Después de una fiesta escolar marcada por la violencia, los rumores se esparcen como pólvora. Carlos Zuker, uno de los involucrados, regresa a clases con el cuerpo adolorido y la memoria en blanco. Mientras intenta reconstruir lo ocurrido, debe enfrentarse a una traición inesperada: su mejor amigo lo abandonó en el momento más crítico. Entre reproches, secretos y un mensaje amenazante que anticipa nuevos conflictos, Carlos lucha por entender qué sucedió realmente aquella noche y quién está dispuesto a estar a su lado… cuando las cosas se ponen feas.
Mal amigo es un cuento sobre la lealtad, el orgullo juvenil y la
fragilidad de las amistades en tiempos de miedo.
Mal amigo
Pablo Rodríguez Prieto
Por todo el pueblo corrió la noticia de que unos chicos se habían peleado
después de la fiesta del Club Naranja, como los conocían por el color de sus
camisetas deportivas. En el banco se comentó entre dientes, procurando que el
gerente —padre de uno de los chicos— no se enterara; él tenía muchos asuntos
que resolver con los funcionarios que estaban en la ciudad, y no precisamente
de visita. La auditoría, aunque de rutina, requería toda la atención de la
administración.
Ernesto Zuker llamó airadamente la atención a una de sus secretarias cuando
esta trató de comentarle, el lunes a primera hora, lo que había escuchado.
—El banco a usted le paga para trabajar, no para andar con chismes —fue el
argumento tajante del gerente, y se sumergió entre una pila de papeles llenos
de números que tenía delante.
A unas cuadras del colegio, Carlos Zuker fue interceptado por La Muralla,
su amigo más cercano, quien le imploraba que lo perdonara por haberlo
abandonado a la salida de la fiesta.
—Yo pensé que tú también correrías —dijo, justificándose por algo que
Carlos no terminaba de entender.
—Espera, espera, espera. ¿Por qué corriste tú? —preguntó Carlos.
—Pero... pero... —tartamudeó La Muralla—. Eran un montón y estaban
borrachos —alegó.
—¿Así dices ser mi amigo? ¿Crees que está bien abandonar a quien te
aprecia, te estima, te acompaña en los momentos difíciles, a quien te invita a
fiestas a las que jamás te invitarían, quien te presenta a las mejores
hembritas? ¡No! No, esto no está bien, esto no va a quedar así nomás. Vas a
tener que reivindicarte, Muralla. Tu comportamiento amerita que me demuestres
si realmente eres mi amigo. No te preocupes, por ahora lo dejamos ahí. Anda
tranquilo. Yo te aviso cuando te necesite… ¡mal amigo! —le espetó Carlos.
En su mente, surgió
un destello: La Muralla alejándose entre la multitud, volteando apenas, sin
detenerse. Él gritaba, o creía gritar. Después, nada. Silencio. Oscuridad. El
suelo.
El salón de clases fue un revuelo cuando llegó Carlos Zuker. Primero se
escucharon aplausos, luego vítores que repetían su nombre. Un pequeño grupo
soltó improperios y llamó locos y cojudos a los que aplaudían. La llegada del
profesor Zavaleta, quien enseñaba matemáticas, calmó los ánimos. Se paró en la
puerta, miró al salón y preguntó por el dueño del santo. Todos soltaron una
carcajada. Ordenó que se callaran y, con tiza en mano, comenzó a escribir en la
pizarra. Desde allí dijo:
—Hoy vamos a recordar lo que son las ecuaciones inconsistentes.
Algunos murmullos continuaron. El profesor volteó sin decir nada y todos
callaron.
Durante el recreo, Carlos no vio por ningún lado a Miguel Moreno, su mejor
amigo. Al no encontrarlo, buscó a La Muralla, quien le dijo que su primo se
sentía mal y no había venido a clases después de la…
—¿De la qué? —preguntó Carlos, intentando ordenar sus recuerdos.
—De la pelea, pe —dijo, atolondrado y miedoso, La Muralla.
—¿No has ido a verlo? —insistió Carlos—. ¿Tú, que eres su primo? Eres de lo
peor, Muralla, de lo peor —recalcó.
Avergonzado, La Muralla agachó la cabeza, mientras dos compañeros del salón
se acercaban preguntando por lo ocurrido. Carlos, con un leve ademán, le indicó
a La Muralla que diera los detalles, fingiendo que no le interesaba. Procuraba
que nadie supiera que él no recordaba nada, pero en realidad deseando saber qué
había pasado.
Al salir del colegio por la tarde, se le acercó a Carlos un chico de primer año, quien le dijo que traía un encargo de Melitón Cartagena. La Muralla, que estaba cerca, lo levantó en vilo y le preguntó por el encargo.
—Dice... dice que lo que pasó... solo... solo es el comienzo —tartamudeó el
chico.
—¿Qué más? —exigía La Muralla.
El chico, lleno de pánico, se puso a llorar. Carlos ordenó que se fuera. El
niño salió corriendo.
La tarde calurosa caía lenta refrescada por una ligera brisa. Los charcos del día anterior, rotos por las pisadas escolares,
comenzaban a secarse, dejando el olor a tierra y sudor pegado en el aire. El mensaje recibido preocupó a Carlos. La Muralla
lo acompañó hasta su casa.
Un fuerte dolor
en el pecho lo dobló por un instante. Pensó en las pastillas de su madre, las
que guardaban como último recurso. Pero no era ese dolor el que lo destrozaba.
Era el otro, el que no sangra: el de no saber quién era cuando perdió el
control. El de haber sido golpeado y ni siquiera poder recordar por qué. Gruñó, apretó los puños y lanzó una patada al
vacío.
Al llegar a casa, encontró a Mavel Rengifo conversando con su madre.
Intentó retroceder en el umbral de la puerta, pero su mamá, cariñosa como
siempre, lo invitó a pasar.
—Mavelita vino a visitarnos, preocupada por tu salud —dijo Esmeralda
Meléndez—. Le estuve contando que te dolía el cuerpo luego del partido del
sábado, pero que ya estás mejor. Ahí les dejo para que le des más detalles
—añadió, alegando tener la cocina prendida.
Los dos se miraron a los ojos. Estuvieron callados un buen rato. Mavel
recordaba su último encuentro; se sentía dolida, pero el amor que sentía por
Carlos era mayor y estaba dispuesta a perdonarlo. Para eso lo había buscado.
Mientras tanto, él, en realidad, no sabía qué decir. Seguía parado en la
puerta. Brotaron de sus ojos unas lágrimas que conmovieron a Mavel, quien se
olvidó de todo y lo abrazó con fuerza, pegando su rostro sobre su pecho.
No hubo preguntas —se sintió aliviado—; no tendría que inventar respuestas.
Tal vez merecía
la paliza, pensó por un segundo. ¿Había sido él quien empujó primero? ¿Le había
dicho algo a Melitón? Nada, nada quedaba claro. Afuera,
el sol ya había bajado. El aire olía a tierra mojada. Carlos cerró los ojos y,
por un momento, no sintió dolor.
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