Tras la muerte de su madre, un niño y sus hermanos son acogidos por unos familiares en Malabrigo, un pequeño pueblo costero lleno de color y tradiciones. Allí, entre banderas, escarapelas, golosinas y desfiles, descubrirán por primera vez el significado del fervor patrio. En medio de la celebración, una escena grotesca e inesperada marcará el contraste entre la inocencia infantil y el caos festivo de los adultos.
“Fiestas
Patrias en Malabrigo” es un relato entrañable y
lúcido sobre la infancia, la memoria, y el desconcertante modo en que la patria
se mete —para siempre— en el corazón.
Fiestas Patrias en Malabrigo
Pablo Rodríguez Prieto
Malabrigo, un colorido pueblo distante de todo, queda junto al mar y tiene
un muelle que lo conecta con el mundo. En este rincón recalamos por cosas del
destino, tras la muerte de nuestra madre. Un hermano de mi padre y su esposa
nos recibieron en su hogar. Compartimos algunos momentos con sus hijos, que
eran nuestros primos. También en este lugar se vivía el fervor patriótico. Fue
aquí donde comprendimos que la patria es más grande de lo que imaginábamos.
Era el mes de julio; lo supimos porque se anunciaba un desfile en honor a
la patria. El tío Bernabé nos pidió que alistáramos nuestras mejores ropas para
ese día. Era feriado, y en el pueblo se veía mucha gente. Muchos de ellos,
forasteros, habían llegado para hacer negocio y animar las fiestas, según
decían.
Una semana antes, un grupo de personas limpiaba las calles y adornaba con
banderitas rojas y blancas las casas cercanas al local de la administración del
puerto. También construyeron un pequeño estrado.
Cerca del muelle se instalaron vendedores de frazadas, colchas y ponchos.
Más allá, una señora ofrecía faldas, blusas y camisas. Junto a ellos había más
mesas improvisadas, repletas de mil cosas variadas: banderitas, escarapelas,
gorros con los colores de la bandera, figuritas y láminas con rostros que jamás
había visto.
Una señora nos dijo que eran los próceres de la independencia y que el más grande era el general San Martín. No quisimos saber nada de los “sanmartincitos”, pues el único San Martín que conocíamos era el látigo que la tía usaba para castigarnos frecuentemente.
El tío se detuvo en un puesto y nos compró una banderita a cada uno, previa
discusión con la tía, que regateaba el precio con el vendedor. Finalmente,
caminábamos en fila portando la consabida bandera en la mano y una escarapela
en el pecho. En ese momento me sentía feliz e importante.
En varios puestos ofrecían comida, y otros —con porongos de bebidas
espirituosas— eran los más concurridos. Mientras caminábamos, encontramos una
mesa repleta de panes, confites, alfeñiques, suspiros, bolas de melcocha y
canchita acaramelada. Miguelito fue el primero en verlos y también en querer
cogerlos. Se sorprendió cuando la señora, dueña de todas esas golosinas, le
cogió la mano justo cuando intentaba tomarlas.
Asustado, se escondió detrás de Oswaldo. Miraba con desconfianza a la
señora, que lucía dos largas y gruesas trenzas negras. Nos quedamos
contemplando tanta maravilla por un buen rato y luego seguimos nuestro
recorrido. No pudimos saborear nada, pero nos consolamos pensando que nada
sería más rico que las golosinas que nos daba la señora de la cocina.
En el desfile marcharon los escolares de las dos escuelas del pueblo. Los
más pequeños lo hicieron entre llantos y desorden, mientras los mayores
desfilaban henchidos de fervor.
Con pasos torpes pero llenos de emoción, siguieron los trabajadores del muelle.
Luego vinieron las delegaciones de las haciendas vecinas, que habían llegado
muy temprano en el tren. La más numerosa y efusiva era la de Casa Grande:
llegaron con uniformes de gala, todos del mismo color.
El desfile fue amenizado por una banda de músicos vestidos con llamativos
colores y con instrumentos envejecidos. Entre pieza y pieza, tomaban enormes
jarros de chicha. Ellos se encargaron de cerrar el desfile, tal como lo
comenzaron: con una marcha solemne.
El desfile fue relativamente corto y terminó antes del mediodía; sin
embargo, los vecinos y visitantes continuaron por las calles durante toda la
tarde, hasta que llegaron las primeras horas de la noche. Entonces pude ver que
muchos de ellos dormitaban tirados por cualquier rincón.
Cuando volvíamos a casa, acompañados por nuestros primos y la tía Lucrecia,
vimos que, en una casa contigua a la nuestra, un señor se tambaleaba mientras
intentaba orinar. La tía nos pidió que apresuráramos el paso, pero Raúl se dio
cuenta de lo que estaba haciendo el hombre y le llamó la atención, pidiéndole
que no se orinara allí.
El señor, en un alarmante estado de embriaguez, recién se percató de
nuestra presencia. Volteó para ver quién le hablaba, mostrándonos sus flácidos
genitales, mientras seguía esparciendo desordenadamente, sobre sus pantalones,
zapatos y alrededores, el apremiante líquido que no dejaba de salir. Dijo
algunas frases entrecortadas, de las que solo pude entender:
—¡Felices fiestas julianas!
La tía salió despavorida, cogiendo fuertemente a Néstor y Ángela, sus
hijos. A mí me pareció graciosa la actitud de ese hombre, y me quedé parado,
observando qué más hacía ese infeliz. Un hilo de saliva verdosa corría por la
comisura de su boca, mientras sus ojos luchaban por mirar en la misma
dirección.
La tía tuvo que volver para sacarme de allí de un jalón. Mientras lo hacía,
logré preguntarle si había visto cómo orinaba ese señor. Me cayó un coscorrón
mientras me exigía que me callara.
—Es un vulgar y ordinario demonio que se cruza en nuestro camino —dijo, con los
ojos desorbitados de rabia—. ¡Qué descarado!
Al llegar a la casa, nuestras banderas estaban deslucidas. Miguel había
perdido la suya y tuve que entregarle la mía para que no llorase. Esa fiesta de
la patria la recordaríamos siempre por lo especial que tuvo para nosotros
nuestro paso por Malabrigo. El sentimiento patrio caló hondo en nuestros
corazones.
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