"Valiente" es el
testimonio íntimo y conmovedor de una joven que, a sus diecinueve años, se
enfrenta al desafío de correr su primera maratón. A través de una narración
honesta y emocional, la protagonista nos lleva desde las primeras horas de la
madrugada —entre nervios, dudas y rituales previos— hasta el momento crucial de
cruzar la meta, tras recorrer 42 kilómetros de esfuerzo físico y lucha mental.
Más que una historia de resistencia deportiva, este relato es una
declaración de coraje, superación y fe en uno mismo. En cada kilómetro, la atleta
enfrenta sus miedos, revive sus entrenamientos, sus sacrificios, y redescubre
el poder de una palabra de aliento, un abrazo o una voz familiar en el momento
justo.
"Valiente" no es
solo una carrera; es un espejo para todo aquel que ha tenido miedo, ha querido
rendirse, pero ha decidido seguir adelante. Una invitación a creer que la
gloria no está en ganar, sino en atreverse a llegar.
Valiente
Pablo
Rodríguez Prieto
Esta historia
está contada para que sirva de motivación a todos los jóvenes del mundo, para
que luchen por sus sueños y entiendan que todo se puede lograr con compromiso,
esfuerzo y resiliencia. Ningún sueño se hace realidad si no luchas por él.
Tres de la
mañana, y sonaron las alarmas de los despertadores. Es fácil decir por la
noche: "Mañana me levanto temprano y me alisto para salir a
correr." Esta vez, el sonido del despertador encendió mis alarmas
internas. Traté de disimular mis temores con risas y procuré ser graciosa por
cualquier nimiedad. Encendí la música en la laptop y, entre bromas y bailes,
empecé a alistar mis implementos para la competencia. Herlinda, mi amiga, había
dormido en casa, como también lo habían hecho mi prima Arlis y Diego, el amigo
de mi hermano, quienes me acompañarían —en teoría— los primeros kilómetros.
—El desayuno
está listo —escuché.
Mi estómago se
encogió. Preferí continuar haciendo algunas fotografías a mi indumentaria:
zapatillas, medias compresoras, short, polo, gafas... primera foto. Agrégale
los geles, bloqueador, hidratante... bueno, está mejor.
—El desayuno
está listo —volví a escuchar.
—Solo quiero
tostadas y una infusión —respondí.
Cada cosa tenía
un propósito, cada objeto era parte del reto.
Llegó a la
puerta de la casa el vehículo que nos transportaría. Éramos seis. Se sumaron
mis padres, quienes nos apoyarían en la guardianía de los abrigos y demás
accesorios útiles al final de la competencia. También serían quienes portarían
los carteles para alentarnos, además de tomar algunas fotografías.
Cuatro de la
mañana. El clima estaba templado a pesar de la neblina. En el trayecto nadie
hablaba; cada uno ensimismado en sus preocupaciones y, lógicamente, en sus
temores. Los míos eran, quizás, los peores... ya los veremos. Treinta minutos
después descendimos lejos del punto de partida, pues varias calles estaban
cerradas y el tráfico, enredado. Publicidad de los auspiciadores se veía por
doquier, y el logotipo del evento resaltaba en medio de ellos. Vallas
protectoras delimitaban el acceso solo para los competidores. Los familiares
quedaron atrás y comenzó lo más terrible para mí: 42K por acá, los 21K por
allá. Quedé sola, en medio de un mar humano.
Intenté estirar
mis músculos, hacer un calentamiento ligero, pero me resultaba difícil. Mi
cuerpo no respondía, estaba muy tensa. Más que indicarme, me empujaron dentro
de un grupo de corredores muy cerca de la partida. Entonces, recién pude ser
consciente de que esto había que enfrentarlo de la mejor manera. Estaba ubicada
detrás de los grupos de élite, lo cual para mí era un honor. Retomé confianza
y, junto a los mejores de la Gran Maratón de Lima 42K 2025, comencé a
calentar con entusiasmo. Hice algunas fotografías, ajusté el reloj y revisé los
pasadores de las zapatillas mientras terminaba de estirar. Me sentía pequeña.
Sé que lo soy, pero esta vez era distinto. Mandé un mensaje a papá:
"Pa, ya
estoy en la partida. Hay muchas personas grandes. Todos son mayores, pero tengo
la misma capacidad que ellos. Todo va a salir bien."
Estoy en la
línea de partida, las piernas me tiemblan. Es mi primera maratón. Me siento
confiada. Quiero estarlo. Siento que el trabajo desarrollado durante un año ha
sido muy bueno. Aquí vamos.
Los relojes
oficiales marcaban 5:55 cuando se silenció la música que animaba el ambiente y
se escucharon las notas del Himno Nacional del Perú. El cronómetro marcaba
00:00 cuando escuché el clásico: ¡5,4, 3, 2, 1... ya!
Y partimos, muy
apretados. En los primeros metros por la avenida Larco, nadie se despegó hasta
entrar a la avenida Arequipa. Por prudencia, y sabiendo que la ruta era en
ascenso, reduje el trote y dejé que se alejaran los más experimentados.
Comenzaba a
amanecer. El aire frío chocaba en mi rostro. La música de los altoparlantes
quedaba atrás. Muchas personas apretujadas en las rejas gritaban arengas, vivas
y frases de ánimo. El ambiente era lindo, nutrido, multicolor.
Troté suave los
primeros cinco kilómetros, procurando mantener mi mente en blanco, disfrutar el
paisaje, la gente, la bulla. Al llegar al Parque de las Aguas, el primer giro
en “U” y el regreso por la misma avenida, pero esta vez en descenso. Aceleré un
poco mi ritmo hasta el kilómetro ocho. Giro a la derecha para ingresar al
parque Ramón Castilla: lugar lindo, muchos árboles y también mucha gente
animando. Segundo giro en “U”. Reingreso a la avenida Arequipa. Ya estamos en
el kilómetro once. Todo bien. Tomo mi primer gel y, de pronto, siento ganas de
orinar.
No puede ser.
En el intento de
encontrar una solución, aceleré inconscientemente, lo que produjo que pronto ya
estuviera en el kilómetro catorce, entrando al Óvalo de Miraflores. Los gritos
de las personas eran más intensos, animándonos a continuar. Las ganas de miccionar
desaparecieron.
Giro a la
derecha, ingreso a la avenida Pardo. Era ensordecedor: las vivas en parlantes
en esta parte de la ruta hasta el kilómetro dieciséis, donde ingresamos al
parque Grau de Miraflores, para continuar por el malecón con vistas al mar,
brumoso a esta hora, hasta el kilómetro diecinueve. Al girar a la izquierda
entramos a la avenida La Paz, por donde se completaron los primeros veintiún
kilómetros.
Hasta acá, todo
muy bien. Mis piernas, frescas; respiración y ritmo cardiaco, normal. Mi
cronómetro marcó 1:50 cuando nos separaron. Buen tiempo, no está mal, siendo
consciente de que estaba “guardando” piernas para lo que se venía.
Los
organizadores, parados en media calle, indicaban a los atletas de la media
maratón que giren a la izquierda para dirigirse a la llegada. Nosotros
continuamos de frente, para luego retomar la avenida Arequipa en el kilómetro
veintidós.
En este tramo
del camino me sentí más sola que al principio. Los participantes se redujeron
drásticamente. Nuevamente la subida y a repetir el circuito. En el kilómetro
veinticinco, las personas que animaban disminuyeron, y se sentía el sonido del
viento chocar en mis gafas. El sonido de las pisadas de mis compañeros llegaba
a mi oído acompasadamente.
Entonces sucedió
algo que no quería aceptar: el miedo.
Sentí miedo,
mucho miedo apoderándose de mí. Recordé la lesión que tuve dos meses atrás, que
me obligó a descansar por una semana. El médico dijo que era una inflamación de
la pata de ganso en la tibia derecha. Recetó antiinflamatorios y descanso.
Felizmente, me recuperé en el tiempo recomendado, y de nuevo a entrenar. Un
pequeño malestar en la zona afectada apareció.
No puede ser.
Ahora no.
Involuntariamente
lo grité. Sirvió para desahogarme, y el malestar desapareció.
Giro en “U” en
el kilómetro veintisiete, nuevamente a recuperar tiempo en la bajada. En el
kilómetro veintinueve, al entrar al parque Castilla, recordé que tomé la
decisión de correr la maratón completa luego de culminar la media maratón de
Madrid en abril del año pasado. Desde ahí, el trabajo intenso, acompañado de
las responsabilidades de la universidad, hicieron de mi vida una lucha
constante donde muchas veces pensé en abandonar este proyecto.
Mientras corría
me cuestionaba la hora en que tomé esa decisión. Muchos amigos que se habían
inscrito para esta carrera vendieron sus inscripciones o la cambiaron por los
21K, que era más cómodo. Las dudas me asaltaban y sentí ganas de llorar. Miré a
mi alrededor. Todos corrían en silencio. Entonces quise saber qué pensarían
ellos:
¿Tendrían las
mismas dudas que yo?
Cada persona
es un mundo, recordé las palabras de papá.
El kilómetro
treinta y dos lo sentí como un muro. El gran muro del que siempre había
escuchado hablar. Sentí ganas de vomitar, mis piernas flaquearon y, a pesar de
estar en descenso, disminuí mi velocidad. Pensé en abandonar. En regresar a
casa y sentirme abrigada por mis seres queridos.
En medio de esas
dudas llegué al kilómetro treinta y cuatro y ahí escuché que me llamaban.
Primero dudé, pero sí, era mi nombre el que llamaban. La voz era conocida. Parecía
un himno en medio de mis dudas. Era mi padre, parado en la berma, al borde
de la calzada, alentándome. Me acerqué a él, lo abracé y lloré fuertemente.
—Vas bien, mi
niña. Eres fuerte. Ya falta poco —me dijo, mientras pedía que no pare.
Caminé unos
pasos a su lado mientras me lavaba la cara. Me despedí, totalmente renovada.
Necesitaba ese aliento. Ese abrazo.
No disminuí mi
ritmo hasta el kilómetro cuarenta. Ahí las piernas comenzaron a picarme. Una
comezón que había comenzado en las pantorrillas ahora llegaba a mis muslos. Por
primera vez, sentí incómoda la ropa. Me molestaba el sudor en brazos y piernas,
sentía gránulos de sal brotando de mis poros. Los hidratantes que se habían
volcado en mi pecho al intentar beberlos mientras corría se volvían pegajosos.
Para redondear mis males, las gafas se habían empañado y no había con qué
limpiarlas. Mi visión borrosa dificultaba mi desarrollo.
Esto se acabó, pensé.
Pero una voz
interna me susurraba: "Tú puedes. Falta muy poco. Te faltan dos
kilómetros." Trataba de escucharla, pero la voz era tenue y mis
piernas se ponían muy pesadas. No paré, pero cada zancada era dolorosa. No eran
calambres, como temía: eran mis piernas volviéndose rígidas, duras como
piedras.
Kilómetro
cuarenta y uno.
En el borde de
la calle, miles de personas gritaban palabras de aliento. Estaba cerca la
llegada. Intenté dejar de correr y ponerme a llorar, descansar, abandonar si
fuera necesario... pero no pude. Mis piernas estaban en modo automático. Ya no
las sentía. Ellas solas corrían. Ya no podía controlar el tiempo, y este
parecía eterno.
A lo lejos
distinguí, borroso, el enorme arco de la llegada. Ya no sabía si eran las gafas
o estaba perdiendo la razón. Continué luchando por llegar. Me daba la impresión
de que, en vez de acercarme a la meta, me alejaba de ella. Finalmente, intenté
rematar. El dolor intenso me lo impidió. Con trote suave, lentamente crucé la
ansiada meta.
¡Lo había
logrado!
Entonces desaté
todas mis ansias reprimidas y lloré. Lloré de alegría. Me sentí valiente,
fuerte, renovada. Tanto así que el dolor desapareció. Un paramédico se acercó
para preguntarme si estaba bien. Le dije que todo estaba bien, que estaba
feliz. Me pareció escucharle decir:
—No hay remedio
para eso. Disfrútelo.
Una señora del
equipo organizador se acercó y me abrazó. Algo me dijo. Sus palabras sonaban
deliciosamente en mis oídos. Me calmaban, me alentaban.
Finalmente, la
voz de papá, nuevamente llamando.
Nos volvimos a
encontrar con mi hermano, Arlis, Diego y mis padres. Celebramos abrazados.
Había roto mis miedos y marcado una valla en la familia, y también entre mis
amigos, al haber terminado una maratón a mis diecinueve años.
No solo había
cruzado una meta, crucé el umbral de la duda hacia la certeza: soy capaz.
Todo acabó de la
mejor manera.
Vi todos mis
temores rotos en el suelo...
Y no encuentro
palabras para describir la alegría de tocar la gloria.
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