La ruta más difícil

Camilo Rosales nunca imaginó que una noche cualquiera lo convertiría en el enemigo público número uno. Un juicio mediático, una condena implacable y un abogado que apenas podía mantenerse despierto sellaron su destino. Entre rejas, rodeado de criminales y de un sistema que lo quiere callado, Camilo solo tiene dos armas: su ingenio y su determinación.

Tras una fuga imposible, regresa a su ciudad para enfrentar “la ruta más difícil”: demostrar su inocencia en un mundo que ya lo condenó. Entre la desconfianza social y el amor inquebrantable de su madre, deberá desafiar a un sistema que ya lo dio por culpable.

La ruta más difícil es un cuento realista-social, de tono dramático y final abierto, que retrata la lucha de un hombre contra la condena injusta impuesta por un sistema judicial y mediático corrupto, enmarcado en un contexto urbano contemporáneo.

 

La ruta más difícil

Pablo Rodríguez Prieto

La noticia de un horrendo crimen cayó sobre Chiclayo: cada calle, cada esquina repetía el nombre de Camilo Rosales con una frialdad que sus padres no podían soportar. El sensacionalismo periodístico se desbordaba, rozando los límites de la mesura y el respeto. Con un hambre voraz de protagonismo, los dos diarios locales se disputaban las primicias y los falsos destapes: primero, sobre la noche aciaga en que ocurrieron los hechos; después, sobre las interminables audiencias del juicio. Todo empapado de morbo, las noticias se multiplicaban cada día como si alimentaran un espectáculo.

La madre de Camilo había reducido su mundo a cuatro paredes. Salía solo para trámites urgentes, encargando a su esposo que trajera alimentos a la vuelta del trabajo, evitando así cualquier cruce de miradas.

—Te vas a enfermar, mujer —la reprendía él, tratando de animarla.

—Prefiero esto a las miradas de la gente —respondía ella, opaca y marchita.

Tras largos meses de desgaste, los titulares anunciaron —con un regocijo apenas disimulado— la lectura de una sentencia que ya se presentaba como la más dura en la historia judicial de la ciudad. Llegaba a su fin el caso más sonado del siglo, como lo publicitaban los diarios.

En la sala de audiencias, los minutos se escapaban como arena entre las manos. Camilo, sentado en el banquillo, esperaba que sus descargos hubieran sido escuchados. Su madre, ausente por enfermedad, no estaba allí para mirarlo a los ojos. Su suerte parecía escrita. Los dados ya habían sido lanzados; solo faltaba ver en qué número se detenían.

La voz del juez comenzó el dictamen, hilando tecnicismos y artículos de ley que para Camilo sonaban como un idioma ajeno. En medio del fárrago jurídico, la palabra CULPABLE se clavó en el aire.

“Vista la causa y de acuerdo con el requerimiento de la fiscalía, en atención al parte policial de fecha tal, estando en concordancia con lo dispuesto en la normativa legal vigente y de acuerdo con el código fulano, en su artículo mengano, inciso zutano, este colegiado concluye que Camilo Rosales de los Perales es CULPABLE, por lo que decide aplicar la pena de no sé cuántos años y cuántos meses a la persona del procesado aquí presente, por los delitos de quién sabe qué, en agravio de la persona de Perengana Morgana. Que se cumplirán en la sede que el Instituto Penitenciario le asigne. Para tales efectos, se contabilizará desde la fecha en que fue detenido, ocurrida el día tantito, y se cumplirá hasta que se le acabe la sentencia o el Estado lo soporte.”

—¿Cómo se declara el acusado? —preguntó el juez, solemne.

Camilo, más preocupado porque era mediodía y ya tenía hambre, pensaba que era hora de almorzar.
—Puede consultar con su abogado —añadió el juez.

Al no contar con abogado, le fue asignado uno de oficio. Camilo volteó a ver a la persona sentada junto a él: un hombrecillo de avanzada edad, vestido con un terno raído, dormitaba con los cabellos enmarañados y la boca abierta.

Luego de mirarlo por un largo rato y sin comprender bien lo que le decían, volvió la mirada hacia quien le había hecho la pregunta. Comprendió que estaba solo. Respiró hondo y, con voz alta y cargada de rabia, rompió la quietud:

—¡Ya te he dicho que yo no he matado a nadie, carajo!

Se desató un fuerte murmullo en la sala. Unos aplaudían, mientras que un grupo compacto al fondo lanzaba insultos.

—¡Silencio! —gritó el juez—. ¡Orden en la sala! —ordenó, golpeando el mazo.

Un artículo olvidado fue leído por el relator antes de que se ordenara retirar al acusado. Camilo golpeaba la mesa con sus grilletes, resistiéndose.

—¡Cobarde, vendido! ¡Soy inocente! ¡No me vas a vencer! —gritó, mientras la fuerza pública lo arrastraba fuera de la sala.

El abogado defensor de oficio, sin entender bien qué estaba pasando, se frotaba los ojos con una mano y con la otra trataba de ordenar sus cabellos. Al ver que su defendido forcejeaba con los policías, se levantó, haciendo que los papeles que tenía sobre las piernas se dispersaran por el piso. Se entretuvo recogiéndolos mientras Camilo seguía lanzando improperios.

Lo ingresaron a un sótano maloliente, repleto de personas detenidas que lo recibieron con aplausos y vivas. Era una celebridad; todos querían estar cerca de él. Esa noche, la más larga de su vida, Camilo experimentó por primera vez ese sórdido mundillo donde el ser humano se degrada y se le va quitando —poco a poco— su dignidad.

Pasaron trescientos días antes de que Camilo lograra tramar, organizar y ejecutar su fuga del penal de Picsi. En ese tiempo, perfeccionó sus habilidades de joyero y aprendió, con paciencia, el oficio de relojero.

Fue entonces cuando la muerte entró en su casa sin hacer ruido. Su padre, tras una siesta, no despertó. Al llegar la noche, la señora Mercedes lo encontró frío y endurecido. La noticia no quebró a Camilo; su relación con él siempre había sido conflictiva, y llevaban mucho tiempo sin hablar. En cambio, la salud de su madre se resquebrajó, requiriendo que fuera internada varios días en el hospital.

Cuando podía costearse el pasaje hasta el penal, la humilde mujer visitaba a su hijo. Este la recibía con zalamerías y, en todo momento, proclamaba su inocencia.

—No tengo de qué arrepentirme, mamá. No maté a nadie.

Una tarde le confesó:

—Un mal policía me reconoció como fugado de la correccional juvenil y aprovechó para culparme de algo que ni siquiera conocía. Debes creerme —dijo, bajando por primera vez la mirada ante su desconsolada madre.

Algunos meses después, caminaba la señora Mercedes de regreso a casa, luego de una consulta médica, cuando sintió que alguien posaba sus brazos sobre sus hombros. Temió por su integridad, pensando en un robo, un asalto tal vez. No pudo gritar ni detenerse. Quería correr, pero sus piernas débiles se lo impidieron.

—No me haga daño —susurró.

—Mamá, soy yo —respondió una voz que conocía demasiado bien.

Camilo estaba de vuelta. Había decidido transitar la ruta más difícil. No buscaba una absolución fácil, sino una oportunidad para demostrar su inocencia. Sabía que el camino sería largo y duro, pero estaba dispuesto a enfrentarlo con humildad y determinación. Soñaba, algún día, ganarse el perdón de su madre y de la sociedad que lo había condenado.

 



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