"El Pasajero del Silencio”

La víspera de Navidad, un hombre desesperado por llegar a Huánuco acepta un misterioso aventón nocturno desde Tingo María. Su conductor, un joven inexpresivo y silencioso, lo lleva por una carretera de curvas cerradas, lluvia intensa y un túnel recién inaugurado. Pero el verdadero viaje comienza cuando el tiempo parece estancarse, el miedo se vuelve tangible y las leyes de la realidad empiezan a quebrarse. En medio de la montaña, un extraño personaje de ojos rojos, un reloj detenido y dos cuerpos dormidos en la tolva revelan que el trayecto no es solo físico... sino también espiritual.

Un relato corto de atmósfera tensa y sobrenatural, donde lo inexplicable se manifiesta en la ruta menos esperada


"El Pasajero del Silencio”

Pablo Rodríguez Prieto

Era víspera de Navidad. Me encontraba en Tingo María, a tres horas de viaje de Huánuco. Mi intención era llegar a ver a la familia en esta festividad, y para ello llevaba a la mano un paquete con algunos presentes. Me había retrasado mucho más de lo previsto, y, dispuesto a llegar a mi destino, me dirigí hacia la salida de la ciudad, donde la policía efectuaba un control de vehículos en un puesto de vigilancia.

Desde las siete de la noche esperaba con paciencia que algún vehículo me ayudara a cumplir mi cometido; sin embargo, transcurridas dos horas, aún no aparecía quien pudiera hacerlo. El policía, al ver que no tenía mayor labor que realizar, se despidió desde su caseta de control y me dejó solo bajo la tenue luz del puesto.

Cuando estaba por desistir del viaje, apareció una camioneta tipo pick-up, color negro, cuya zona de carga estaba cubierta por una lona muy bien acondicionada. El conductor, un joven de rostro poco visible, se ofreció a llevarme a Huánuco antes de que yo pudiera pronunciar palabra. Bajó del vehículo, tomó con naturalidad mi paquete y lo colocó bajo la lona. Luego, con un gesto silencioso, me invitó a subir. Yo obedecí. Él hizo lo mismo, colocándose tras el volante sin decir una sola palabra.

Partimos a toda prisa. En un intento por iniciar conversación, comenté que los relámpagos que iluminaban el cielo anunciaban una inminente tormenta. No hubo respuesta. Intenté ver su rostro, pero la noche, espesa y sin luna, sumada al resplandor distorsionado de las luces, me impidió distinguir sus facciones. No insistí. Minutos después, lancé otra frase al aire, buscando entablar diálogo, y la respuesta fue la misma: silencio.

La velocidad del vehículo era excesiva en una ruta estrecha y llena de curvas. Supuse que el silencio del conductor se debía a su concentración en la labor que desempeñaba. Cerré los ojos y me encomendé al Altísimo, pidiéndole que nos protegiera de todo mal y de todo peligro. La amenaza de lluvia se hizo realidad, y un diluvio se precipitó sobre la tierra.

La carretera, a los pocos minutos, comenzó a ascender por la cordillera oriental, cuyo punto más alto es la zona conocida como Carpish, donde un recién inaugurado túnel acortaba considerablemente el trayecto.

Me había fijado en la hora al momento de partir: el reloj en mi muñeca marcaba las nueve de la noche. Ahora, al cruzar un puente y tomar una curva a la velocidad que llevábamos, mi muñeca chocó con la puerta del vehículo, y, de forma instintiva, miré la hora. Habíamos viajado exactamente una hora. Mi reloj marcaba las diez.

La carretera se volvía cada vez más empinada, con curvas cada vez más cerradas. Lejos de disminuir la velocidad, el conductor la incrementaba, obligándome a viajar sujetándome con una mano a la puerta y con la otra apoyada en la guantera. La lluvia torrencial que caía cuando partimos había quedado atrás. La noche ofrecía ahora una serenidad increíble, con una luna llena que, por momentos, se ocultaba tras nubes blancas.

De pronto, una explosión hizo que el vehículo se detuviera. Volteé para mirar al conductor, y él me dijo que habíamos pinchado una llanta. En pocos minutos —y antes de que yo descendiera de la cabina— ya estaba desmontando la rueda averiada. Cuando me acerqué, comenzó a rodarla cuesta arriba mientras me indicaba que esperara un momento, pues cerca había un lugar donde podía repararla, ya que no llevaba neumático de repuesto.

Me senté sobre una piedra al costado del camino. Frente a mí se extendía un precipicio cuya profundidad no pude calcular; a mis espaldas, una mole de piedra se alzaba imponente, pero ni mi vista ni la escasa luz me permitían distinguir dónde terminaba. Algunos árboles raquíticos y abundante vegetación rastrera cubrían el lugar. La noche estaba fría, y un viento de intensidad moderada empujaba las nubes, que cambiaban constantemente de lugar, permitiendo por momentos ver con nitidez la luz de la luna y su redondez perfecta.

Para mantenerme en calor, comencé a arrojar pequeñas piedras hacia el abismo. Mientras lo hacía, mi mente repasaba los últimos acontecimientos del día, hasta que un pensamiento me golpeó con fuerza: mis hijos... ¿me estarían esperando?

Ensimismado en mis pensamientos, no pude precisar en qué momento apareció, muy cerca de mí, un hombre alto, de barbas abundantes y vestido con una sotana oscura y larguísima que le llegaba hasta los tobillos. Caminaba con trancos largos, o eso deduje por el movimiento de su atuendo. Al pasar junto a mí, se detuvo, y en su mirada vi unos ojos enormes, rojos como brasas.

Mi única reacción fue arrojarle las piedras que aún tenía en la mano. El sujeto no se inmutó; simplemente reanudó su marcha cuesta abajo. Fue entonces cuando me percaté de algo aterrador: no tenía pies. Avanzaba flotando sobre el suelo. Grité con todas mis fuerzas, lanzándole mil improperios mientras continuaba arrojándole piedras que recogía desesperadamente del camino.

Transpiraba como un condenado. Intentaba controlar mis músculos, que temblaban desordenadamente por el miedo, cuando apareció el joven conductor, rodando la llanta tal como lo había hecho al irse, fresco y tranquilo. Intenté contarle lo que acababa de presenciar, pero no encontraba las palabras. Estaba aún petrificado, pegado al suelo. Cuando por fin logré moverme, me indicó que retomáramos el viaje.


No bien me acomodaba en el asiento, el vehículo arrancó con la misma velocidad de antes. Seguía sin salir del impacto emocional cuando ingresamos al largo túnel de la vía. Ya dentro, y viajando a una velocidad que sentía vertiginosa, las luces del vehículo se apagaron. Una oscuridad absoluta lo cubrió todo. Mi mente colapsó; perdí la razón.

Aún anonadado, confundido y estupefacto, desperté al rato. Me atreví a suplicar por mi alma y me encomendé al Creador, pidiendo que se apiadara de este humilde mortal. El vehículo había reducido la velocidad y ahora se deslizaba suavemente por una carretera recta y llana. No me atreví a mirar el rostro del conductor; seguía en silencio, concentrado al volante.

Finalmente, nos detuvimos frente a la puerta de la comisaría, ubicada en la entrada de Huánuco.
—“Acá se baja” —fue lo único que dijo el chofer.

No esperé más. Apresuradamente descendí y, por primera vez, levanté el toldo de la camioneta para recoger mi paquete. Pero di un salto hacia atrás al ver que dos personas yacían acostadas, una junto a la otra, como si estuvieran dormidas. El vehículo partió entonces con la misma premura con que había llegado.

Un guardia salió del puesto policial. Lo miré, aturdido, y le pregunté por qué no había revisado la camioneta que acababa de irse.
—¿Qué camioneta? —inquirió, desconcertado.

No supe qué responder. Miré mi reloj: marcaban las diez de la noche. Sacudí el brazo, pensando que había dejado de funcionar, pero un enorme reloj dentro de la comisaría mostraba la misma hora.
—¿Está usted bien? —preguntó el guardia.

—¿Está bien la hora de su reloj? —respondí yo.

Me respondió afirmativamente. Me alejé caminando, sin saber qué decir, en medio de una noche que recién comenzaba a celebrar la Navidad.

 

 


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