El constructor de sueños

 El constructor de sueños es un relato nostálgico que nos transporta a la infancia de un barrio cálido y abierto, donde la amistad, la imaginación y los juegos sencillos llenaban las tardes. Allí, el hijo de un pastor extranjero —al que todos llamaban “el gringo”— dedicaba su tiempo a confeccionar cometas para los niños, regalando no solo juguetes de papel y color, sino también momentos de alegría y complicidad. Entre aromas de lluvia, casas abiertas y risas compartidas, la historia culmina con el vuelo inolvidable de una cometa que, perdida en el cielo, se convierte en símbolo eterno de los sueños que nunca dejan de volar.


El constructor de sueños

Pablo Rodríguez Prieto

El gringo Eglinton era pastor evangélico, pero su vida no cabía en un solo oficio. Distribuía su tiempo para servir a la comunidad, dando servicios tan diversos como erráticos. Sacaba muelas y curaba enfermedades con una porción milagrosa de azúcar. Era mecánico y reparaba un motor viejo que nadie más se atrevía a tocar con la misma facilidad con que sembraba lechugas, zanahorias o mangos. Bautizaba y casaba a su feligresía y, al rato, estaba elaborando mermeladas. Aquel hombre, delgado y de sonrisa inagotable, parecía tener un don secreto para no pertenecer nunca del todo a la tierra ni al cielo.

Vivía con su esposa y dos perros tan flacos como él, que lo acompañaban como si fueran su sombra. Una vez al año, en agosto, la rutina cambiaba: llegaban sus hijos desde Inglaterra, trayendo con ellos un aire distinto, un soplo de otro mundo.

—¿Dónde queda Inglaterra? —pregunté una vez en casa.
—Muy cerca de España…
—¿Y dónde queda España?
—Donde nació el abuelo —escuché decir.

Yo no entendía de mapas, pero esas palabras abrieron en mí un horizonte enorme, tan grande como el cielo donde solíamos volar nuestras cometas.

Cierro los ojos y vuelvo a vivir: la fragancia que trae el viento, el olor a hierba fresca recién cortada, el calor de la tarde, el sol que nos quemaba la piel, el sonido de la lluvia y el olor a tierra mojada, la risa de mis amigos, la voz de mi madre llamándome desde lejos, los colores del atardecer, el color de nuestras casas y el color de mi cometa.

Después de almuerzo, el calor era intenso. Los mayores hacían la siesta, por lo que era la mejor hora para nosotros. Todo estaba permitido. Nuestras casas nunca se cerraban y todos entrábamos y salíamos a la que quisiéramos.

Sentado en el suelo, el “gringo” —como llamábamos al hijo del pastor— dedicaba sus horas libres a confeccionar cometas de acuerdo con nuestros caprichos. Era el centro de nuestras tardes. Comprábamos el “papel cometa” en la tienda de doña Lucha, a peseta el pliego, y el vuelto lo recibíamos en caramelos.

Al parecer nos entendía, pero siempre nos respondía en inglés, idioma que —lógicamente— nadie comprendía y que nos causaba risa por la forma en que lo pronunciaba. Era mayor que nosotros, tenía unos quince años, pero era un niño más a nuestro lado. Rodeado de los compañeros del barrio, desataba su creatividad con una sonrisa eterna, igual a la de su papá. Todos soñaban con tener una cometa hecha por el gringo, y él las construía. El rubio de sus cabellos llamaba la atención de muchos, que, sin poder contenerse, lo acariciaban. Nunca se incomodaba: parecía entender la curiosidad.

El sonido de las tijeras recortando, el olor del engrudo, el crujido del papel tensándose en el armazón de carrizo… todo eso era parte de la ceremonia. Esperábamos con paciencia mientras dábamos cuentas de los caramelos entregados por doña Lucha.

Terminado el primer encargo, era el “gringo” quien hacía volar la cometa. Una vez en el aire, la entregaba a su dueño tras recibir una moneda de cualquier valor, que aceptaba con reverencias, sin tener conocimiento real de lo que significaba. Luego se sentaba de nuevo en el piso y reanudaba su labor. Hacía cometas muy graciosas y combinaba los colores como le pedían. Cuando alguien no podía comprar el papel, él se ingeniaba con los recortes sobrantes y construía —muchas veces— la cometa más vistosa, de mil colores.

Frente a nuestras casas, la calle tenía una ligera pendiente donde, para suerte nuestra, corría una brisa constante que nos permitía correr unos metros y hacer que las cometas volaran con facilidad y quedaran suspendidas, sacudiéndose con alegría.

Esa tarde me tocó ser el último en recibir el juguete. Era la más grande, la más vistosa y la más colorida. Había usado, para las alas y la cola, los retazos de papel que le habían sobrado de otros trabajos. Era un experimento para él, pues yo había comprado dos pliegos del mismo color. Se levantó con la cometa —que era de su tamaño—, corrió un poco riéndose como un niño y todos quedamos boquiabiertos cuando el viento la elevó con suavidad. La vimos ascender, balanceándose, hasta encontrar su propio equilibrio en el aire. Jugó con ella un rato, quitándole y dándole hilo. Sonreía y saltaba de alegría. Luego me entregó el ovillo que sostenía, era la envidia de todos los chicos del barrio.

Uno por uno, todos cogían un momento mi cometa y se retiraban sin que yo me diera cuenta, tan emocionado como estaba. Me fui quedando solo. Ya atardecía cuando escuché la voz de mi madre. Decidí ignorarla un poco y el tiempo voló, como lo hacía mi cometa.

—¡Te tienes que bañar! —me gritó mi madre, ya caída la tarde. Pero incluso ella, al acercarse, se quedó un momento mirando el cielo, fascinada.

La cometa cascabeleaba con el viento, “pidiendo más hilo”. Yo la complacía y desenredaba el ovillo sin medir consecuencias. En el momento menos pensado, el hilo se soltó de mi mano y se alejó en un abrir y cerrar de ojos. Corrí tratando de recuperarla, pero ya era tarde.

A lo lejos, el hilo se enredó en la rama de un árbol y ahí se detuvo. La cometa siguió volando con elegancia. La noche caía, pero en lo alto la cometa seguía encendida por la última luz del sol, como si se negara a morir. Mi madre tomó mi mano y, consternados, nos alejamos.

Hoy, cuando cierro los ojos, todavía la veo suspendida, enredada en aquel árbol, volando para siempre. En esa cometa se quedaron muchos de mis sueños, y quizá también la certeza de que algunos nunca regresan, pero siguen ahí arriba, recordándonos que una parte de nosotros siempre quiere volar.

 



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