Carlos Zuker, un joven carismático en su
último año de colegio intenta recomponer los recuerdos de una noche de fiesta
que terminó en violencia. Aislado en casa y con el cuerpo dolorido, recibe de
su padre una metáfora sobre la vida como un vuelo, sin imaginar que sus últimos
días avanzan con rapidez. Entre recuerdos, amistades y amores juveniles, la
historia se dirige hacia un desenlace tan inesperado como inevitable.
Buen viaje
Pablo Rodríguez Prieto
Los últimos días que asistió al colegio, Carlos Zuker se dedicó a recoger
fragmentos de información, intentando reconstruir lo que había ocurrido en la
fiesta del Club Naranja. Seguía sin recordar nada. Sabía que había bebido, sí,
un poco más de lo habitual, y aceptaba que tal vez allí había comenzado todo.
Lo que escuchó después lo llevó a sospechar que la pelea se había encendido por
los celos de su rival.
Ese fin de semana decidió quedarse en casa. No por falta de ganas de salir,
sino porque el dolor que le atravesaba el cuerpo era insoportable. Lo habían
golpeado con tal brutalidad que había perdido el sentido.
El sábado durmió casi todo el día. El domingo amaneció con mejor semblante,
lo que bastó para arrancarle una sonrisa de alivio a su madre.
Al almuerzo de ese día acudieron varios amigos de la familia, entre ellos
un piloto retirado que, desde hacía tiempo, era jefe de operaciones de vuelo
del aeropuerto. Su trabajo era más bien simbólico: apenas un vuelo diario y, en
contadas ocasiones, dos, como aquella vez lejana en que el presidente de la
república visitó la región. El resto del tiempo lo dedicaba a relaciones
públicas y charlas amenas.
El piloto y Ernesto Zuker se habían hecho amigos. A menudo, aquel hombre
compartía con él historias de sus días en el aire, anécdotas de viaje y hasta
sueños imposibles, como el de traer junto a sí a un hijo adolescente que decía
tener en algún lugar remoto, pero al que nunca visitaba.
Su conversación siempre amena y cargada de anécdotas lo había convertido en
un invitado habitual en la casa de los Zuker. Esa tarde coincidió que se
encontraran el piloto y Carlos.
Al presentarlos, Ernesto, que rara vez hablaba de ese modo con su hijo,
aprovechó para dejarle un mensaje:
—Tu vida es como un avión —dijo, mirándolo con gravedad—. Tú eres el
capitán y estás comenzando tu vuelo. La torre de control está cerca; te da el
parte del tiempo, la velocidad del viento, la posibilidad de tormentas. Este es
tu vuelo de prueba. Viajas solo. En algún momento subirá a bordo alguien que te
traerá niños y formarás una familia. Entonces te alejarás de la torre y serás
tú quien decida el rumbo.
Cuando tengas que aterrizar en algún lugar lejano, otra torre te guiará. Tú decidirás cómo descender y cuándo volver a despegar. Habrá paradas necesarias —llámales vacaciones— que servirán para recargar combustible, renovar fuerzas y trazar nuevas rutas.
Y cuando decidas regresar, esta humilde torre de control te recibirá con los brazos abiertos, deseosa de abrazarte y felicitarte por tus logros, por tu familia. No olvides que, como torre, también podré comunicarme con otras y sabré de tus tormentas y de tus largos vuelos en calma.
—Suerte y éxitos, campeón —intervino el piloto con entusiasmo.
—Buen viaje, hijo —remató Ernesto, abrazándolo, sin saber que tal vez
hablaba de un viaje más largo del que imaginaba.
Carlos hizo una mueca de dolor y se llevó la mano al costado derecho. Dejó
a su padre conversando con el invitado y, sin hacer ruido, se retiró a buscar
las pastillas de su madre. Quiso volver a la mesa, pero no pudo: algo en su
interior se deterioraba con rapidez.
Tendido en su cama, recordó una tarde de regreso del colegio. Caminaba
junto a Margarita Zaplana, la hija del farmacéutico. En medio de la charla, al
llegar a un charco, le tomó la mano sin pedir permiso.
—No te sueltes, que te caes —dijo, provocando que ambos rieran.
Disfrutaban del momento hasta que apareció Mavel, su novia, conocida por
todos en el lugar. Carlos intentó abrazarlas, pero las dos lo apartaron al
mismo tiempo. Él, siempre tan locuaz, se quedó sin palabras, balbuceó algo
incomprensible y se encontró solo en mitad de la calle. Miró alrededor, sonrió
como si nada y siguió su camino, pensando ya en sus planes para esa noche.
Recordó también la belleza discreta de Margarita: cuerpo esbelto, porte
atlético, capitana del equipo de vóley del colegio Inmaculada, buena alumna y
decidida a estudiar medicina en la capital. En sus ratos libres —que eran
pocos— se la veía en el mostrador de la farmacia de su padre, siempre vestida
con sencillez. La cortejaba sin éxito Melitón Cartagena, el más feo del salón,
pero hijo de un próspero empresario. Ella siempre decía que no, aunque él nunca
se daba por vencido.
Con esa imagen en la cabeza, y la cara de Melitón como contrapunto, Carlos
se quedó dormido. La noche fue un desfile de pesadillas que lo atormentaron
hasta el amanecer.
La lluvia cayó sin tregua toda la mañana siguiente, y eso le dio la excusa
perfecta para no ir al colegio.
Cursaba su último año de secundaria. Era el mayor de su promoción, alegre y
divertido, aunque su madre añadía otros dos adjetivos: picarón y coqueto. En
pocos meses cumpliría la mayoría de edad, y ella le había prometido regalarle
la motocicleta con la que soñaba desde hacía tiempo.
Ese día no probó el desayuno. Su respiración acelerada y las pupilas
dilatadas hicieron que Esmeralda Meléndez, inquieta, llamara al doctor Vicente
Noriega, padrino de Carlos y más amante de los negocios que de la medicina.
No contestó hasta el mediodía. Prometió pasar en unas horas, sin aclarar
cuántas.
La salud de Carlos empeoraba. A las cinco de la tarde respiraba con
dificultad. Su madre esperaba la llegada de Ernesto y la del médico.
A las cinco y media, Carlos apretó las manos de Esmeralda, llorando y
pidiendo perdón. Ella, pese a sus estudios de enfermería, no supo ver la
gravedad de lo que su hijo escondía.
Quince minutos después, su respiración se volvió lenta, calmada. Abrió los
ojos, miró el techo, soltó poco a poco las manos de su madre… y dejó de
respirar.
El padre y el médico llegaron casi al mismo tiempo. Solo pudieron asistir a
Esmeralda Meléndez, que, fuera de sí, se aferraba al cuerpo inerte de su hijo.
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