En la quietud de la madrugada, un camionero emprende su ruta habitual por una trocha solitaria. Lo que comienza como un viaje rutinario pronto se transforma en una experiencia marcada por silencios densos, recuerdos insistentes y señales que desdibujan la frontera entre sueño y realidad.
El perfume de la noche es un
relato que explora la delgada línea entre lo visible y lo invisible, donde lo
cotidiano se tiñe de misterio y la carretera se convierte en escenario de lo
inexplicable.
El perfume de la noche
Pablo Rodríguez Prieto
El calor y el polvo del camino menguaban ligeramente en esa hora de la
madrugada, cuando Angelino, sentado frente al volante del viejo camión, retornaba
cargado con dos enormes troncos hacia la planta laminadora de madera, que
trabajaba sin descanso las veinticuatro horas del día. Su labor era sencilla,
pero agotadora: transportar la materia prima desde el puerto —donde cargaban
los troncos llegados del corazón de la selva— hasta la planta. El aire húmedo
de Pucallpa impregnaba las prendas de un calor pegajoso incluso a esas horas.
El viaje siempre era lento. Para Angelino, conducir era un tiempo de
pensamientos dispersos o de pequeños juegos para combatir el tedio. De día, su
pasatiempo favorito consistía en lanzar piropos a las muchachas que encontraba
en el camino. Pero en las noches, el silencio y la oscuridad volvían
interminable la ruta.
—Sube. No irás más rápido, pero tendrás mi compañía —le dijo Angelino a
quien creyó una jovencita agraciada que levantaba la mano al borde del camino.
Ella sonrió y, sin esperar más, se acomodó en el asiento junto al conductor.
—No preguntes mi nombre, porque no tengo —dijo a modo de saludo.
Al mirarla mejor, Angelino descubrió que no era tan joven ni tan hermosa
como había creído antes de dejarla subir. Ya no había marcha atrás.
—¿Hasta dónde vas? —preguntó.
No hubo respuesta.
—¿Te comieron la lengua? —insistió, buscando conversación.
Nada.
—Tal vez me equivoque, pero pareces triste. ¿Te ocurre algo?
El silencio continuó, y no era un silencio cualquiera: era un vacío que se
ensanchaba en la cabina, tragándose incluso el ruido del motor. Angelino
tamborileó los dedos en el volante, nervioso.
—No importa, tienes derecho a callar si así lo deseas —concedió.
Tras algunos minutos de incómodo silencio, por fin la mujer habló para
indicar que se bajaba.
—Cuando quieras, búscame —respondió enigmática. Y mientras se alejaba, sus
brazos permanecieron levantados, no como quien se despide, sino como si pidiera
ayuda.
Al descender dejó un perfume a flores que impregnó el asiento. Angelino la
vio alejarse con paso rápido. Una falda blanca, larga, agitada por el viento,
fue la última imagen que guardó en su memoria.
Como él, otros dos choferes cumplían la misma labor con camiones
semejantes, conocidos como los triples por el número de ejes. Angelino recién
regresaba de vacaciones e iniciaba el turno de amanecida.
La noche anterior había tenido un sueño que durante el día volvió varias
veces a sus recuerdos, inquietándolo. Soñó que caminaba en una caverna: oscura
en la entrada y muy iluminada en la parte interna. Al fondo estaba una mujer de
espaldas, arrimada contra las paredes de la gruta. Levantaba las manos. Su
vestido blanco brillaba y ondeaba con una ligera brisa que brotaba desde el
suelo. El eco de gotas de agua al caer, le golpeaban los oídos. Al dar unos
pasos dentro de la caverna, tropezó y, al caer, despertó. Poco a poco fue
recogiendo la conciencia, confundiendo el sonido del despertador. Se vistió
casi a oscuras, tanteando la camisa de faena que había dejado lista.
Al salir, escuchó el canto de grillos mezclado con ladridos lejanos. El
cielo estaba tachonado de estrellas, pero el horizonte guardaba una penumbra
densa. Caminó hacia la planta, donde el camión lo esperaba, gris y pesado bajo
la luz amarillenta de un poste. El motor rugió al encenderse, áspero como un
gruñido que lo obligaba a despertar. Lo conocía tan bien que a veces sentía que
aquella máquina respiraba con él.
Para llegar a la
planta debía cruzar la ciudad y luego tomar la carretera Federico Basadre; al
final, una trocha polvorienta lo conducía a la entrada. El camión rugía lento.
Pesado. Cada metro parecía costarle un mundo.
Faltando poca distancia, en una zona desolada, ya muy cerca del ingreso a
la planta, vio que una mujer en apariencia joven levantaba la mano pidiendo
auxilio. Angelino prefirió ignorarla y pensó que sería mejor que desde la
planta enviaran ayuda a la afligida mujer. Al ingresar, informó a los
vigilantes lo que acababa de sucederle, y ellos se echaron a reír.
No era el primero que veía a la misteriosa mujer. En ocasiones anteriores
habían acudido con ayuda, sin encontrar ningún rastro de lo que otros choferes
indicaban. Angelino, perplejo, no pudo borrar de su mente la imagen que vio en
el camino. Era real, estaba convencido. Insistió en acudir a ayudarla, pero le
dijeron que se olvidara, que eso no existía.
Insinuaron que
estaba cansado, que era un simple espejismo. Pero algo en sus tripas, un nudo
áspero, no le permitía creerlo.
El amanecer se acercaba. El cielo clareaba apenas, con un tono grisáceo que
no lograba disipar la oscuridad. Intentó convencerse de que no había pasado
nada, pero al volver a pasar por el mismo lugar encontró, entre arbustos secos,
una casa en ruinas en medio de una huerta abandonada.
—Imposible que alguien pueda vivir ahí —dijo, mientras sus recuerdos le
devolvían la presencia de la enigmática mujer sentada junto a él sin querer
hablar, el sueño que tuvo la noche anterior y la figura femenina que agitaba
las manos en medio del camino hacía solo unas horas. No
creía en esas cosas, pero el sudor frío en su espalda decía lo contrario.
Detuvo el camión. El motor se apagó con un gemido metálico. El silencio fue
tan denso que hasta el polvo parecía detenerse en el aire. Le pareció escuchar las gotas de agua cayendo dentro de la caverna
de su sueño. Sintió un suave roce de tela en sus brazos. La piel se le erizó.
Hasta él llegó un ruido ensordecedor plagado de silencios. Sintió la
indignación rasposa de su credibilidad cuestionada. Tal vez porque la versión
que contó era un poco distinta a la que él conocía. Omitió el abrupto
ofrecimiento que ella le hizo. El camión se llenó con un aroma a flores una vez
más. Apretó el volante fuertemente. Río nervioso. El aroma seguía allí, intacto. Entonces comprendió que no estaba solo.
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