tras lanzar largas imprecaciones mientras calzaba sus botas de diario, salió al amanecer para toparse con la vereda de su vivienda repleta de indigentes. El olor a mierda por donde pasaba los delataba.

Ellos no entendían por qué les hacían tanta burla, sintiéndose tan naturales como cuando sus madres los parieron. Algunos llevaban en el pescuezo sonajas de latón y mercerías de las más baratas. Restos de lo que alguna vez fueran elegantes ternos colgaban como helechos sin regar, muriéndose con el paso del tiempo y la indiferencia de un mundo que no podía —y no quería— comprenderlos.

Como un ave perdida en la jungla desconocida de algún lejano lugar, se movían como zombis sin conocer el nuevo escenario de la obra trágica que les tocaba representar. El color del humo, la niebla del amanecer o la herrumbre de las rejas los volvían erráticos cuando el sol asomaba lentamente, con las perezas atrasadas de lejanos ocasos.

Para que no les vieran la vergüenza, miraban en los espejos de las desgracias las suyas propias. Con el recuerdo de antiguos dictadores nostálgicos, soportaban durante el día la incómoda presencia de los indeseables visitantes.

El alcalde y sus más conspicuos regidores encontraron una drástica solución. Tras culpar de sus desdichas a sus vecinos del pueblo de Guadalupe, con acuerdo de Concejo decidieron que, al anochecer, devolverían a los orates al lugar que ellos consideraban —y muy enojados— era su verdadero origen.

Y así fue como, al promediar la medianoche, mezclados con el ulular de búhos y el ronronear de lechuzas, montaron en el camión recolector de basura a los indigentes que se habían desperdigado por la ciudad, con la intención de devolver la cortesía a sus vecinos guadalupanos.

Al amanecer, los habitantes de la ciudad anduvieron felices aquel momento efímero, arrastrando el peso de sus actos, cuyos recuerdos eran un lastre. Vivieron de nuevo el histórico momento de ver libres sus calles. Un ciego visionario, que cobraba en comida sus adivinaciones, predijo que esto no era el final, sino más bien el comienzo de una larga guerra sucia, literalmente.

En un ardiente día de verano, Guadalupe amaneció tan sorprendida como lo estuvieron el día anterior sus vecinos; solo que esta vez estos sí pudieron asegurar de dónde llegaron aquellos despistados humanos. La población entera estaba tan confundida que no acertaba a comprender la razón de tan desagradable presente.

Desaparecieron los vientos de paz. El mismo zumbido de rencor que el día anterior reunió a las autoridades vecinas, ahora los convocaba para tomar represalias por semejante atrevimiento. Camiones cargados de escoria y despojos partían antes de amanecer.

Se formó un cambalache de padre y señor mío. Los fueron llevando sin que se dieran cuenta. Uno creía ver escamas creciéndole en la espalda por sus pecados y otro contaba cómo una mula le cantaba canciones al atardecer. Ningún escrutinio, por meticuloso que fuera, era capaz de aportar indicios válidos para establecer la identidad de los menesterosos.

Se formaron alianzas clandestinas en hospitales de tísicos y mendigos, buscando que los acogieran. El silencio doliente, la negación de espacios adecuados o la desidia de malos e indolentes médicos impidieron la acogida. Siempre habrá otra verdad detrás de esta verdad.

Las calles de Chepén otra vez amanecieron adornadas de locos, devolución hecha por quienes consideraron inoportuno el atrevimiento de la dádiva pestilente. —No son nuestros —gritaron a los confines del universo—, busquen otro lugar donde depositarlos.

El olor a descomposición despertó otra vez a Evaristo. Quien por primera vez tuvo la sensación de estar volviéndose loco. Esta vez eran muchos más. En Guadalupe aprovecharon la oportunidad para incluir en la devolución a los suyos propios y, de esta manera, deshacerse de una incómoda carga que, sin saber cuándo ni dónde, un día que nadie recordaba comenzó a caminar las soleadas calles.

Molestos —alcalde, regidores y vecinos— cavilaban la forma de acabar con este tumefacto y endiablado problema.

—Tenemos que devolverlos —fue la decisión final.

Al caer la tarde, acondicionaban ya no uno, sino dos camiones para el traslado de los locos. Estaban convencidos de que las autoridades de Guadalupe eran los causantes de las desdichas aparecidas repentinamente. Nuevamente los convencieron de subir al transporte. Algunos regañaban y querían ser escuchados. Repetían las historias más inverosímiles jamás contadas. Entre zorros noctámbulos, búhos asustadizos y el sonido áspero de lechuzas, los locos comenzaban nuevamente el viaje a lo desconocido.

Pero había uno que nunca subía a los camiones. Nadie sabía su nombre ni de dónde había salido. Siempre estaba allí, en la plaza, de pie y en silencio, mirando a todos con los ojos abiertos como ventanas sin cortinas. Los vecinos juraban que lo habían visto reír cuando los otros locos partían y que, en las madrugadas, murmuraba las mismas palabras que los regidores decían en secreto durante sus sesiones. Nadie se atrevía a tocarlo ni a preguntarle nada. Evaristo, cada vez que lo veía, sentía un escalofrío: comprendía que ese hombre no necesitaba viajar, porque ya vivía dentro de cada uno de ellos.

—No son nuestros —reiteraron en Guadalupe.

El ir y venir de locos entre una ciudad y otra duró por un buen tiempo que nadie podía olvidar. Ya los locos subían solos al ver los camiones. Recibían comida y les era devuelto algún abrigo que olvidaban en los interminables viajes.

En cada devolución las calles quedaban limpias y libres de la amenaza que representaban los enajenados. En este ir y devenir desenfrenado comenzó a suceder algo extraño: cada vez eran menos los que transportaban. Tal vez, cansados de los traslados, de las falsas promesas y de las malas noches continuas; presintiendo que la verdadera locura estaba en quienes los obligaban a viajar en erráticos recorridos de retornos eternos, algunos huían a otros lugares, alejándose de locos que los llamaban a ellos locos. Huían en busca de la razón de sus sueños quiméricos e incomprendidos.

Y cuando ya no quedó ninguno que devolver, cuando los camiones regresaban vacíos y las calles permanecían limpias, el pueblo entero descubrió, con un silencio insoportable, que los únicos locos que quedaban eran ellos mismos.

 

 



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