Corazonada

En las sofocantes calles de Chiclayo, Camilo Rosales —un joven altivo— camina con la seguridad de quien cree dominar su destino. Mal estudiante, amante de la vida nocturna y de amistades peligrosas, vive al filo de la ley… hasta que una noche es detenido y, de forma inesperada, sentenciado a un año en un centro de rehabilitación juvenil.

Su madre, guiada por una corazonada, acude tarde para impedirlo, convencida de que en ese encierro su hijo cambiará. Pero Camilo no piensa en redención. Entre burlas, estrategias y silencios calculados, gana respeto entre los internos y espera su momento. Tres meses después, desaparece sin dejar rastro.

Corazonada es un cuento realista urbano con final sorpresivo sobre orgullo, astucia y el espejismo de la invulnerabilidad juvenil.


Corazonada

Pablo Rodríguez Prieto

La mañana ardía en las calles de Chiclayo. El aire, espeso y caliente, parecía derretir el asfalto. Camilo Rosales caminaba sin apuro, dejando que el sudor le resbalara por la frente y el cuello. No lo incomodaba: lo hacía sentirse vivo. Llevaba el pecho erguido, los hombros hacia atrás y la cabeza en alto. Cada paso era deliberado, como si desfilara. Su mirada, fija y distante, evitaba el contacto con los demás. Irradiaba una sensación de superioridad, mirándolos con arrogancia y desdén.

Camilo Rosales, con sus diecisiete años recién cumplidos, mostraba un cuerpo atlético y fornido, lo que le daba la apariencia de ser mayor. Siempre había sido mal estudiante y abandonó el colegio a pesar de los ruegos de su madre, la señora Mercedes. Trasnochador empedernido y amante de la compañía de amigos —primero del barrio y luego de cualquier lugar—, que supieran beber, hablar fuerte y reír más fuerte todavía. Los prefería siempre por encima de los consejos y regaños constantes de casa.

Con ellos pisó barrios donde la violencia no se escondía y la ilegalidad era parte del paisaje. Siempre salía bien librado, lo que le daba una falsa seguridad. Los amigos —en su mayoría mayores— lo acompañaban en las juergas, pero, cuando la cosa se ponía fea, se desvanecían como humo.

Aquella tarde, los pasillos del burdel más grande de la ciudad lo recibieron con música ronca, perfume barato y olor a alcohol. Buscaba a quien creía su mejor amigo cuando, de pronto, un brazo le cerró el cuello desde atrás.

—Ya, suéltame… —atinó a decir, riendo.

No hubo respuesta. Lo empujaron contra el suelo. Sintió una rodilla clavarse en su espalda y el peso de una bota aplastándole las costillas. Le gritaban, pero las palabras le llegaban rotas. Lo arrastraron afuera y lo arrojaron dentro de una camioneta.

Terminó, sin entender por qué, en los calabozos de la comisaría. Antes ya había estado en ese lugar —lo reconoció de inmediato— y estaba seguro de que, como la vez anterior, también sería liberado por ser menor de edad. No se preocupó.

Debió hacerlo cuando lo llevaron a una audiencia rápida —ante la ausencia de sus padres, a quienes había decidido no llamar para evitar la reprimenda—, donde, de forma sospechosa, fue sentenciado a un año de internamiento en el Centro Juvenil de Diagnóstico y Rehabilitación “José Quiñones Gonzales”. Pero tampoco lo hizo.

Enmarrocado y sonriendo, salió de la sala como si nada. Lo subieron a una camioneta desvencijada del Poder Judicial. La sentencia hablaba de “reinserción social”. Él solo pensaba en la historia que le contaría a su madre cuando volviera a casa esa misma noche.

—Tengo una fuerte corazonada —dijo la madre de Camilo a su esposo antes de apagar la luz al acostarse.

—Tonterías tuyas —contestó agriamente este—. Siempre dices lo mismo y nunca pasa nada.

—Felizmente, hasta ahora ha sido así, pero esta vez siento que está pasando algo malo cerca de mí —insistió, afligida, la señora Mercedes.

—¡Duérmete ya! —respondió cortante.

Los presentimientos se hicieron realidad a la mañana siguiente. Muy temprano, mientras barría la vereda, una vecina se acercó.

—Señora… dicen que a Camilo lo detuvieron. Lo acusan de robo agravado y lesiones graves.

Un fuerte dolor en el pecho la hizo retroceder. Sintió de pronto el peso de los años y el ataque certero de un puñal en el corazón. La señora Mercedes suspiró, no respondió. En silencio enjugó una lágrima.

La presencia de la madre, luego de varios días, alegró al muchacho, quien supuso que había llegado el momento de su libertad. Se fundieron en un largo abrazo, entre los llantos de la madre y las risas del irresponsable joven. Camilo la separó, instándola a iniciar las gestiones para su salida.

—Mamá, haz los trámites y sácame de aquí —dijo, como si fuera cuestión de firmar un papel.

La envejecida mujer tardó muchas horas en explicarle cuál era su situación.

—Hijo… la condena es por un año.

—¿Un año? No, no… —negaba él—. Yo no hice nada.

—Nada es cierto, mamá —dijo Camilo—, no sé de qué me estás hablando —insistió, negando cualquier participación delictiva y echándose a llorar para reforzar su versión.

—La sentencia es por un año —recalcó su madre, sin dejar de llorar—. ¡Por un año! —insistió.

Antes de despedirse, fundidos en un nuevo abrazo, su madre le dijo que creía en su inocencia y que siempre estaría a su lado.

—El tiempo pasa volando —agregó, con la seguridad de que, por fin, podría saber dónde estaba su hijo. Pensaba también —aunque ingenuamente— que en ese lugar corregirían a Camilo.

—¿Qué puedo hacer y qué me dejan hacer? —preguntó él, al ver partir a su madre.

—Solo obedecer y portarte bien —le respondió Mercedes, soplándose los mocos al salir.

La partida de su madre, por primera vez, entristeció al rebelde y desenfrenado mozalbete. Juró, en ese mismo instante, que pronto estaría de vuelta en casa.

—¡No podrán retenerme! —gritó con todas sus fuerzas. Risas forzadas, sarcásticas y burlonas de sus compañeros de encierro acompañaron su juramento.

Camilo no se dejaba intimidar. Cada día era un reto. Planeaba su salida mientras escuchaba y aprendía de las debilidades ajenas. Evitaba peleas, marcaba su territorio y nunca se quejaba de las incomodidades ni de la comida —que nunca era buena—. En poco tiempo, había ganado respeto.

Pronto se integró al equipo de cocina y, en todo momento, mostró eficiencia en su trabajo. Aprovechó el puesto para escoger su alimentación y disfrutar, merecidamente, de algunas consideraciones que otros internos no tenían. En la cocina —como en el resto del centro— nunca confiaba en nadie. Jamás compartió sus planes.

Una mañana, luego de tres meses de encierro, Camilo Rosales no respondió al llamado de su nombre. Había logrado su objetivo y nadie se dio cuenta.

La investigación reveló su método: se escondió en el contenedor cilíndrico donde se arrojaban los desperdicios. Bajo hojas de maíz, coles y lechugas podridas, viajó en la plataforma de un camión hasta la libertad.

Camilo cumplió su palabra: estaba libre.

 



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