En una ciudad que se
prepara para una celebración, Julio César, bombero voluntario y joven
comprometido, vive los días previos a su boda con entusiasmo contenido. Pero
cuando un devastador terremoto sacude la ciudad, la vida, los planes y las certezas
se derrumban. Mientras ayuda a rescatar sobrevivientes entre ruinas, pierde
contacto con su prometida, que también ha sido arrastrada al caos.
Entre el deber y el amor, Julio César deberá encontrarla —y encontrarse— en
medio de un paisaje donde nada es seguro, excepto lo esencial.
Un Día Sin Terremotos es una historia de amor interrumpido por la tragedia, donde sobrevivir no es el final, sino el comienzo de una nueva forma de estar juntos.
Un Día Sin Terremotos
Pablo Rodríguez Prieto
Los preparativos para la boda estaban encaminados y, próxima la fecha de su realización, la mamá de Julio César era la más entusiasmada. Ese día habían cargado la camioneta del papá con la mayor parte de las pertenencias del novio, como parte del acondicionamiento del nuevo departamento adquirido para la pareja.
Julio César
llevaba algunos años como miembro del Cuerpo de Bomberos Voluntarios, y como
tal, compartía su tiempo entre el trabajo y este voluntariado, que le daba
muchas satisfacciones personales, y otras no tanto con su novia. Debido a esto,
tuvo que estar presente en los incendios ocurridos en los últimos días en unos
depósitos de Barrios Altos, perdiéndose así la oportunidad de participar en
varios de los preparativos de la boda.
Su experiencia
era reconocida por sus superiores, por lo que siempre estaba en primera fila.
Su carácter afable lo llevaba a pensar que las diferencias con su novia se
solucionarían pronto, especialmente porque su jefe le había prometido un
ascenso tras la boda. Esta información, aún confidencial, pensaba revelársela a
su esposa el mismo día del matrimonio, seguro de que sería un buen regalo.
Luego de
culminar la mudanza, planeaban pasar por el sastre para probar el terno que
luciría en ese día especial. Salían de la cochera del condominio, cerca del
mediodía, cuando un fuerte sismo remeció la ciudad. Intentando ignorar el
movimiento brusco y repentino, estacionaron el vehículo junto a la acera
contigua, desde donde pudieron ver el colapso del tanque elevado de agua de una
de las torres del condominio.
El tanque, al
estar lleno, cedió en cuestión de segundos. El agua se esparció tanto por
dentro como por fuera del edificio, produciendo un cortocircuito que culminó en
una fuerte explosión con conato de incendio.
Julio César
intentó comunicarse con la base de bomberos, pero no obtuvo respuesta: el
sistema de comunicaciones había colapsado. Corrió al lugar de la explosión solo
para comprobar que el fuego había sido extinguido por el agua, que aún
discurría por todo el edificio, descendiendo lentamente. Un fuerte olor a
quemado inundaba el ambiente. El incendio había sido sofocado por el mismo
tanque que lo causó. Las otras dos torres del condominio no presentaban daños:
una porque la bomba de agua tenía fallas desde hacía días y el tanque superior
no se había llenado; y la otra porque la noche anterior se había decidido
apagar las bombas para darles mantenimiento al día siguiente.
Creyendo que era
un sismo más, de los que cada cierto tiempo sacuden la ciudad, intentaron
continuar con lo planeado. Avanzaron unos metros, pero el tráfico se colapsó al
dejar de funcionar los semáforos. Aún estaban atrapados en medio de la
congestión vehicular cuando la primera réplica del sismo los obligó a salir del
vehículo. Vieron cómo una casa se desplomaba sobre la calle, cubriendo varios
autos atrapados en el atasco.
Julio César
corrió a ayudar, pero una segunda réplica lo paralizó. Entonces recordó que
había dejado a sus padres en la camioneta. Al regresar, su padre sintonizaba la
radio, donde se enteraron de que toda la ciudad estaba siendo gravemente
afectada. El primer sismo ya se reportaba con una magnitud de 7.3 grados en la
escala de Richter, y aún se sentía un leve movimiento en el suelo que parecía
no terminar. Un fuerte olor a tierra mojada y una mezcla de alambres quemados
inundaba el ambiente. Una fina capa de polvo, producto de los derrumbes,
impedía ver claramente los alrededores.
Por ser fin de semana, se estimó que los daños colaterales fueron menores.
Muy cerca, el histórico colegio Guadalupe había sufrido graves daños
estructurales. De haber sido un día escolar, la tragedia habría cobrado la vida
de decenas —si no cientos— de estudiantes. Lo mismo ocurrió con muchas otras
instituciones educativas y oficinas que, por tratarse de un sábado, estaban
cerradas.
Horas después, cuando por fin Julio César logró establecer comunicación con
sus compañeros del Cuerpo de Bomberos, la urgencia era total: se requería la
presencia de todos los voluntarios sin excepción. A las seis de la tarde, ya no
quedaba espacio en los hospitales, y en plena calle, frente a las puertas
colapsadas de estos centros de salud, se improvisaban carpas para atender los
casos más críticos. El agua potable y el alcantarillado habían dejado de
funcionar, y la electricidad, luego de un corte masivo, comenzó a ser racionada
en gran parte de la ciudad.
Al caer la noche, Julio César logró hablar con su padre, aprovechando los
últimos suspiros de batería de su teléfono móvil. Le contó, con la voz apagada
por el cansancio, que cientos de casonas antiguas en el centro histórico habían
cedido ante la furia del sismo. Lo que sucedía en los distritos periféricos aún
era un misterio: la información llegaba a cuentagotas, cuando llegaba. Las
sirenas de las ambulancias no dejaban de ulular.
Tras horas sorteando vehículos abandonados, escombros y el caos
generalizado, lograron resguardar la camioneta en la cochera del condominio. Lo
hicieron con la esperanza —aún viva— de retomar al día siguiente los planes
interrumpidos. Pero la noche cayó, y con ella, la penumbra absoluta. En el
edificio no había ni luz ni agua, aunque, afortunadamente, su estructura había
resistido sin daños. Tras recoger los objetos rotos y caídos por el temblor, la
familia se encerró en su departamento, dispuesta a pasar la noche en medio del
mayor susto que les había tocado vivir.
Las noticias que llegaban a través de la radio eran devastadoras. La ciudad
estaba herida de muerte. De la novia de Julio César no se sabía nada, como
tampoco de varios familiares con los que intentaron comunicarse sin éxito. Los
celulares comenzaban a apagarse, uno a uno, y ya no había esperanza de
recargarlos. Internet iba y venía, inestable y saturado.
El domingo fue el día más triste para una ciudad que ya contaba sus muertos
por cientos. Miles de personas deambulaban entre los escombros, buscando
desesperadamente a familiares desaparecidos, mientras otros tantos habían
pasado la noche a la intemperie, sin comida ni abrigo. Las autoridades no se
daban abasto para socorrer a los más necesitados y solo alcanzaban a brindar
ayuda a los heridos que seguían apareciendo entre los restos de viviendas
colapsadas. Las listas de desaparecidos, incompletas y desordenadas, circulaban
junto con la angustia, los alimentos escaseaban, y los teléfonos dejaban de
sonar.
Julio César logró reencontrarse con su novia, quien había estado
incomunicada, trabajando como voluntaria en un hospital de campaña. El
encuentro, marcado por el cansancio y la emoción, los llevó a una decisión
serena: posponer la boda, sí, pero no la vida juntos. Lo harían cuando todo
tuviera más sentido, con una perspectiva más profunda de lo que realmente
importa.
Había lágrimas, claro. Pero también había risa. Y en medio del desastre,
por un instante, fueron solo dos personas que se amaban. Sin decorados. Sin
ceremonia. Sin testigos. Solo ellos y el milagro de seguir existiendo.
—¿Y la boda? —preguntó ella, con una sonrisa temblorosa.
—Que sea un día sin terremotos —respondió él.
Y ambos supieron, sin necesidad de palabras, que aquel sería apenas el
primero de muchísimos días juntos.
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