Después de una noche de excesos de la que apenas guarda recuerdos, Carlos Zuker despierta en su cama con el cuerpo adolorido y la mente en blanco. Un silencio inquietante envuelve la casa, mientras su familia lidia con la rutina y el desconcierto. A medida que Carlos intenta reconstruir lo ocurrido, la culpa, el miedo y la fragilidad se hacen presentes en cada gesto, en cada palabra no dicha. Entre pastillas, miradas esquivas y heridas ocultas, la historia retrata el dolor silencioso de una familia que se desmorona lentamente, atrapada entre la negación, la ternura y el desgaste.
"Un día
después" es un relato íntimo
y conmovedor sobre el impacto del alcohol, la fragilidad masculina, y la
incapacidad de nombrar lo que duele. Una exploración profunda de los vínculos
familiares cuando ya no alcanzan las palabras.
Un día después
Pablo Rodríguez Prieto
Carlos Zuker amaneció derrumbado sobre su cama, aún vestido con la ropa de
la fiesta de la noche anterior, como si el cuerpo no hubiera tenido tiempo de
despedirse de lo vivido y de lo que muy pocos recuerdos tenía. Lo primero que
percibió fue una punzada violenta en la cabeza, como si un martillo invisible
retumbara dentro de su cráneo. Luego, cualquier intento de moverse le devolvía
un dolor fuerte, profundo, que le recorría el cuerpo entero como un castigo
implacable.
Buscó entre los fragmentos sueltos de su memoria alguna imagen, alguna
certeza. Nada. De la noche anterior no recordaba nada. Sintió, sin embargo, un
extraño alivio al confirmar que estaba en casa. Pero el silencio de la mañana
—denso, inmóvil— le pareció más inquietante que el olvido. Llamó a su madre, o
lo intentó. De su garganta solo emergió una punzada seca y muda. Dolor.
Intentó dormirse otra vez, pensando que de esa manera esquivaba este
presente doloroso, creyendo que el sueño le devolvería las fuerzas que alguien
le arrebató. El miedo se deslizó, sigiloso, y se apoderó de él. Cuando trató de
incorporarse, no pudo. El costado derecho estaba inflamado, al parecer un golpe
brutal había dejado allí su firma. Entonces lloró. Lloró en silencio, cuidando
ocultar la herida que no quiere explicar, pretendiendo que sus padres no lo
escucharan.
—¿Qué les diré? —pensaba, mientras gruesas lágrimas caían derritiéndole el
alma.
El recuerdo lejano de música estridente, risas desmedidas y voces lejanas
llegaron a él. Pero no entendía que había pasado. Sentía el peso de todo el
mundo comprimido en su cuerpo y alma.
Lloró hasta que el sueño lo venció. Despertó cuando su madre vino a
llamarlo para el almuerzo. Miró el reloj en su muñeca: las tres de la tarde. Se
obligó a ponerse de pie y caminó hacia el baño como si cada paso le costara
siglos. Sabía que su madre solía tomar medicamentos para el dolor de rodillas;
fue directo hacia el lugar donde ella los guardaba y, con ansiedad mal
disimulada, se tragó tres pastillas.
Se duchó más de media hora, como si el agua pudiera lavar no solo el sudor y el miedo, sino también los rastros de la noche anterior que no aparecían en sus recuerdos. Cuando llegó a la mesa, su padre ya se había levantado. Se justificó ante su madre, contando una historia de caídas durante un partido, de un golpe fortuito. Pero el tono de su voz, quebrada, aguda, desconcertante, la hizo mirarlo con una mezcla de ternura y alarma. No dijo nada. Sólo lo miró.
Volvió a su cama. No hacía falta decir nada más. Su madre sabía que el
descanso era lo único que podía ofrecerle.
—Carlos ha vuelto a beber —dijo su padre más tarde, con voz contenida—.
Está abusando de mi paciencia.
El lunes amaneció como una prolongación del domingo. Carlos ni siquiera
intentó levantarse. Su cuerpo, derrotado, se rindió sin resistencia. Su madre
llegó con un vaso de jugo de naranjas, intentando despertarlo, pero fue inútil.
Parada frente a la cama de su hijo, suspiró, le acarició el cabello y se
retiró, dejándolo dormir todo el día. Esmeralda Meléndez ya estaba acostumbrada
a esos trajines y desórdenes del hijo amado. Recordaba cuando era niño,
inquieto, juguetón. Ahora no sabía si al dejarlo dormir lo estaba ayudando o lo
estaba dejando morir.
Por la tarde despertó con un ánimo más sereno. Volvió a buscar las
pastillas, queriendo calmar en silencio el dolor. Luego salió al patio trasero,
donde había un viejo pozo entre arbustos. Allí vio a dos mujeres trabajando en
el jardín. Se acercó sin hacer ruido, tanto por la limitación de sus
movimientos como por la voz, que aún no era suya.
—¡Ave María bendita! —exclamó una de ellas, sobresaltada.
—¿Qué te pasó, hijito? —preguntó la otra, con los ojos tan abiertos que
parecía que el espanto les hubiera robado el parpadeo.
—Nada, nada. Busco a mi mamá —respondió él con una voz delgada, aflautada,
irreconocible, que sólo sembró más preocupación.
Las miradas de las mujeres lo incomodaron. Se alejó como había llegado:
despacio, derrotado.
Al día siguiente, el sol se filtró con dulzura por las rendijas de la
persiana. El calor de la mañana pareció espantar los últimos rastros del dolor,
y Carlos se sintió más ligero. Pensó en las pastillas que seguía tomando a
escondidas y en cómo justificar su ausencia cuando su madre notara que
faltaban. Antes de que lo llamaran, ya estaba en la mesa: bañado, peinado, con
el uniforme escolar impecable. Su madre lo miró, sorprendida, pero no dijo
nada. Había aprendido a no preguntar cuando el silencio pesaba más que las
palabras.
Cuando su padre entró al comedor, Carlos le regaló su mejor sonrisa. Pero
esta se desmoronó de inmediato.
—Los zapatos están sin lustrar —dijo Ernesto Zuker sin levantar la voz, con
la misma indiferencia de quien señala una grieta en la pared.
Carlos respiró hondo. Bajó la mirada, pero no contestó. Temía que su voz lo
delatara. Se tranquilizó al ver que su padre no se había detenido a observar su
rostro, que aún conservaba un leve rastro de hinchazón.
Mientras sorbía el café, Ernesto habló de la llegada de funcionarios del
banco, de las declaraciones del presidente, de nuevas medidas económicas.
Comentó algo sobre el clima global, como si la rutina pudiera restaurar la
normalidad. Luego tomó su cartapacio de cuero, besó la frente de su esposa, dio
una palmada en la espalda de su hijo y se despidió.
—Que tengan buen día —dijo desde la puerta, alzando apenas la mano, como si
esa despedida fuera también una tregua con el silencio. Ernesto se
detuvo un segundo en la puerta. Quiso decir algo más, pero solo ajustó el nudo
de su corbata y partió.
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