Durante una estadía poco agradable en casa de sus tíos, tres hermanos viven un episodio que marcará su infancia. Todo comienza cuando Chirri, el perro de la tía, se come la comida de Miguel, el menor. Enfurecido, el narrador —también niño— termina golpeando al animal y dejándolo inconsciente. Con la ayuda de su hermano mayor, Oswaldo, esconden el cuerpo en una casa abandonada. Al día siguiente, tratan de fingir normalidad, pero la verdad sale a la luz cuando unos gallinazos delatan la presencia del perro muerto. La tía, furiosa, castiga a los niños con dureza, amarrándolos y humillándolos. El cuento, narrado con una mezcla de humor, culpa y ternura, explora la inocencia infantil, el miedo al castigo, la complicidad entre hermanos y el peso de guardar un secreto.
“Tarde de gallinazos” es un relato de infancia y castigo, de lealtad
fraterna y errores irreparables. Con una narración contenida pero intensa, el
cuento recorre el territorio frágil entre la travesura y la tragedia, entre la
rabia y el remordimiento, dejando al lector con la sensación amarga de que
algunas culpas, como ciertas cicatrices, jamás desaparecen del todo.
Tarde de gallinazos
Pablo Rodríguez Prieto
Nuestros días, como huéspedes en la casa de los tíos,
fueron poco gratos. Una de esas tardes, mientras nos servían los alimentos
sentados en el suelo, Miguel dejó su plato en el piso. En un pequeño descuido,
el Chirri, la mascota de la tía se acercó y, de dos lengüetazos, se comió la
comida de mi hermano. Cuando nos dimos cuenta, ya era demasiado tarde. El
perrito quiso agradecernos con una pasada de lengua por nuestras caras.
Mientras Miguel lloraba, recordé que estaba obligado a proteger al perro, por
lo que en ese momento se salvó de una patada que bien merecida la tenía.
La tía, como comentario, dijo:
—Para qué eres sonso, pues.
Le alcancé mi plato con comida a Miguel, mientras por
dentro juraba hacer justicia con ese animal. No pasó mucho tiempo hasta que lo
encontré en el fondo del corral, masticando la gorra que mi papá me había
regalado. Me acerqué con el palo que se usaba para asegurar la puerta que daba
a la huerta por dentro y descargué sobre su cabeza semejante porrazo, que lo
desmayó instantáneamente. Cogí mi gorra y me retiré del lugar, sacudiéndola y
aún muy molesto.
Cuando me estaba lavando las manos, me di cuenta de que el
Chirri no andaba entre mis piernas como siempre lo hacía. Regresé al lugar del
incidente y encontré al animalito privado de conocimiento. Parecía dormido,
pero no reaccionó cuando lo empujé con el pie. Me asusté. No sabía qué hacer.
Lo tapé con un costal viejo que había por allí y fui a buscar a Oswaldo, mi
hermano mayor. Cuando lo encontré, le conté lo ocurrido, pidiéndole que me
ayudara a salvar al Chirri. Movió la cabeza con una sonrisa rara y corrió al
lugar que le había indicado. Metió al animal en el costal, lo tiró sobre sus
hombros y salió de inmediato por la puerta falsa de la casa. Yo lo seguí sin
entender lo que pasaba.
Se detuvo frente a la pared de la casa desocupada, que
estaba a una cuadra de la nuestra. Dio dos giros con el bulto y luego lo soltó,
cayendo el costal con el inconsciente animal al otro lado de la cerca.
—Vamos —me dijo, mientras corríamos hacia la playa, en dirección al muelle—. Si
te preguntan por el Chirri, tú di que no sabes nada —añadió, jadeante.
Regresamos cuando ya oscurecía.
Al día siguiente, la tía sirvió el desayuno del perrito
como de costumbre.
—¡Chiri, chiri, chiri! —lo llamaba.
Miré a Oswaldo, pero mi hermano esquivó mi mirada y también
se puso a llamarlo. No sabía si reír o llorar. Me causaba gracia ver cómo mi
hermano, sabiendo lo que había pasado, fingía buscar al perro. Pero también
sentía pena. No fue mi intención sacrificarlo; solo quería castigarlo por
travieso. Hubiera preferido que Oswaldo lo reviviera en vez de ir a botarlo tan
fríamente. A mi padre le había escuchado decir alguna vez: “Muerto el perro,
muerta la rabia”. En este caso era: “Muerto el perro, muertos los fastidios de
tan ladino animal”. Ladino, sí... pero lo extrañaba.
Oswaldo buscó por toda la casa y, como no lo encontraba,
sugirió que de repente había salido a la calle, por lo que había que buscarlo
por el vecindario. Nos pidió que lo acompañáramos, y los tres hermanos salimos
llamando:
—¡Chirri, Chirri, Chirri!
Miguel nunca supo qué le pasó al perro, por lo que lo
buscaba inocentemente. Regresamos cuando calculamos que ya era hora del
almuerzo. La tía nos mandó a lavar las manos, mirándonos de reojo, como
sospechando que algo malo habíamos hecho con su mascota. Nos sirvió la comida
como siempre, cerca de la cocina, mientras invitaba a Miguel a la mesa.
Escuchamos que le hacía preguntas sobre el perro; Miguel, lógicamente, no
entendía nada y desconocía el trágico final. Nos miramos en silencio y
coincidimos en que habíamos hecho bien en no contarle nada a nuestro pequeño e
inocente hermano.
Nunca lo hubieran descubierto si no fuera por unos
ocurrentes gallinazos que llegaron como invitados indeseables al lugar.
Sospechando lo peor, la tía pidió a sus hijos Raúl y José que treparan la pared
para ver qué atraía a los gallinazos. Sentimos que el cielo se caía sobre
nosotros. Y en verdad, mucho se pareció, cuando descubrieron al pobre Chirri
comido por las negras aves.
La tía palideció, casi se infarta. Respiraba con
dificultad, como toro furioso. Recordé los toros en la plaza de Trujillo,
golpeando las paredes antes de salir a la arena. Sentí pena por ella... pero
ella no la tuvo con nosotros.
Sin decir palabra, nos golpeó las cabezas una contra otra.
A Oswaldo lo tiró al suelo, le apretó el cuello con el pie y le llenó la boca
de arena. Llamó a Raúl y José para que lo sujetaran. Terminamos amarrados a dos
arbolitos de la huerta. A mí me tocó junto al chancho, que protestaba por mi
presencia. Nunca nos preguntó detalles del suceso, pero sí ordenó que nos
alcanzaran los alimentos en ese lugar.
Cuidándose de que su patrona no la viera, la cocinera se
acercó para limpiar y curar nuestras heridas. Qué alivio sentí cuando frotó mis
manos adormecidas por la incómoda posición. Por la noche lloré bastante, y
también escuché que Miguelito lloró toda la noche.
Al día siguiente, la tía se acercó para desatarnos y
llevarnos a bañar. Temerosos, la seguimos. Pero, a diferencia del día anterior,
esta vez se comportaba amorosa. Después entendimos por qué: era sábado por la
tarde, y al día siguiente, domingo, nos tocaba el corte de pelo.
Jabonó los rasguños que teníamos en brazos y piernas —¡cómo
ardía! —. Nuestras cabezas, por primera vez, fueron tocadas por sus manos para
revisar el chichón que aún se notaba del porrazo. Con una mano asía un jarro
para echarnos agua, mientras con la otra frotaba nuestra piel para quitar el
jabón. Sin embargo, hay castigos que marcan más que cualquier herida.
Al día siguiente no tuve que salir a ver el pan. Estuvimos
sentados en la mesa para el desayuno dominical. El tío, en la cabecera,
mostraba una agradable sonrisa. Parecía no darse cuenta de lo que nos estaba
pasando. Conversador como siempre, inició su monólogo narrando los pormenores
de su trabajo. Contó que el barco que estaba en el muelle era el más grande que
hasta entonces había anclado por esos lugares, que tenía tanto de largo y no sé
cuánto de calado.
La tía trató de evitar que el peluquero viera nuestras
cabezas. Ensayó primero la idea de que quería compartir con nosotros un día de
paseo:
—Es bueno que los chicos se relacionen entre ellos.
—Que lo hagan mañana —fue la respuesta del tío.
No se dio por vencida y argumentó:
—Es cumpleaños de la comadre y pensaba visitarla con los
muchachos.
—Que cumpla años otro día —respondió, mientras se paraba a
la salida de la casa esperando que formáramos como lo hacíamos todos los
domingos—. En el orden que ya conocen —dijo.
El peluquero se asustó cuando vio nuestros chichones:
grandes, morados y duros. Trató de saber qué había pasado; nosotros agachamos
la cabeza, sabiendo que hay castigos que el jabón no borra. El tío se encogió
de hombros mientras salía del local diciendo:
—A todos, pelo y barba, por favor.
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