En medio de una temporada de lluvias interminables, Hanna y Thomas, una joven investigadora alemana y un profesor de filosofía, recorren la región andina recolectando testimonios sobre la pobreza. Sus pasos los llevan por paisajes inhóspitos y comunidades olvidadas, siempre bajo el peso de sus mochilas, cuadernos y un idealismo que resiste el mal tiempo.
Pero en la ruta hacia el Boquerón del Padre Abad, su viaje toma un giro
inesperado. Una detención forzada en la selva los enfrenta con un grupo armado
que, entre discursos contradictorios y amenazas, les revela una verdad cruda y
desbordada por la violencia.
Los Caminantes de la Lluvia
es un relato de tensión contenida, donde la esperanza choca con la brutalidad,
y el conocimiento no alcanza para explicar lo inexplicable. Una historia sobre
el riesgo de mirar de cerca, cuando la realidad se defiende con fusiles.
Los Caminantes de la Lluvia
Pablo Rodríguez Prieto
Era época de lluvias. Las precipitaciones eran abundantes y no pasaba un
solo día sin que cayera un aguacero. Eran escasos los días soleados. El clima
volvía melancólica y triste a la gente, que se resistía a realizar actividades
fuera de sus casas.
Pero Hanna y Thomas no aceptaban esa condición: caminaban bajo la lluvia
intentando mantener el optimismo. Llevaban trajes impermeables transparentes
sobre la ropa y botas de jebe que les cubrían hasta media pierna. Se habían
mimetizado con el paisaje, al punto de que nadie los veía como extraños.
Habían iniciado su travesía en Lima, haciendo escalas y visitando lugares
poco frecuentados. Hanna, recién egresada del Centro de Ciencias Sociales WZB
de Berlín, recorría Sudamérica como parte de un proyecto de investigación.
Thomas, profesor de filosofía, la acompañaba con entusiasmo. Ambos hablaban un
español lo suficientemente fluido como para conversar con los pobladores sin
dificultad.
Decidieron viajar por carretera para apreciar los paisajes de la ruta.
Querían conocer, en especial, la zona de Ticlio, un paso carretero a gran
altitud, cubierto de nieves perpetuas. Pasaron varios días en la sierra,
caminando por lugares inhóspitos, hablando con la gente. Ella tomaba notas. Él
fotografiaba. Visitaron pueblos, comarcas y ciudades. Les fascinaban los
paisajes, pero también les sorprendía la pobreza que encontraban a su paso.
Cada vez que podían, enviaban correspondencia desde las oficinas de
correos, aliviando así el peso de sus cuadernos de notas. Cada uno llevaba una
enorme mochila. En varias regiones les habían advertido sobre la presencia de
facinerosos en los caminos: antiguos remanentes de los movimientos subversivos,
mezclados ahora con asaltantes de carretera. Proclamaban discursos extraños y
contradictorios. Hablaban de justicias y venganzas que nadie entendía. Los
llamaban los Cumpas.
Nunca se habían cruzado con ellos. Esa suerte los animaba a seguir.
El siguiente destino era el Boquerón del Padre Abad, en las estribaciones
orientales de los Andes, donde nace la llanura amazónica. Al llegar a Tingo
María, donde permanecieron varios días, recopilaron información sobre ese tramo
de la carretera. Sabían de los riesgos: huaicos, deslizamientos, bloqueos
repentinos. Con provisiones extras —por si ocurría algún imprevisto— se
dispusieron a tomar el primer vehículo hacia su objetivo.
Eran las siete de la mañana. Con mochilas y vituallas, llevaban más de una
hora sentados en la vereda de una tienda a la salida de la ciudad cuando
apareció un bus procedente de Lima, rumbo a Pucallpa. Corrieron hacia él y
subieron con dificultad, por el peso de sus bultos. A pesar de que el vehículo
ya iba lleno, el conductor los aceptó. Una práctica común para ganar algo más.
Se acomodaron en el pasadizo, sobre sus mochilas.
La marcha del bus era lenta, tal vez por el exceso de peso o las
limitaciones mecánicas de su viejo motor. Sea como fuere, Hanna comentó entre
risas que no había sido una buena elección. Ambos rieron con complicidad.
Un señor mayor, de espíritu conversador, les preguntó a dónde se dirigían.
El diálogo fue largo, aunque poco claro: confundía los nombres de los lugares,
pero les resultó simpático.
Tras casi dos horas de viaje, el bus se detuvo detrás de una larga fila de
vehículos. Nadie sabía qué ocurría. Algunos murmuraban que había un derrumbe.
Pero el señor que hablaba con Thomas observó la zona y afirmó con seguridad:
—Ya estamos en la entrada del Boquerón.
Todos miraban por las ventanillas, muchos aún medio dormidos, sin entender
lo que pasaba. Entonces, el chofer gritó:
—¡Nadie se mueva de su asiento!
—Son los cumpas —dijo alguien desde el fondo del bus.
—Piden una colaboración para su causa —añadió otro.
Uno de los conductores, visiblemente nervioso, pidió calma. Sugirió que se
hiciera una colecta para entregarla a los “compañeros” antes de que la
situación se tornara peligrosa. La mayoría estuvo de acuerdo, aunque surgió
desacuerdo sobre cuánto aportar.
La discusión fue interrumpida por dos hombres encapuchados que subieron al
vehículo con fusiles en la mano. Se dirigieron a los pasajeros con voz pausada,
pidiendo disculpas por los inconvenientes. Uno de ellos explicó el propósito de
los llamados “cupos de guerra”:
—Es una colaboración voluntaria para quienes luchamos por una patria libre
—dijo, mientras descendía del bus.
Otro lo reemplazó de inmediato y apuntó su arma sin titubeos.
Los pasajeros, atemorizados, comenzaron a echar billetes en una bolsa.
Cuando esta fue entregada, apareció otro grupo. Uno de ellos subió al vehículo
y exigió que todos mostraran sus documentos.
—¡Todos con su identificación en la mano! —ordenó a gritos.
Hanna y Thomas entregaron sus pasaportes. El hombre descendió con todos los
documentos y se internó en el bosque, mientras otros cuatro los apuntaban desde
fuera.
Los vehículos que antes estaban estacionados ya habían partido. El bus
quedó solo, en medio de la carretera, rodeado de selva.
Tras una espera que pareció eterna, el hombre regresó con los documentos y
llamó a los choferes. Tras un breve diálogo, les entregó un paquete. Luego,
volvió a subir, acompañado de otro armado.
—¡Tú! ¡Tú! ¡Tú! ¡Y ustedes dos! ¡Bajen! —gritó, leyendo algunos nombres y
apuntando.
—Con todas sus pertenencias —agregó otro.
Las personas señaladas descendieron, entre ellas Hanna y Thomas.
Sin decir una palabra, los choferes reanudaron la marcha y se alejaron,
dejando a los seleccionados bajo el control de los Cumpas.
Hanna intentó explicar su presencia allí:
—Estamos investigando las causas de la pobreza en esta zona —dijo con voz
firme—. Queremos ayudar a las comunidades, no causar problemas.
Nadie respondió. Le dieron la espalda.
Uno de los hombres le ordenó a Thomas que atara a las otras personas, quienes, presas del pánico, se arrodillaron suplicando clemencia. Sin previo aviso, uno de ellos fue arrastrado por dos hombres hacia el bosque. Otro cargó los objetos bajados del bus, entre ellos las mochilas. Poco después, los gritos fueron silenciados por el sonido seco de varios disparos.
Un hombrecillo de estatura media emergió de la espesura. Era, sin duda, el
líder. Levantó la mano y su grupo se formó detrás de los prisioneros. Ordenó
que los echaran al suelo. Luego pronunció una arenga en un español apenas
comprensible.
A continuación, pidió que los ataran de pies y manos. Uno de los
encapuchados al sentir que Hanna lo observaba, evito mirarla. Tenia los ojos
rojos, tal vez por el cansancio.
Thomas recibió un sobre cerrado. Dentro, un pliego de reclamos. Su misión:
entregarlo a las autoridades militares de la zona. La advertencia era clara: no
volver a cruzarse en su camino.
Después, desaparecieron entre los árboles, dejando a Hanna, Thomas y los
otros, atados, confundidos, aterrados, solos, en medio de la carretera.
Pasaron muchas horas, en las cuales los conductores, al verlos, los
esquivaban, seguros de que desde el bosque eran observados.
El sol descendía
sin prisa, desdibujando los contornos de la selva. El calor, espeso, parecía
pegado a sus cuerpos inmóviles. Al llegar el final del día, por
fin fueron rescatados por una patrulla militar que había sido avisada del
suceso.
Llegó la noche y comenzaron a caer las primeras gotas, sintieron que algo
de humanidad regresaba con la lluvia. La vida continuaba.
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