Don Enrique, hombre trabajador y luchador
sindical, se enfrenta a los cambios que trae la jubilación. Con el tiempo libre
y una vocación intacta de servicio, se convierte en "el padrino" del
mercado central del Callao, resolviendo favores y encargos con una libreta en
el bolsillo y una voluntad inquebrantable. Pero cuando la memoria comienza a
fallarle, su rutina se desmorona silenciosamente. El invierno trajo más que
frío a la vida de don Enrique: trajo el silencio de los recuerdos. Un día, su
mente queda en blanco en medio de la ciudad, y emprende un errático viaje en
busca de sí mismo. El relato explora con sensibilidad temas como el
envejecimiento, la pérdida de identidad, la familia y el valor de la dignidad
en la vejez.
El olvido también llega
Pablo Rodríguez Prieto
La llegada del invierno era una temporada que hacía feliz a don Enrique. Le
recordaba los días fríos que, de niño, vivió en su natal Huaraz, hasta que, al
cumplir diecisiete años, se alejó de la casa de sus padres y viajó a la capital
con la intención de estudiar lo que siempre soñó. Quería convertirse en
abogado, uno que defendiera las causas perdidas en el laberinto de injusticias
que su familia había tenido que soportar.
El verano, en cambio, le resultaba torturante, especialmente por la
obligación de usar corbata y kepis en su trabajo diario. Desde hacía quince
años era conductor del tranvía de Lima al Callao, y estaba próximo a jubilarse.
Esa jubilación era lo único que le animaba a seguir con su labor. Con el
tiempo, sus sueños se fueron desvaneciendo; las responsabilidades se impusieron
a los anhelos, y acabó convertido en lo que era ahora: un luchador indómito por
los derechos laborales, un abanderado sindicalista respetado por todos, pero
que dejaba esa faceta en la puerta al volver a casa.
Su mujer, con paciencia, soportaba las impertinencias de don Enrique y
aceptaba con hidalguía la llegada de esta nueva etapa en la vida de su marido.
Antes era jovial y alegre; ahora, cada vez más malhumorado y renegón. Ella
también esperaba con ansias el día de la jubilación para poder salir de Lima,
sin preocupaciones y por el tiempo que quisieran.
Tuvieron dos hijos. El mayor se convirtió en abogado, cumpliendo el sueño
de su padre, y trabajaba en el Poder Judicial. El segundo era tenedor de libros
en una reconocida empresa, felizmente casado y padre de una criatura que era el
engreído de los abuelos.
Don Enrique solía visitar con frecuencia el mercado central del Callao por
varias razones. La principal era que, al llegar a la capital, alquiló una
pequeña habitación cerca de ese mercado, donde hizo muchos amigos. Con el
tiempo, se acostumbró a tomar sus alimentos allí y, ya casado, acompañaba a su
esposa a hacer las compras semanales. Era conocido por la mayoría de los
comerciantes, con quienes intercambiaba bromas.
Lo caracterizaba su vocación de servicio. Quien se atreviera a pedirle un
favor, cualquiera que fuese, sabía que sería atendido. Llevaba siempre una
pequeña libreta en el bolsillo trasero donde anotaba los encargos de sus
circunstanciales amigos. Favores nunca le faltaban, y aunque muchos estaban
dentro de sus posibilidades, otros no tanto. Como aquella vez en que una
comerciante le pidió ayuda para liberar a su hijo, detenido por la policía en
una redada en el puerto durante la madrugada. La madre, como era de esperarse,
proclamaba la inocencia del muchacho.
Al acercarse a la comisaría, los policías supusieron que era el padre del
joven y lo reprendieron duramente por los actos que se le imputaban. Don
Enrique escuchó la reprimenda con paciencia y se comprometió a ayudar al
muchacho a encaminarse. Una vez liberado el joven, tras dejar unas monedas
sobre un escritorio “para las bebidas”, don Enrique aclaró que no era el padre,
pero sí su padrino, y que honraría ese compromiso.
El gesto se difundió por los pasillos del mercado, y desde entonces todos
comenzaron a llamarlo “el padrino”. Nadie lo llamaba ya por su nombre, y él
disfrutaba del apodo que se había ganado con su buena voluntad. Cada vez que
alguien tenía una urgencia, acudía al padrino, quien sacaba su libreta del
bolsillo y anotaba la gestión que debía realizar.
La ansiada jubilación llegó, y viajaron, como tanto había soñado su esposa.
Pero el descanso pronto le resultó insuficiente. Le sobraba tiempo, y entonces
se dedicó con más empeño a resolver los problemas de sus múltiples ahijados,
que no dejaban de aparecer.
Un día, cerca de fin de año, alguien le encargó la confección de almanaques
para regalar a sus clientes. Muy acomedido, don Enrique buscó una imprenta y
gestionó el pedido. Mientras esperaba la entrega, el dueño de la imprenta le
ofreció una comisión si traía más clientes. Así fue como empezó a ofrecer el
servicio a sus conocidos del mercado. Las expectativas se superaron: pronto
cargaba una libreta más grande, donde anotaba los pedidos diarios. Sin
proponérselo, estaba ocupado y ganando más dinero del que jamás imaginó.
Pensó que, al acabar el año, volvería a su rutina de ayudante de favores.
Pero el imprentero le sugirió ampliar su catálogo: estampas, recibos, boletos
de rifas, tarjetas publicitarias, comprobantes de pago y otros productos que él
apenas conocía. Su libreta se convirtió en cuaderno. Don Enrique —o más bien,
el padrino— siempre cargaba algún paquete para entregar a su creciente
clientela, que ya no se limitaba al mercado.
Todo iba bien, hasta que un día empezaron los problemas. Algunos clientes
recibían pedidos equivocados, otros no recibían nada. El padrino confundía
nombres, encargos y direcciones. Don Enrique trataba de enmendar los errores,
pero no entendía por qué ocurrían. La confusión lo angustiaba.
Los reclamos llegaron a oídos de su esposa, pese a sus esfuerzos por
ocultarlos. Él la amaba y no quería abrumarla. Pero lo inevitable sucedió. Con
gesto severo, ella le pidió que dejara esas actividades. Sus hijos le
ofrecieron una asignación económica para que pudiera descansar. Don Enrique
insistió en continuar, pero cada intento resultaba peor. Ya no ganaba dinero; a
veces quedaba endeudado, y en otras ocasiones recurría a préstamos para calmar
las quejas. Sus recuerdos empezaban a desvanecerse. A veces olvidaba; a veces
recordaba. Iban y venían.
Un sábado, muy temprano, debía recoger un pedido de la imprenta y
entregarlo a un cliente. Le dijo a su esposa que regresaría antes del mediodía
para almorzar juntos. Pero no llegó. Al principio ella no se preocupó —ya
estaba acostumbrada a los retrasos—, pero la noche cayó y don Enrique no
aparecía.
Ese día debía tomar dos buses. Al llegar al lugar donde abordaría el
segundo, su mente quedó en blanco. No recordaba adónde iba ni de dónde venía.
Miró a los transeúntes sin saber qué decir. Se sentó en el paradero esperando
que los recuerdos volvieran, pero no ocurrió. Al principio se desesperó, pero
intentó serenarse. No funcionó. Buscó entre sus bolsillos algo que le diera una
pista, pero había olvidado el cuaderno y, al cambiarse de pantalones, también
había dejado su billetera.
Comenzó a caminar. Dos cuadras primero, luego regresó al paradero. Nada le
resultaba familiar. Era agosto. Hacía frío en las calles de Lima. Había perdido
la noción del tiempo. Guardaba la esperanza de ver a alguien conocido, que lo
llamara por su nombre, que le dijera quién era. Pero no. Nadie lo reconocía. Él
no reconocía a nadie.
Intentó pedir ayuda. Se acercó a una señora que estaba sentada junto a él,
pero justo cuando se decidió a hablarle, el bus que ella esperaba llegó, y se
fue. Entonces tomó conciencia de que no sabía qué pedir, ni cómo pedirlo.
Siguió caminando, sin rumbo. A pesar del clima helado, sintió calor y se
quitó el saco. Caminó largas horas. Llegó la noche. Tenía frío, hambre,
cansancio. No sabía dónde estaba.
De pronto, un fuerte bocinazo lo sacudió. Volvió la lucidez. Reconoció las
calles. Estaba lejos de casa. También recordó que no sabía dónde había dejado
el saco. Revisó los bolsillos: no tenía dinero. Pero su mente lúcida, al menos
por un instante, le recordó que tenía un amigo cerca. Hacia allá se dirigió.
Desde la casa del amigo, llamó a su esposa y le pidió, alterado, que fuera
a recogerlo con alguno de sus hijos. No dio detalles. Lloró. Pidió disculpas.
Mientras esperaba, le relató lo que recordaba: que había salido temprano de
casa, y de pronto, nada. Todo en blanco. Sintió miedo. Estaba lejos, solo y con
frío.
Comentarios
Las actividades después de la jubilación es importante para al menos ralentizar el avance de dicha enfermedad, aunque no siempre es así, como en el caso que nos cuenta la historia.