En La ausencia, Pablo Rodríguez Prieto nos sumerge en la vida de Doña Mercedes, una madre consumida por el dolor y la culpa tras la partida de su hijo Camilo al reformatorio. Seis meses después, él regresa inesperadamente, con un aire renovado y un discurso de éxito que pronto se revela superficial. Entre promesas vagas, silencios incómodos y un comportamiento cada vez más inquietante, el reencuentro reabre viejas heridas y expone las grietas irreparables en la familia. La esperanza y el miedo conviven en un hogar donde cada ruido puede ser una amenaza y cada ausencia, un presagio. La historia avanza hacia un desenlace devastador, donde la vergüenza y la traición se imponen sobre cualquier atisbo de redención.
La ausencia
Pablo Rodríguez Prieto
La ausencia del hijo dejó una herida abierta que el lento pasar del tiempo
no lograba sanar. Era una llaga silenciosa, profunda, que palpitaba día y
noche. Al despertar aquel día, no sintió ganas de levantarse. No tenía apetito,
perdía peso y cada vez le resultaba más difícil enfrentar las tareas diarias.
Doña Mercedes sentía que llegaba al final de sus días. Las tareas cotidianas,
antes ligeras, ahora eran montañas imposibles de escalar. Nada la consolaba.
Con el alma hecha jirones, no encontraba respuesta a la pregunta que la
consumía: ¿en qué había fallado como madre? Lamentaba, en todo momento, haber
sido complaciente.
Habían transcurrido seis meses desde aquel día aciago en que Camilo fue
enviado al reformatorio. La ciudad ya había olvidado el escándalo; en las
calles, su nombre se había convertido en un murmullo extinguido. Pero en el
corazón de Doña Mercedes, la herida seguía abierta. Recordaba palabra por
palabra lo que le dijeron las autoridades. Cada frase era una punzada en el
pecho, un filo en la carne. Todas dolían.
Las calles de Chiclayo, esa mañana, parecían distintas. Más limpias, más
ordenadas. El calor era mitigado por una brisa suave que acariciaba los
rostros. Camilo Rosales caminaba de regreso a casa con la misma arrogancia de
siempre. Avanzó por el jirón San Martín hasta llegar a la casa de su madre.
Tocó varias veces la puerta. Pensó que no había nadie y cuando estaba por
marcharse, ella apareció en el umbral: su figura era frágil, encorvada,
enferma.
La abrazó con la fuerza de aquel último adiós en el Centro de Rehabilitación Juvenil. Ella había imaginado que lo vería en la siguiente visita… pero nunca volvió a encontrarlo allí. Ahora, con las preguntas amontonadas en la garganta, atropellándose entre sí, solo logró decir:
—¿Por qué? mientras una tímida lágrima se deslizaba por su mejilla.
—Calma, mamá. Todo está bien —respondió él, con la seguridad de quien no
teme—. Todo está bien.
Comenzó a contar anécdotas recientes con desparpajo, ignorando lo que ella
necesitaba saber. Una sonrisa ancha, cargada de cinismo, se dibujaba en su
cara.
—En unos días es mi cumpleaños —dijo—. Pensé que te alegrarías de verme
para celebrarlo juntos. Dejemos los melodramas, por favor —añadió con ironía.
En pocos días cumpliría la mayoría de edad. Estaba más robusto, con algunos
kilos de más, bien vestido, con ropa nueva y zapatos lustrados; parecía otro.
Hablaba con un aplomo que antes no tenía.
—Tengo un buen trabajo; me va muy bien —dijo, camino al baño.
Ella lo miraba con asombro, sin reconocerlo. La angustia que la había
consumido esos meses parecía ajena a su hijo. Él hablaba de viajes, aventuras y
paisajes lejanos como si el encierro no hubiera existido. Ella quiso contarle
lo que pasaron cuando la policía vino a buscarlos: fueron vejados, humillados y
maltratados. Pero él ignoró sus palabras y cambió de tema.
—Me quedaré unos días en Chiclayo —afirmó, convencido de su lugar en la
casa—. Luego me llevaré algunas cosas que necesito.
Entre sus historias apareció un maestro joyero, un artesano de manos
prodigiosas que le había enseñado un oficio lucrativo.
—Muy pronto seré millonario —afirmó.
Ella lo escuchaba sin reconocerlo. Él metió la mano en el bolsillo y sacó
una gruesa billetera. Ella rechazó el dinero que intentó darle. Se estremeció
al imaginar su origen.
—Necesito descansar un poco —dijo, y se dirigió a su dormitorio. Allí
descubrió que no quedaba nada suyo.
—Aquí ya no hay nada tuyo, hijo —le dijo—. Tu padre se deshizo de todo.
—No importa. Dormiré en el mueble —respondió él, sin perder su aire de
pertenencia.
—Esperemos que regrese tu padre; entonces conversaremos.
—Bien, aprovecharé para saludar a unos amigos —dijo, saliendo a la calle.
Prometió volver en la noche.
Su regreso había causado más heridas que alegrías. La señora Mercedes no
supo cómo contárselo a su esposo. Entre lágrimas apenas pudo explicarlo. Al
recibir la noticia, él se llevó la mano al pecho y dijo:
—Me va a matar…
Y no habló más. Un ligero desvanecimiento lo obligó a sentarse mientras se aflojaba
la camisa. Le faltaba el aire.
Pasaron dos días sin señales de Camilo. Ella, con la escoba en la mano,
barría la vereda esperando escuchar algo. Nadie lo había visto. No andaba por
el barrio. Sintió alivio: no tendría que dar explicaciones ni aguantar
comentarios venenosos.
Al tercer día volvió, con la misma ropa, ahora sucia y maloliente. Pidió
comida sin perder su aire altivo. Dio excusas infantiles. Ella no respondió; ya
sabía lo que eso significaba. Se quedó dormido en el sofá. Cuando su padre
llegó, intentaron despertarlo, pero fue inútil.
A la mañana siguiente, la puerta estaba abierta. Camilo se había marchado.
Al partir, había revuelto la casa buscando sus pertenencias. Recordaba haber
ocultado algo entre ellas. La incertidumbre y la angustia se instalaron como
huéspedes eternos. Cualquier ruido era un sobresalto. Ella lo esperaba,
siempre.
Pasaron varios días. Era Domingo, el presagio de un
peligro inminente, acongojó a doña Mercedes al salir por pan y con el encargo de comprar un periódico. Al desplegarlo,
la imagen de Camilo cubría la portada. El titular sensacionalista lo acusaba de
un crimen atroz.
El pan cayó de sus manos. Estupefacta, se cubrió el rostro. Llegó a casa
trastabillando, sin el pan y con el periódico arrastrando como sus pasos. Se
desplomó al cruzar la puerta, alarmando a su esposo.
El hijo ingrato había vuelto… trayendo, otra vez, la vergüenza que empujó a
sus padres a la sala de urgencias del hospital regional.
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