En lo profundo de la Amazonía, Bechi y Antón viven un amor prohibido, marcado por el odio entre sus familias y la oposición del padre de la joven, un brujo temido por todo el pueblo. Bajo la sombra de la Lupuna, árbol sagrado y misterioso, los amantes se entregan a su pasión y juran permanecer juntos a pesar de todo.
Pero la selva tiene sus propios guardianes, y lo que empieza como un
secreto romántico pronto se convierte en tragedia. Entre conjuros, visiones y
presencias sobrenaturales, el destino de ambos quedará sellado para siempre,
dejando en el pueblo una historia de amor, muerte y venganza que nadie se
atreverá a olvidar.
La Lupuna: cuando la selva elige el destino es un relato de
amor y tragedia, de creencias ancestrales y fuerzas invisibles, donde el
misterio de la selva late con cada palabra.
La Lupuna: cuando la selva elige el
destino
Pablo Rodríguez Prieto
La Bechi sonrió nerviosa.
El corazón le latía a toda prisa mientras retiraba la mano que él había
atrapado. Siempre temía que alguien los descubriera, pero la emoción de esas
citas secretas era más fuerte que el miedo. Sentía que, en esos instantes, la
selva entera conspiraba para protegerlos.
Antón la miraba con una
mezcla de ternura y orgullo. Para él, desafiar a sus padres era casi un juego,
pero enfrentarse al padre de ella era otra cosa: un riesgo que solo la pasión
podía justificar.
Llevaban varias semanas viéndose a escondidas, casi siempre de noche, pues
a ella la vigilaban constantemente durante el día para impedirle encontrarse
con aquel amigo que le llenaba los ojos. Los padres de ambos no aprobaban esa
relación por distintos motivos.
Sin embargo, en cada
encuentro sus promesas crecían, y sus pasos los llevaban cada vez más cerca de
la gran Lupuna, el árbol sagrado que los viejos del lugar señalaban como
guardián de secretos.
Nadie se atrevía a
cortarlo, ni siquiera a tocarlo de noche. Se decía que quien lo desafiara jamás
volvía a dormir tranquilo. A Bechi le daba miedo, pero también le atraía: bajo
esa sombra podía creer que el mundo era solo suyo y de Antón.
Bechi acababa de cumplir
dieciséis años, y para su familia aún era una niña. ¿Cómo podía andar en amores
con un hombre diez años mayor? Antón, por su parte, era el menor de una familia
próspera, dueños de una fábrica de ladrillos, un grifo de combustibles, una
orquesta de músicos y una granja lechera. Sus padres lo tenían por engreído y
no toleraban que se relacionara con la hija de un brujo de mala fama y temido
en toda la región.
Ella lloraba de alegría y
aceptaba sumisa las palabras de su amante.
Estaban abstraídos en aquel momento mágico cuando escucharon la voz del
brujo llamando a su hija. Decidieron quedarse quietos, conteniendo la
respiración, pero de nada sirvió: el padre ya los había descubierto y se
acercaba con un garrote en la mano. Ordenó a su hija que corriera a casa,
mientras se encaraba con el muchacho. Antón esquivó varios golpes cargados de
odio, hasta que, convencido de que Bechi ya estaba a salvo, decidió escapar
también, evitando enfrentarse directamente al colérico brujo.
Esa noche, el brujo
encendió una fogata en el patio. El humo espeso del tabaco llegaba hasta las
ramas altas de la Lupuna, que parecía observar la escena desde su altura
sagrada.
Durante horas, el hombre
giró alrededor del fuego murmurando palabras que nadie entendía, como si
hablara con presencias invisibles. Al amanecer, llamó a su hija. La obligó a
desnudarse y la roció con agua de hierbas. Con una rama le golpeaba suavemente la
espalda, no como castigo, sino como quien barre un mal que no se deja ver.
Después le alcanzó un
jarro oscuro. Bechi lo bebió sin resistencia. Apenas el líquido le tocó los
labios, sus párpados se cerraron. El brujo la recogió en silencio, la cubrió
con una sábana blanca y la recostó sobre un lecho de hojas frescas, como si la devolviera
al bosque.
El brujo ayunó dos días y dos noches, mientras Bechi dormia. Al tercer día
despertó llorando inconsolablemente, mientras su padre tocaba una flauta de
madera con un aire triste y desgarrador. Esa tarde, tras una comida en
silencio, el brujo anunció que al amanecer debían partir a un lugar lejano.
Madre e hija agacharon la cabeza sin oponerse.
Mientras tanto, Antón
intentó acercarse a la casa de su amada. En el camino se topó con una serpiente
erguida que le cerró el paso. Sus ojos rojos ardían como brasas, y su lengua se
agitaba como látigo. El joven retrocedió, pálido y enfermo, hasta que vomitó
sin control. Sus padres llamaron al médico, quien lo halló con el pulso
alterado y la respiración jadeante. Lo calmó con una inyección que lo sumió en
sueño profundo. Al despertar, volvió a temblar, acurrucado en un rincón,
dominado por un miedo inexplicable.
Al tercer día, en plena
medianoche, escuchó la voz de Bechi llamándolo. Corrió hasta el árbol donde
habían sido felices y allí la encontró demacrada, llorando. La abrazó con
desesperación; los dos sollozaban en silencio, unidos como una sola masa frágil
bajo la pálida luz de la luna.
Al amanecer, la noticia
recorrió el pueblo. Los vecinos llegaron hasta la Lupuna, erguida en
medio de los sembríos, majestuosa y muda. Allí, colgados de una rama baja,
pendían Bechi y Antón. La mañana era fría y amenazaba llover. El viento los
balanceaba suavemente, como si el árbol mismo los meciera en su último abrazo.
Bajo los pies de la
muchacha, la tierra estaba manchada de un rastro oscuro que se deslizaba entre
las hojas. Nadie se atrevió a decir palabra; el silencio era más elocuente que
cualquier grito.
Cuando llevaron la noticia al brujo, éste no se inmutó; continuó tocando su
flauta, más triste que nunca.
Por la noche, cada familia velaba a su muerto. En la casa de Antón la
congoja era intensa: amigos y vecinos lo lloraban entre gritos de dolor. En la
de Bechi, en cambio, el ambiente era sombrío y casi desierto. La única que
gemía discretamente era la madre; el brujo permanecía en silencio, con los ojos
encendidos.
Entonces ocurrió lo
insólito. En el velorio de Antón, una chicharra irrumpió en la sala, zumbando
con furia. Dio vueltas estridentes hasta que, de pronto, se precipitó hacia el
padre del muchacho y se introdujo en su garganta. El hombre se retorció
asfixiado ante la mirada atónita de todos. Nadie alcanzó a reaccionar. En
cuestión de instantes, cayó inerte. Cuando le abrieron la boca, la chicharra
salió lentamente y se perdió en la oscuridad con un ruido ensordecedor.
Desde entonces, cuentan
que el brujo juró vengarse de toda la familia de su enemigo y que poseía el
poder de transformarse en el animal que deseara. La historia quedó grabada en
la memoria del pueblo, junto al árbol imponente que fue testigo del amor y la
tragedia.
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