En este cuento entrañable y sutil, un niño y su abuelo comparten un ritual aparentemente sencillo: comenzar una historia con la fórmula “Había una vez…”. Sin embargo, detrás de cada interrupción infantil y cada gesto resignado del abuelo, se esconde un vínculo profundo, cargado de afecto, paciencia y aprendizaje.
Una historia breve, pero poderosa, sobre el amor que se transmite en las
palabras —y en los silencios— compartidos entre generaciones.
Había una vez
Pablo Rodríguez Prieto
Había una vez… Así solía
comenzar mi abuelo cada historia, aunque —a decir verdad— creo que ni él mismo
creía del todo en esa fórmula. Había una vez… Quizá sí hubo una vez, sí hubo un
momento, pero nadie podía decir con certeza dónde o cuándo. Yo solía hacérselo
notar, y él dudaba un instante, apenas perceptible, para luego continuar su
relato como si nada.
Lo curioso era que, antes de pronunciar aquella frase mágica, me lanzaba
una mirada rápida, como anticipando la interrupción. Y entonces, sin darme
espacio, se apresuraba a comenzar su monólogo, con la esperanza de que esta vez
no lo detuviera.
No podía, o tal vez no quería, evitar decirlo. Y una vez más, comenzó:
—Había una vez una familia de alegres gorriones que vivía feliz en una
casita colgada de un árbol...
—¿Por qué dices “había una vez”? —lo interrumpí, curioso—. ¿Ya no están
vivos los gorriones? ¿Cuándo se murieron? ¿O se fueron volando a otro lugar?
Él soltaba el
cuento en el aire como si fuera humo, y se quedaba con las ganas de continuar.
—¡Vamos! —exclamó, y con un gesto de resignación, dejó la historia a medio
camino.
Algún tiempo después, intentó cambiar la fórmula por un solemne: “Érase
una vez…”. Pero su voz vaciló. Sonaba ajena, impostada. Yo me apresuré a
corregirlo. Él, en silencio, trató de evitar el debate que sabía inútil, porque
si comenzábamos a discutir, la historia jamás llegaría a contarse. Pero no le
salió. Le quedó como disfraz. Yo lo noté. Él también.
El cuento se perdió otra vez.
Pero en los casos en los que, en realidad, no quería contar nada, el
abuelo, muy despacio, con voz casi reverente, decía:
—Había una vez…
Y se quedaba en pausa, esperando mi inevitable comentario.
Un día de los tantos que compartimos juntos, estábamos sentados en un
restaurante, lejos de casa y de mamá. El abuelo me tenía tomado de la mano,
como si quisiera asegurarse de que estuviera a su lado en ese instante. Mientras
esperábamos la comida, me pidió que no lo interrumpiera, pues tenía algo
importante que decir. Le observé el rostro, tratando de medir el peso de sus
palabras. Desvió la mirada y movió la cabeza, como si intentara ordenar lo que
llevaba dentro.
—¿Qué dices, abuelo? —le interrumpí, una vez más.
—Te pedí que guardaras silencio —refunfuñó—. ¿No fui claro?
—Pero, abuelo… —intenté justificarme, sin lograrlo.
En ese momento llegó la camarera, una joven que dejó un vaso de jugo frente
a mí y, al hacerlo, me acarició el cabello con ternura.
—Por favor… silencio —insistió él.
Lo intenté, por lo menos el tiempo que tenía la boca llena. Mi abuelo tenía
una alegría contenida que no lograba entender. Una chispa, casi divina, iluminaba
sus ojos. Cuando terminó su plato, se levantó. Yo le seguí, todavía con el
sabor del jugo en la boca, tratando de explicar que no fue mi intención
interrumpir.
—Cuando quiera tu opinión, te la pediré —dijo sin dureza—. Por ahora,
sígueme en silencio.
Cruzamos la calle e ingresamos a una de las tiendas más grandes de la
ciudad. Me retrasé en la entrada, mirando con curiosidad un televisor muy
grande que encandilaba con sus colores brillantes. Luego corrí tras él. Me
esperaba con paciencia.
Me miró de frente y preguntó, con voz baja:
—¿Recuerdas que una vez dijiste que querías una patineta?
Pareció restarles importancia a sus propias palabras y dio unos pasos más.
Luego añadió:
—¿Qué te parece si la compramos hoy?
Su rostro se iluminó con una sonrisa que parecía anticipar una lluvia de
palabras. Pero no dije nada. Me quedé paralizado por la sorpresa. Al notar mi
silencio, giró hacia mí, divertido.
—Nada que decir, ¿eh? Pues vamos. La compraremos. Luego me cuentas qué te
parece.
Lo dijo como si
dijera “hoy va a llover”. Sin épica. Sin misterio.
—¿Abuelo… es en serio? —pregunté, incrédulo—. No te creo. En verdad no te
creo.
Cuando salimos de la tienda, yo cargaba la patineta abrazándola como si
fuese un perro. El abuelo parecía tan feliz, o quizá más, que yo.
—Había una vez un niño que siempre interrumpía... —dijo, sonriendo.
Y luego se quedó en silencio, esperando que yo hablara.
Pero esta vez, no dije nada.
Solo sonreí.
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