Marcelo inicia su día con la promesa sencilla
de regresar temprano a casa, ansioso por sorprender a su familia con una tarde
en el teatro. Sin embargo, una inquietud inexplicable lo acompaña desde las
primeras horas: un viento inusual, recuerdos que regresan sin razón aparente, y
un presentimiento que se instala como una sombra. Lo que parecía un día común
se convierte en el umbral de una tragedia inesperada.
A través de una prosa íntima y cargada de
simbolismo, Cuando sopla el viento explora la fragilidad de lo cotidiano frente
a lo imprevisible, y cómo, a veces, el pasado anuncia el caos antes de que este
tenga nombre. Una historia que conmueve por su humanidad y sorprende por su
desenlace.
Cuando sopla el viento
Pablo Rodríguez Prieto
Por la mañana, cuando Marcelo salió de casa, les prometió a sus hijos que
regresaría temprano. “Es fin de semana y hay poco trabajo”, comentó con
entusiasmo, ilusionado por compartir momentos agradables con su familia. Sonrió
al recordar que había comprado entradas para el teatro: sería una sorpresa que
pensaba darles al volver. Salió con pocas ganas, más por obligación que por
voluntad, y se encaminó hacia la oficina. Detestaba llegar tarde, así que
apresuró el paso.
A media mañana lo invadió una extraña nostalgia. Inquieto, se removía
constantemente en su asiento, y en más de una ocasión fue al baño a lavarse la
cara. En medio de esa confusión, un presentimiento se instaló en su ánimo:
tenía la sensación de que algo estaba por suceder. Intentó concentrarse en su
trabajo, pero le fue imposible.
Por la tarde, un fuerte viento irrumpió en la oficina, levantando papeles y
desordenando su escritorio. En vez de recogerlos, se acercó a la ventana. A lo
lejos, vio cómo el sol se ocultaba entre nubes oscuras, un fenómeno inusual
para una tarde de verano. El viento cesó y Marcelo quedó absorto. Recordó
vientos similares de tiempos pasados. El más lejano que acudió a su mente fue
aquel día en que, durante un partido de fútbol en el colegio, se torció un pie.
Al pensar en ello, incluso creyó sentir una punzada en la antigua lesión.
“Tonterías”, murmuró.
Cuando volvía a su escritorio, nuevos recuerdos lo asaltaron. Pensó en el
día en que debía viajar a un evento importante, pero los vuelos fueron
suspendidos por mal tiempo: también entonces, el viento trastocó sus planes.
“No puede ser”, pensó, sentándose frente al desorden que lo rodeaba. Se cubrió
el rostro con ambas manos, y de pronto recordó el día de su boda: un viento
suave arrullaba el ambiente durante toda la jornada. Todos comentaban lo
inusual del clima y agradecían el alivio que traía frente al sofocante calor de
la temporada.
—¡Pamplinas! —exclamó, mientras recogía los documentos dispersos por el
suelo.
Decidió que lo mejor era dejar las cosas como estaban y regresar a casa
para cumplir lo prometido. Caminaba por el jirón Ucayali en dirección a la
avenida Abancay, arrastrando el mismo presentimiento que lo había inquietado
desde la mañana. De pronto, un estruendo lo paralizó. No tuvo tiempo de pensar:
quedó literalmente pegado al suelo. Al voltear, solo encontró desolación. Un
árbol había sido arrancado de raíz, las ventanas y puertas estaban destrozadas,
los vehículos volcados y reducidos a escombros. Fragmentos del techo de alguna
vivienda aún flotaban en el aire, envueltos en una nube densa de polvo que
dificultaba la respiración. Una llamarada lo encegueció por un instante. La
explosión no le dio oportunidad de huir; con las manos sobre la cabeza y sentado
en el suelo, mantenía las piernas recogidas en un intento desesperado por
protegerse del caos. Pequeños fragmentos de vidrio, como dardos, se incrustaron
en su cuerpo causándole decenas de heridas que sangraban sin cesar.
En casa, su familia esperaba a Marcelo cuando un flash informativo
interrumpió la programación habitual: un atentado terrorista había sacudido el
centro de la ciudad. Se abrazaron, paralizados, mientras las imágenes
desgarradoras se sucedían en la pantalla. La televisión narraba con crudeza la
magnitud del ataque y mostraba los escombros, las llamas, el caos. El atentado
había tenido lugar a escasas cuadras de la oficina donde trabajaba Marcelo.
Según informaban, el blanco había sido una dependencia del Gobierno.
Intentaron llamarlo, pero su teléfono no tenía señal. Se hablaba ya de
víctimas fatales y de un número indeterminado de heridos. Los daños materiales
eran incalculables: vehículos destrozados, edificios severamente afectados,
vidrieras y estructuras colapsadas por la onda expansiva que había arrasado con
todo a su paso.
La atmósfera en casa se transformó abruptamente. De la entusiasta espera
pasaron a una angustia insoportable, sin saber qué hacer ni a quién acudir.
Llamaron a su oficina, a colegas, a todo aquel que pudiera tener alguna
información. Nadie respondía. Las líneas estaban colapsadas.
Convencidos de que Marcelo podía estar entre los afectados, decidieron
salir de inmediato hacia el lugar del atentado. El camino no fue fácil: el
tráfico era un caos, las calles estaban bloqueadas, y el ambiente olía a humo y
pánico. Cuando por fin lograron acercarse a las inmediaciones, un cerco
policial les impidió avanzar. Nadie ofrecía respuestas concretas. Reinaban el
desconcierto, las conjeturas, el miedo. Los bomberos trabajaban sin descanso
intentando contener el fuego, mientras los paramédicos buscaban sobrevivientes
entre los escombros. La policía, con armas en alto, advertía a gritos que nadie
debía cruzar el perímetro.
El escenario era desolador. Fierros retorcidos, restos de vehículos,
fragmentos de concreto y vidrio cubrían las calles. Dentro de algunos autos
siniestrados aún se distinguían cuerpos inmóviles, mientras alrededor se oían
gritos desesperados de personas que buscaban a sus seres queridos.
Un bombero voluntario, con el rostro ennegrecido por el hollín, les informó
que los primeros heridos habían sido evacuados a la Clínica Internacional, a
pocos minutos de allí. Corrieron sin dudar. El alivio fue inmenso cuando, tras
esperar unos minutos eternos, les entregaron un primer reporte con los nombres
de los pacientes ingresados. Allí estaba: Marcelo González — diagnóstico
preliminar: síncope lipotímico con síntomas prodrómicos. Se encuentra en
evaluación.
Comentarios