Quienes frecuentamos la calle podemos ver todos los días las historias de los olvidados y olvidadas de este mundo, niños y niñas cuyas intrascendentes vidas se desvanecerán rápidamente con el tiempo. La forma del olvido es una más de estas historias que el escritor Pablo Rodríguez Prieto nos relata y que recomendamos especialmente para jóvenes y adultos.
La forma del olvido
Pablo Rodríguez Prieto
Desde siempre, Ruth había sentido el olvido, era parte de ella, y ella era parte del olvido. Cuando nació, su madre se olvidó de ella y se fue del hospital. Regresó al día siguiente usando como excusa haber salido a comprar ropa para llevarla a casa. Por cosas del destino, su padre también se olvidó de ella y nunca la conoció.
En sus primeros años de vida, encontró la soledad en el cuarto que
alquilaba su madre, quien la dejaba sola mientras partía, generalmente por las
noches, sin saber a qué hora volvería. Lloraba de hambre, de frío, y se dormía:
era la forma que descubrió para vencer la soledad. Cuando su madre llegaba,
Ruth se prendía del pecho, que era entregado con desdén. Aprendió a comer como
pudo y a caminar sola; cada caída le enseñaba que debía pararse, y que llorar
servía de muy poco.
La vida de Ruth estaba marcada por esos golpes que el destino tiene
reservados para las criaturas inocentes que nadie ve, nadie siente, nadie
conoce. Lúdicamente aprendió a desafiar su destino; los golpes en el cuerpo no
eran más fuertes que los que sufría su alma. “Mamá, hoy no lloré”, le dijo un
día a su madre, queriendo ser escuchada. La respuesta fue el silencio.
Luego, cuando le tocó ir a la escuela, Ruth descubriría nuevas formas de
olvido. El primer día de clases terminó en la casa de la maestra, pues su madre
se había olvidado de recogerla. A partir de ahí —no siempre, pero muchas veces—
acabó durmiendo con la maestra. Era la niña que siempre llegaba última a
clases, y también la última en regresar a casa, si es que su madre no se
olvidaba de aquella “insignificante” tarea. La maestra lo reportó más de una
vez: “Ruth llega sola, se duerme en clase, pide comida, a veces no quiere
irse”. Las autoridades conocían su caso y, ya cansadas de llamarle la atención,
optaron por la indiferencia, que era otra forma de olvido en la vida de la
pequeña Ruth. No se aplicó el protocolo, no se hizo seguimiento, no hubo
visitas, no hubo interés, a nadie le importó.
—Yo quiero vivir contigo —solía repetir a cuanta persona llegaba a su vida.
Cuando pudo hacer amistad con algunas de sus compañeras, lo primero que
manifestaba era su deseo de ir a vivir con ellas. Y muchas veces se fue a casa
de alguna de sus compañeras al salir de la escuela, mientras su madre no se
daba por enterada del lugar en que se encontraba su hija.
Las pocas veces que podía conversar con su madre, Ruth, con emoción,
contaba lo que veía en la casa de sus amigas y, con pena, descubría a su madre
profundamente dormida, sin prestarle atención. Acariciando los cabellos de su
progenitora, se dormía sobre su pecho.
Al terminar la primaria, después de repetir varios grados, Ruth ya tenía
quince años. Con la inocencia y la candidez que la caracterizaban, seguía
pidiendo —rogando, tal vez— a todas sus compañeras:
—Yo quiero vivir contigo.
Convertida en una hermosa jovencita, dotada de una belleza excepcional,
Ruth comenzó a ser envidiada y despreciada por sus compañeras de colegio. Nunca
pudo tener una amiga, por más esfuerzos que hiciera. Ese desprecio se
transformó en una nueva forma de soledad y abandono. Finalmente, abandonó la
escuela, convencida de que ese no era un espacio para ella. Mientras tanto, su
paso por las calles no pasaba desapercibido: comenzó a ser deseada malsanamente
por los varones que se cruzaban en su camino. Las esposas, novias o enamoradas
prohibían a sus parejas siquiera dirigirle una mirada, lo cual terminó siendo
otra forma de olvido que también alcanzó a Ruth.
Un día de aquellos que nadie sabe recordar, Ruth partió a vivir con un
amigo que le prometió muy poco: solo caricias. Solo eso, unas pobres y tristes
caricias sin amor, incluso sin deseo. Varios años mayor que ella, y conocido
solo como un ilustre desconocido, no supo cumplir ni siquiera con su mezquina
promesa. Ruth pronto volvió más sola que cuando se fue.
Este suceso se repitió una y otra vez, persona que se acercaba a ella, era
solo para hacerla suya un corto tiempo. La historia de sus partidas y regresos,
cada vez más frecuentes y con personas desconocidas, a nadie le interesó...
hasta que un día Ruth volvió y llamó la atención del pueblo entero. Todos
querían verla, todos querían estar junto a ella, todos decían quererla.
Ruth había muerto en el olvido y la indiferencia. ¿Cómo? ¿A quién le
importa ya? Un periódico local sacó una nota intentando contar el suceso, fue
el titular de ese día. En la escuela donde estudió se colgó una foto de mala
calidad con su rostro y un lema que decía “No más Ruths”. Sin embargo, muy
pronto Ruth quedó una vez más en el olvido, en el momento en que secaron las
lágrimas de quienes la lloraron, se cambió el titular del periódico y cuando
cayó el cartel del colegio. Ruth estuvo sola cuando más importaba. Estuvo sola
cada noche, cada clase, cada regreso. El olvido no fue solo de su madre. Fue de
todos.

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